El cadete, desde abajo, le miraba sin comprender. Uno de los hombres, que había subido detrás de Chen, le propuso sustituirle.
– Bien, lanzaré también yo.
Pasó aquella cadena de cuerpos. Por sus músculos extenuados, subía una desesperación sin límite. Su semblante de lechuza, de ojos menudos, estaba en tensión, absolutamente inmóvil; sintió con estupefacción que una lágrima le corría a lo largo de la nariz. «La nerviosidad», pensó. Sacó una granada del bolsillo y comenzó a descender, agarrándose a los brazos de los hombres de la cadena. Pero la cadena tenía su apoyo sobre el adorno en que terminaba el tejado a los lados. Desde allí era casi imposible alcanzar la ventana del medio. Cuando llegó a ras del tejado, Chen abandonó el brazo del lanzador, se suspendió de una pierna y luego del canalón y descendió por el tubo verticaclass="underline" estaba demasiado alejado de la ventana para poder tocarla, y lo bastante cerca para poder disparar. Sus camaradas no se movían ya. Por encima del piso bajo un saliente le permitió detenerse. Que le doliera tan poco la herida le extrañaba. Agarrado con la mano izquierda a uno de los ganchos que sujetaban el canalón, sopesó su primera granada: «Si cae a la calle, debajo de mí, estoy muerto.» La lanzó con tanta fuerza como se lo permitió su posición: entró y estalló en el interior.
Abajo, se reanudaba el tiroteo.
Por la puerta del puesto que había quedado abierta, los policías, expulsados de la última habitación, dispararon al azar, se lanzaban afuera atropellándose, como ciegos espantados. Desde los tejados, desde los porches, desde las ventanas, disparaban los insurrectos. Uno tras otro, los cuerpos cayeron, muchos cerca de la puerta, y luego, cada vez más dispersados.
El fuego cesó. Chen descendió, siempre agarrándose al canalón: no veía lo que había a sus pies, y saltó sobre un cuerpo.
El cadete entraba en el puesto. Le siguió, sacando del bolsillo la granada que no había lanzado. A cada paso que daba, adquiría más violentamente conciencia de que las quejas de los heridos habían cesado. En el cuerpo de guardia no había más que muertos. Los heridos aparecían carbonizados. En el primer piso había más muertos y algunos heridos.
– Ahora, a la estación del Sur -dijo el oficial-. Cojamos todos los fusiles: otros grupos los necesitarán.
Las armas fueron llevadas al camión; cuando todas estuvieron recogidas, los hombres subieron al coche, de pie, apretados unos contra otros, sentados sobre los capotes, agarrados a los estribos, montados en la trasera. Los que quedaban se fueron por las callejuelas, corriendo a paso gimnástico. La gran mancha de sangre abandonada resultaba inexplicable, en medio de la calle desierta; por la esquina, desaparecía el camión, erizado de hombres, con su estrépito de hierro viejo, hacia la estación del Sur y hacia los cuarteles.
Bien pronto tuvo que detenerse: la calle estaba interceptada por cuatro caballos muertos y tres cadáveres, ya desarmados. Eran los de los jinetes que Chen había visto al comienzo de la jornada: el primer auto blindado había llegado a tiempo. En el suelo, unos cristales rotos, y nadie más que un chino viejo, con la barba terminada en punta, que gemía. Habló con toda claridad, en cuanto Chen se aproximó:
– ¡Esto es una cosa injusta y muy triste! ¡Cuatro! ¡Cuatro! ¡Ay!
– Tres solamente -dijo Chen.
– ¡Cuatro! ¡Ay!
Chen miró de nuevo: no había más que tres cadáveres; uno de lado, como si hubiera sido arrojado de voleo, y dos boca abajo, entre las casas muertas también, bajo el cielo pesado.
– Me refiero a los caballos -dijo el viejo, con desprecio y temor: Chen llevaba revólver.
– Yo, a los hombres. ¿Alguno de los caballos te pertenecía?
Sin duda, habían sido requisados aquella mañana.
– No; pero yo era cochero. Las bestias me interesan. ¡Cuatro muertas!… ¡Y para nada! El chófer intervino:
– ¿Para nada?
– No perdamos tiempo -dijo Chen.
Ayudado por dos hombres, apartó los caballos. El camión pasó. En el extremo de la calle, Chen, sentado en uno de los estribos, miró hacia atrás: el anciano cochero continuaba entre los cadáveres, gimiendo sin duda, negro en la calle gris.
5 de la tarde
«La estación del Sur ha sido tomada.»
Ferral colgó de nuevo el receptor. Mientras daba unas citas (una parte de la Cámara de Comercio Internacional era hostil a toda intervención, pero él disponía del periódico más importante de Shanghai), los progresos en la insurrección le alcanzaban, uno después de otro. Había pretendido telefonear solo. Volvió a su estudio donde Martial, que acababa de llegar, discutía con el enviado de Chiang Kaishek: éste no había accedido a recibir al jefe de la policía, ni en la dirección de Seguridad ni en su casa. Antes de abrir la puerta, Ferral oyó, a pesar del tiroteo:
– Comprenderá usted, yo represento aquí algo muy importante. Los intereses franceses…
– Pero, ¿qué apoyo puedo prometerle? -respondía el chino, con una entonación de insistencia indolente-. El mismo señor cónsul general me dice que espera de usted datos precisos. Porque usted conoce muy bien a nuestro país y a sus hombres.
El teléfono del estudio sonó.
– El Consejo Municipal se ha rendido -dijo Martial.
Y, cambiando de tono:
– No niego que tengo cierta experiencia psicológica de este país y de los hombres en general. Psicología y acción: tal es mi oficio; y, respecto a…
– Pero si unos individuos tan peligrosos para su país como para el nuestro, peligrosos para la paz de la civilización, se refugian, como siempre, en la concesión… La policía internacional…
«Ya estamos -pensó Ferral, que entraba-. Pretende saber si Martial, en caso de ruptura, dejaría que los comunistas se refugiasen entre nosotros.»
– … nos ha prometido toda su benevolencia… ¿Qué hará la policía francesa?
– Todo se arreglará. Presten ustedes atención solamente a esto: nada de líos con las mujeres blancas, salvo las rusas. Sobre eso tengo instrucciones muy firmes. Pero ya se lo he dicho: nada oficial. Nada oficial.
En el estudio moderno -en las paredes, Picassos del período rosa y un boceto erótico de Fragonard- los interlocutores, de pie, se hallaban a ambos lados de una enorme Kwannyn de piedra negra, de la dinastía Tang, comprada por consejo de Clappique y que Gisors consideraba falsa. El chino, un coronel joven, con la nariz encorvada, vestido de paisano, abotonado de abajo arriba, miraba a Martial y sonreía, con la cabeza inclinada hacia atrás.
– Doy a usted las gracias, en nombre de mi partido… Los comunistas son unos solemnes traidores, nos traicionan a nosotros, sus fieles aliados. Se convino en que colaboraríamos juntos, y la cuestión social se plantearía cuando China quedase unificada. Y ya la plantean. No respetan nuestro contrato. No quieren restablecer la China, sino los soviets. Los muertos del ejército no han muerto por los soviets, sino por la China. Los comunistas son capaces de todo. Por eso es por lo que le pregunto, señor director, si la policía francesa consideraría oportuno pensar en la seguridad personal del general.
Estaba claro que había pedido el mismo favor a la policía internacional.
– Con mucho gusto -respondió Martial-. Envíeme al jefe de su policía. ¿Sigue siendo König?
– Sí. Dígame, señor director, ¿usted ha estudiado historia romana?
– Naturalmente.
«En la escuela nocturna», pensó Ferral.
El teléfono, de nuevo. Martial tomó el receptor.
– Los puentes están tomados -dijo, con calma-. Dentro de un cuarto de hora la insurrección ocupará la ciudad.
– Mi opinión -prosiguió el chino, como si no hubiera oído nada- es que la corrupción de las costumbres perdió al Imperio romano. ¿No cree usted que una organización técnica de la prostitución y una organización occidental como la de la policía podrían acabar con los jefes del Han-Kow, que no valen lo que valían los del Imperio romano?