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«Todo dolor que ya no ayuda a nadie es absurdo», pensaba Gisors, hipnotizado por su lámpara, refugiado en aquella fascinación. «La paz está ahí. La paz.» Pero no se atrevía a alargar la mano. No creía en ninguna supervivencia; no tenía ningún respeto a los muertos; pero de todos modos no se atrevía a alargar la mano.

May se acercó a él. Boca blanda, vacilante, en aquel rostro de mirada perdida… Le puso con suavidad los dedos en las muñecas.

– Venga -dijo, con voz inquieta, casi imperceptible-. Me parece que se ha calentado un poco…

Buscó los ojos de aquel semblante tan humano, tan doloroso, aunque nunca extraviado. Le miraba sin turbación, menos con esperanza que con súplica. Los efectos del veneno son siempre inseguros; ella era médica. Gisors se levantó y la siguió, defendiéndose contra una esperanza tan fuerte que le parecía que, si se abandonaba a ella, no podría resistir que le fuese retirada. Tocó la frente amoratada de Kyo, aquella frente que nunca ostentaría arrugas: estaba frío, con el frío particular de la muerte. No se atrevía a retirar los dedos, a encontrar de nuevo la mirada de May; dejaba la suya, fija en la mano abierta de Kyo, donde ya las líneas comenzaban a desvanecerse…

– No -dijo, volviendo a la angustia. No le había abandonado. Se dio cuenta de que no había creído a May.

– Tanto peor… -respondió ésta, solamente.

Le vio entrar en la habitación contigua, vacilante. ¿En qué pensaba? Mientras Kyo estuviese allí, todo pensamiento debía ser para él. Aquel muerto esperaba de ella algo, una respuesta que ignoraba, pero que no por eso dejaba de existir. ¡Oh suerte abyecta de los demás, con sus oraciones y sus flores fúnebres! Una respuesta más allá de la angustia que arrancaba de sus manos las caricias maternales que ningún hijo había recibido de ella, de la espantosa llamada que le hace a uno hablar a los muertos con las formas más afectuosas de la vida. Aquella boca que le había dicho ayer: «He creído que estabas muerta», ya no hablaría nunca; no era con lo que quedaba allí de vida irrisoria -un cuerpo-, con la muerte misma, con lo que había que entrar en comunión.

Ella continuaba allí, inmóvil, arrancando de sus recuerdos tantas agonías contempladas con resignación, llena de pasividad en la vana acogida que ofrecía salvajemente a la nada.

Gisors se había echado de nuevo en el diván. «Y, más tarde, tendré que despertarme…» ¿Cuánto tiempo le concedería de nuevo todas las mañanas aquella muerte? La pipa estaba allí: la paz. Adelantar la mano, y preparar la bolita: después de un cuarto de hora, pensar en la muerte misma con una indulgencia sin límites, como en cualquier paralítico que le hubiese querido maclass="underline" cesaría de poder esperarle; perdería toda presa y le deslizaría suavemente en la serenidad universal. La liberación estaba allí, muy cerca. Ninguna ayuda puede facilitarse a los muertos. ¿Para qué sufrir más? ¿El dolor es una ofrenda al amor o al miedo?… No se atrevía a tocar el platillo, y la angustia le oprimía la garganta, al mismo tiempo que el deseo y los sollozos contenidos. Al azar, cogió el primer folleto que encontró. Nunca tocaba los libros de Kyo; pero sabía que no lo leería. Era un número de La. Política de Pekín, que se había caído allí cuando habían llevado el cuerpo, y donde estaba el discurso por el cual había sido expulsado Gisors de la Universidad. Al margen, con letra de Kyo: «Este discurso es el discurso de mi padre.»

Nunca le había dicho siquiera que lo aprobaba. Gisors volvió a cerrar el folleto, con suavidad, y contempló su esperanza muerta.

Abrió la puerta, arrojó el opio a la oscuridad y volvió a sentarse, con los hombros abatidos, esperando el alba, esperando a que se redujese en el silencio, a fuerza de desgastarse, en el diálogo con él mismo, su dolor… A pesar del sufrimiento que entreabría su boca, que cambiaba en semblante aturdido su máscara grave, no perdía todo control. Aquella noche, su vida iba a cambiar: la fuerza del pensamiento no es grande contra la metamorfosis a que la muerte puede obligar a un hombre. Para lo sucesivo, estaba reducido a sí mismo. El mundo no tenía ya sentido; no existía ya: la inmovilidad sin retomo, allí, al lado de aquel cuerpo que le había unido al universo, era como un suicidio de Dios. No había esperado ni conseguido nada de Kyo, ni siquiera la felicidad; pero que el mundo existiese sin Kyo… «He sido arrojado fuera del tiempo»; el hijo era la sumisión al tiempo, a la sucesión de las cosas; sin duda, en lo más profundo, Gisors era esperanza, como era angustia, esperanza de nada, espera, y era preciso que su amor fuese aniquilado para que descubriese aquello. ¡Y, sin embargo! Todo cuanto lo destruía encontraba en él una acogida árida. «Hay algo de hermoso en estar muerto», pensó. Sentía temblar en sí el sufrimiento fundamental; no el que procede de los seres o de las cosas, sino el que surge del hombre mismo y se esfuerza en arrancarnos a la vida; podía pasarle inadvertido, pero, sólo cesando de pensar en él; y se sumergía en él cada vez más, como si aquella contemplación espantosa hubiese constituido la única voz que pudiera oír la muerte; como si aquel sufrimiento de ser hombre, de que se impregnaba hasta el fondo del corazón, hubiese sido la única oración que pudiese oír el cuerpo de su hijo muerto.

Parte Séptima

París, julio

Ferral, abanicándose con el periódico donde el Consorcio era más violentamente atacado, llegó el último al gabinete de espera del ministro de Hacienda; en grupos esperaban el director adjunto del Movimiento General de Fondos -el hermano de Ferral había caído prudentemente enfermo la semana anterior-, el representante del Banco de Francia, el del banco principal de negocios francés y los de los establecimientos de crédito. Ferral los conocía a todos: un hijo, un yerno y antiguos funcionarios de la Inspección de Hacienda y del Movimiento General de Fondos; el lazo entre el Estado y los Establecimientos era demasiado estrecho para que éstos no tuviesen ventaja al agregar funcionarios que encontraban, cerca de sus antiguos colegas, una acogida favorable. Ferral comprobó su sorpresa: parecía natural que hubiese llegado antes que ellos; al no verle allí, habrían pensado que no se le había convocado. Que se permitiese llegar el último, les sorprendía. Todo les separaba: lo que él pensaba acerca de ellos; lo que ellos pensaban acerca de él, y su manera de vestir; casi todos estaban vestidos con una negligencia impersonal, y Ferral llevaba su traje arrugado y chinesco, y la camisa de seda gris, con cuello blando de Shanghai. Dos razas.

Fueron introducidos, casi inmediatamente.

Ferral conocía poco al ministro. Aquella expresión de semblante de otra época, ¿procedía de sus cabellos blancos, espesos como los de las pelucas de la Regencia? Aquel rostro fino de ojos claros, aquella sonrisa tan acogedora -antiguo parlamentario-, armonizaban con la leyenda de cortesía del ministro, leyenda paralela a la de su brusquedad, cuando le picaba una mosca napoleoniana. Ferral, mientras cada uno ocupaba su puesto, pensaba en una anécdota famosa: el ministro, entonces ministro de Estado, sacudía por los faldones de su chaquet al enviado de Francia en Marruecos; y, habiéndose descosido el chaquet por la espalda, de pronto, llamó y dijo: «Traiga usted uno de mis chaquets para el señor.» Luego llamando de nuevo, en el momento en que desaparecía el ujier, añadió: «¡El más viejo! ¡No se merece otro!» Su semblante habría parecido muy seductor, si no hubiera sido por una mirada que parecía negar lo que prometía la boca: herido en un accidente, tenía un ojo de vidrio.