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Pleno de autoridad:

– ¡Mozo! Champaña para estas dos señoras y para mí…

De nuevo confidenciaclass="underline"

– … un pequeño Martini…

Severo:

– … muy seco.

(«Admitiendo lo peor, aun con esa política, tengo una hora por delante -pensó Kyo-. Sin embargo, ¿durará esto mucho tiempo?»)

La filipina reía o lo aparentaba. La rusa, abriendo mucho los ojos, trataba de comprender. Clappique continuaba gesticulando, con el dedo índice vivo, estirado, con expresión de autoridad, llamando la atención hacia la confidencia. Pero Kyo apenas le escuchaba; el calor le entorpecía, y, además, una preocupación que aquella noche había rondado en su camino se expandía en un confuso cansancio: aquel disco; su voz que no había reconocido antes, en casa de Hemmelrich. Pensaba en esto con la misma compleja inquietud con que había contemplado, cuando niño, las amígdalas que el cirujano acababa de cortarle. Pero imposible seguir su pensamiento.

– … en una palabra -gañía el barón, guiñando el ojo que llevaba al descubierto y volviéndose hacia la rusa-: tenía un castillo en Hungría del Norte…

– ¿Es usted húngaro?

– De ningún modo. Soy francés. (¡Y me fastidia, por cierto, querida amiga, lo-ca-men-te!) Pero mi madre era húngara.

»Pues bien, mi bisabuelo vivía allí en un castillo, con unos salones grandes (muy grandes), con unos cofrades muertos debajo y unos abetos alrededor; muchos a-be-tos. Viudo. Vivía solo, con un gi-gan-tes-co cuerno de caza colgando de la chimenea. Pasa un circo ambulante. Con una amazona. Preciosa…

Doctoraclass="underline"

– Ya digo: pre-cio-sa.

Guiñando de nuevo el ojo:

– … La rapta… No es difícil… La conduce a una de aquellas grandes habitaciones…

Llamando la atención, con la mano levantada:

– ¡Ni una palabra! Vive allí. Continúa. Se aburre. Tú también, pequeña mía -haciendo cosquillas a la filipina-; pero, paciencia… Él no se divertía tampoco, por cierto: se pasaba la mitad de la tarde haciendo que le arreglase su pedicuro las uñas de las manos y de los pies (además había un barbero contratado en el castillo), y mientras su secretario, hijo de un siervo asqueroso, le leía (y le releía) en voz alta la historia de la familia. ¡Encantadora ocupación, querida amiga; vida perfecta! Por otra parte, generalmente estaba borracho… Ella…

– ¿Ella se enamoró del secretario? -preguntó la rusa.

– ¡Magnífica! ¡Esta pequeña es magnífica! ¡Querida amiga, es usted magnífica! ¡Notable perspicacia!

Le besó la mano.

– … pero se acostó con el pedicuro, no estimando tanto como ustedes las cosas del espíritu. Entonces se dio cuenta de que mi bisabuelo le pegaba. ¡Ni una palabra! Fue inútil. Se escaparon.

»El abandonado, que era muy malo, recorre sus vastos salones (siempre con sus cofrades debajo), se declara burlado por los dos galopines, que se dislocaban los riñones en la capital, en una posada a lo Gogol, con un cacharro de agua desportillado y unas berlinas en el patio. Descuelga el gi-gan-tes-co cuerno de caza, no para soplar en él, y encarga al intendente que haga un llamamiento a sus campesinos. (Entonces se tenía derecho a hacerlo, en aquellos tiempos.) Los arma: cinco escopetas de caza y dos pistolas. ¡Pero, querida amiga, eran demasiados!

»Entonces, mudanza del castillo: he aquí a mis harapientos en marcha (imagíneselos; i-ma-gí-ne-se-los, le digo), armados de floretes, arcabuces, mosquetes… ¡qué sé yo…!, espadones y otras zarandajas, el abuelo a la cabeza, hacia la capitaclass="underline" la venganza persiguiendo al crimen. Los anuncian. Llega el guardia rural, con los gendarmes… ¡Magnífica plancha!

– ¿Y después?

– Nada. Les habían ganado la partida. El abuelo llegó a la ciudad; pero los culpables habían abandonado la posada Gogol en una de las berlinas polvorientas. Sustituyó a la amazona por una campesina y al pedicuro por otro y se emborrachó en compañía del secretario. De vez en cuando, trabajaba en uno de sus pequeños testamentos…

– ¿A quién le dejó el dinero?

– Cuestiones sin interés, querida amiga. Pero, cuando murió…

Con los ojos desorbitados:

– … se supo todo; todo lo que había ido cociendo, a fuego lento, el noble ebrio… Se le obedeció; se le enterró debajo de la capilla, en una inmensa bóveda, de pie sobre su caballo muerto, como Atila…

El barullo del jazz cesó. Clappique continuó, mucho menos en Polichinela, como si sus payasadas se hubieran suavizado con el silencio:

– Cuando murió Atila, le irguieron sobre su caballo encabritado por encima del Danubio; el sol poniente proyectó tal sombra sobre la llanura, que los caballeros se hicieron humo, espantados..

Desvariaba, invadido por sus sueños, por el alcohol y por la calma súbita. Kyo sabía qué proposiciones debía hacerle; pero lo conocía mal, aunque su padre lo conocía bien; y peor aún en aquel papel. Le escuchaba con impaciencia (hasta que se encontrara libre una mesa delante del barón, donde se instalaría y le haría seña de que saliese; no quería abordarlo ni llamarlo ostensiblemente), pero no sin curiosidad. Era la rusa la que hablaba ahora, con voz lenta, desgarrada -ebria, tal vez, de insomnio:

– Mi bisabuelo tenía también muchas tierras… Nos marchamos a causa de los comunistas, ¿verdad? Para no estar con todo el mundo; para ser respetadas. ¡Y aquí somos dos por mesa y cuatro por habitación! Cuatro por habitación… Y hay que pagar el alquiler. Respetadas… ¡Y si el alcohol no me pusiera enferma!…

Clappique miró su vaso: la rusa apenas había bebido. La filipina, por el contrario… Tranquilamente, se calentaba como un gato al calor de la semiembriaguez. Inútil contar con ella. Se volvió hacia la rusa:

– ¿No tiene usted dinero?

Ella se encogió de hombros. El barón llamó al camarero, pagó con un billete de cien dólares. Cuando recibió el cambio, tomó diez dólares y dio el resto a la mujer. Ella le miró, con una precisión cansada.

– Bien.

Se levantaba.

– No -dijo él.

Tenía un aspecto lamentable, de buen perro.

– No, esta noche la aburriría.

Le tenía cogida la mano. Ella le miró otra vez.

– Gracias.

Vaciló.

– Sin embargo… Si le causa placer…

– Me causaría más placer un día que no tenga dinero…

Polichinela reapareció:

– Que no tardará…

Le juntó las manos y se las besó varias veces. Kyo, que ya había pagado, le alcanzó en el pasillo vacío.

– ¿Quiere que salgamos juntos?

Clappique le miró y le reconoció.

– ¿Usted aquí?… ¡Es inaudito! Pero…

Aquel balido fue detenido por el levantarse de su índice:

– ¡Se pervierte usted, joven!

– ¡Bah!…

Ya salían. Aunque la lluvia había cesado, el agua estaba tan presente como el aire. Dieron algunos pasos por la arena del jardín.

– En el puerto -dijo Kyo- hay un vapor cargado de armas.

Clappique se había detenido. Kyo había dado un paso más; tuvo que volverse. El rostro del barón apenas era visible; pero el gran gato luminoso, insignia del Black Cat, Ir rodeaba como una aureola.

– El Shang-Tung -dijo.

La oscuridad y su posición -a contraluz- le permitían no expresar nada; y no añadía nada.

– Hay una proposición -prosiguió Kyo-, a 30 dólares por revólver, del gobierno. Todavía no tiene respuesta. Yo tengo comprador a 35 dólares, más 3 de comisión. Entrega inmediata, en el puerto. Donde el capitán quiera, pero en el puerto. Que recoja el ancla en seguida. Se recibirá la entrega esta noche mediante el dinero. De acuerdo con su delegado: aquí está el contrato.

Le alargó el papel y encendió su mechero, protegiéndolo con la mano.