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– No es lo mismo.

– No: es peor.

– Los ojos también -repetía Suen, en voz baja-; los ojos también.. Y cada uno de los dedos; y el vientre, el vientre…

– ¡Cállate! -dijo el otro, con voz de sordo.

Hubiera querido gritar; pero ya no podía. Crispó las manos muy cerca de las heridas de Suen, cuyos músculos se contrajeron.

– La dignidad humana -murmuró Katow, que pensaba en la entrevista de Kyo con König. Ninguno de los condenados hablaba ya. Más allá del farol, en la sombra, a la sazón completa, continuaba el rumor de los heridos… Se acercó más a Suen y a su compañero. Uno de los guardias contaba a los otros una historia: con las cabezas reunidas, se encontraron entre el farol y los condenados; éstos no se veían siquiera ya. A pesar del rumor; a pesar de todos aquellos hombres, que habían combatido como él, Katow estaba solo; solo entre el cuerpo de su amigo muerto y de sus dos compañeros espantados; solo entre aquel muro y aquel silbido perdido en la noche. Pero un hombre podía ser más fuerte que aquella soledad, y hasta quizá que aquel silbido atroz: el miedo luchaba con él contra la más terrible tentación de su vida. Abrió a su vez la hebilla de su cinturón.

Por fin, dijo, en voz muy baja:

– ¡Ea! Suen, ponme la mano en el pecho y toma esto: os voy a dar mi cianuro. No hay absolutamente más que para dos.

Había renunciado a todo, salvo a decir que no había más que para dos. Echado de lado, partió el cianuro en dos trozos. Los guardias interceptaban la luz, que los rodeaba de una aureola turbia; pero, ¿no irían a moverse? Imposible ver nada; aquel don superior a su vida, Katow se lo hacía a aquella mano caliente, que descansaba en él; ni siquiera a los cuerpos; ni siquiera a las voces. La mano se crispó, como un animal, y se separó de él, inmediatamente. Esperó, con todo el cuerpo erguido. Y, de pronto, oyó una de las voces:

– Se ha perdido. Se ha caído.

Voz apenas alterada por la angustia, como si semejante catástrofe, tan decisiva, tan trágica, no hubiera sido posible, como si todo hubiera podido arreglarse. Para Katow también era imposible. Una ira sin límites se levantaba en él; pero volvía a aplacarse, combatida por aquella imposibilidad. ¡Y, sin embargo! ¡Haber dado aquello, para que aquel idiota lo perdiese!

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Antes de llegar hasta mí. No lo he podido sujetar, cuando Suen me lo ha alargado: estoy herido en la mano, también.

– Ha dejado caer los dos -dijo Suen.

Los buscaban, sin duda, entre ambos. Buscaron después entre Katow y Suen, sobre quien el otro estaría probablemente casi echado, pues Katow, sin ver nada, sentía muy cerca de sí la masa de los dos cuerpos. Buscaba también él, esforzándose por vencer su nerviosidad, por poner la mano de plano, de diez en diez centímetros, por todas partes donde podía alcanzar. Las manos de ellos rozaban con la suya. Y, de pronto, uno de los dos la cogió, la oprimió y la conservó.

– Si no encontramos nada… -dijo una de las voces.

También Katow oprimía la mano, próximo a las lágrimas, conmovido por aquella pobre fraternidad sin rostro, casi sin verdadera voz (todos los cuchicheos se asemejan), que se le entregaba en aquella oscuridad contra el mayor donativo que había hecho en su vida y que habría sido hecho en vano. Aunque Suen continuaba buscando, las dos manos permanecían unidas. La opresión se convirtió, de pronto, en crispación.

– Aquí está.

¡Oh resurrección!… Pero…

– ¿Estás seguro de que no son unos guijarros? -preguntó el otro.

Había muchos trozos de yeso por el suelo.

– ¡Trae! -dijo Katow.

Con las yemas de los dedos, reconoció las formas.

Las devolvió -¡las devolvió!-; estrechó con más fuerza la mano que buscaba de nuevo la suya, y esperó, temblándole los hombros y castañeteándole los dientes. «Con tal de que el cianuro no esté descompuesto, a pesar del papel de plata…», pensó. La mano que tenía cogida retorció de pronto la suya, y como si hubiese comunicado por su mediación con el cuerpo perdido en la oscuridad, comprendió que éste se distendía. Envidiaba aquella asfixia convulsa. Casi al mismo tiempo, el otro: un grito ahogado, al que no puso atención nadie. Luego, nada.

Katow se sintió abandonado. Se volvió boca abajo, y esperó. El temblor de sus hombros no cesaba.

A medianoche, volvió el oficial. En una baraúnda de armas entrechocadas, seis soldados se acercaron a los condenados. Todos los prisioneros se despertaron. Tampoco el nuevo farol proyectaba más que prolongadas formas confusas -tumbas en la tierra, revuelta ya- y algunos reflejos sobre los ojos. Katow había llegado a erguirse. El que mandaba la escolta tomó el brazo de Kyo, y, al sentir la rigidez, cogió en seguida a Suen; éste también estaba rígido. Un rumor se propagaba, desde las primeras hileras de prisioneros hasta las últimas. El jefe de escolta cogió por un pie al primero y luego al segundo: volvieron a caer, rígidos. Llamó al oficial. Éste hizo las mismas pruebas. Entre los prisioneros, el rumor aumentaba. El oficial miró a Katow.

– ¿Muertos?

¿Para qué responder?

– Aislar a los seis prisioneros más próximos.

– Es inútil -respondió Katow-: he sido yo quien les ha dado el cianuro.

El oficial vaciló.

– ¿Y usted? -preguntó, por fin.

– No había más que para dos -respondió Katow, con alegría profunda.

«Voy a recibir un culatazo en la cara», pensó.

El rumor de los prisioneros casi se había convertido en clamor.

– ¡Marchen! -pronunció el oficial.

Katow no olvidaba que ya había sido condenado a muerte; que había visto las ametralladoras asestadas contra él, y las había oído disparar… «En cuanto esté fuera, procuraré estrangular a uno y dejarle las manos apretadas durante mucho tiempo, para que se vean obligados a matarme. Me quemarán, pero después de muerto.» En el instante mismo, uno de los soldados le juntó los brazos al cuerpo, mientras otro le llevaba las manos por detrás de la espalda y se las ataba. «Estos chicos han tenido una ocurrencia -pensó-. ¡Vamos! Supongamos que he muerto en un incendio.» Echó a andar. El silencio volvió a caer, como una trampa, a pesar de los gemidos. Como antes sobre el muro blanco, el farol proyectaba la sombra, a la sazón muy negra, de Katow sobre las grandes ventanas nocturnas; caminaba pesadamente, con una pierna sobre la otra, entorpecido por sus heridas; cuando su balanceo se aproximaba al farol, la silueta de la cabeza se perdía en el techo. Toda la oscuridad del salón estaba viva, y le seguía con la mirada, paso a paso. El silencio era tan grande, que el suelo resonaba, cada vez que lo tocaba con el pie; todas las cabezas, moviéndose de arriba abajo, seguían el ritmo de su marcha con amor, con espanto, con resignación, como si, a pesar de los movimientos semejantes, todos se descubriesen a sí mismos, al seguir aquella marcha desigual. Todos se quedaron con la cabeza levantada: la puerta se volvía a cerrar.

Un ruido de respiraciones profundas, lo mismo que la del sueño, comenzó a ascender del suelo. Respirando por la nariz, con las mandíbulas apretadas por la angustia, inmóviles ahora, todos los que aún no habían muerto esperaban el silbido.

Al día siguiente

Desde hacía más de cinco minutos, Gisors contemplaba su pipa. Delante de él, la lámpara encendida («eso no compromete a nada»); la cajita del opio abierta, y las agujas limpias. Fuera, la noche; en la habitación, la luz de la lamparilla y un gran rectángulo claro, y abierta la puerta de la habitación contigua, adonde se había trasladado el cuerpo de Kyo. El patio había sido vaciado para nuevos condenados y nadie se había opuesto a que los cuerpos que se habían sacado afuera fuesen recogidos. El de Katow no se había recuperado. May había recogido el de Kyo, con las precauciones que hubiera adoptado para trasladar a un herido muy grave. Estaba allí, tendido, no sereno -como Kyo, antes de matarse, había pensado que quedaría-, sino convulsionado por la asfixia, convertido ya en otra cosa distinta de un hombre. May lo miraba, antes de amortajarlo, hablando con el pensamiento ante la última presencia de aquel semblante, con terribles palabras maternales que no se atrevía a pronunciar, por miedo a oírlas ella misma. «Amor mío», murmuraba, como si hubiese dicho: «carne mía», sabiendo bien que era algo de sí misma, no extraño, lo que se le había arrancado: «vida mía…» Se dio cuenta de que era a un muerto a quien decía aquello. Pero hacía mucho tiempo que ya no tenía lágrimas.