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Cotton Malone tenía enfrente a la encarnación de los problemas. Al otro lado de la puerta abierta de su librería se hallaba su ex mujer, la última persona del mundo a la que esperaba ver. Enseguida vio el pánico en sus cansados ojos, recordó el violento palpitar que lo había despertado unos minutos antes y pensó en el acto en su hijo.

– ¿Dónde está Gary? -preguntó.

– Hijo de puta. Se lo han llevado. Por tu culpa. Se lo han llevado. -Se abalanzó sobre él y empezó a darle puñetazos en los hombros-. Maldito hijo de puta. -Él asió sus muñecas y detuvo la arremetida cuando ella rompió a llorar-. Por eso te dejé. Creí que esto había terminado.

– ¿Quién se ha llevado a Gary? -Por toda respuesta obtuvo más sollozos. Él la agarró por los brazos-. Pam, escúchame. ¿Quién se lo ha llevado?

Ella lo miró con fijeza.

– ¿Cómo demonios voy a saberlo?

– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no has ido a la policía?

– Porque dijeron que no lo hiciera. Dijeron que si iba, Gary moriría. Dijeron que lo sabrían, y yo los creí.

– ¿A quiénes creíste?

Ella se liberó de la presa de Malone. Tenía el rostro iracundo.

– No lo sé. Lo único que dijeron fue que esperara dos días y luego viniera aquí y te diera esto. -Hurgó en el bolso y sacó un teléfono. Las lágrimas seguían corriéndole por las mejillas-. Dijeron que te conectaras a Internet y abrieras tu correo.

¿Había oído bien? ¿Conectarse y abrir el correo?

Desplegó el teléfono y comprobó la frecuencia: tenía bastantes megahercios para llegar a cualquier rincón del mundo, lo cual le dio que pensar. De repente se sintió vulnerable. La plaza Højbro estaba desierta. A tan tardía hora nadie deambulaba por la plaza.

Sus sentidos se pusieron alerta.

– Entra.

La hizo pasar de un tirón y cerró la puerta. Todavía no había encendido la luz.

– ¿Qué ocurre? -inquirió ella, el miedo entrecortando su voz.

Él se encaró con ella.

– No lo sé, Pam. Dímelo tú. Al parecer a nuestro hijo se lo ha llevado sabe Dios quién y tú has esperado dos días antes de contárselo a nadie. ¿No te parece descabellado?

– No iba a poner su vida en peligro.

– Y yo sí, ¿no? ¿Cómo lo he hecho antes?

– Siendo tú -dijo ella en un tono glacial, y él recordó en el acto por qué ya no vivían juntos.

Se le pasó algo por la cabeza: su ex nunca había estado en Dinamarca.

– ¿Cómo me has encontrado?

– Ellos me lo dijeron.

– ¿Quién demonios son ellos?

– No lo sé, Cotton. Dos hombres. Sólo hablaba uno. Alto, pelo oscuro, cara corriente.

– ¿Norteamericano?

– ¿Cómo voy a saberlo?

– ¿Cómo hablaba?

Ella pareció serenarse.

– No. No era norteamericano. El acento era raro, europeo.

Él agitó el teléfono.

– ¿Qué se supone que debo hacer con esto?

– Dijo que abrieras tu correo y recibirías una explicación.

Ella miró nerviosamente las estanterías, sumidas en las sombras.

– Arriba, ¿no?

Gary le habría dicho que vivía encima de la tienda. Sin duda él no había sido. Sólo habían hablado en una ocasión desde que él saliera del departamento de Justicia y abandonara Georgia el año anterior, y aquello había sido dos meses antes, en agosto, cuando él llevó a Gary a casa después de que el chico fuese a verlo en verano. Ella le dijo con frialdad que Gary no era hijo suyo, que el muchacho era fruto de una aventura que había tenido hacía dieciséis años, su respuesta a la infidelidad de él. Él llevaba luchando contra ese demonio desde entonces y todavía no había asimilado sus implicaciones. En ese momento decidió algo: no volvería a hablar con Pam Malone. Lo que hubiera que decir quedaría entre él y Gary.

Pero, por lo visto, las cosas habían cambiado.

– Sí -contestó él-. Arriba.

Entraron en su piso y él se sentó al escritorio. Encendió el portátil y esperó a que se cargaran los programas. Pam por fin era dueña de sus emociones. Ella era así, toda altibajos: elevaciones vertiginosas y depresiones profundas. Era abogada, como él, pero mientras que él había trabajado para el gobierno, ella se ocupaba de juicios de altos vuelos para empresas del ranking Fortune 500, que se podían permitir los impresionantes honorarios de su bufete. Cuando fue a la facultad de Derecho él pensó en un principio que la decisión tenía que ver con su persona, que era una forma de compartir la vida, pero después supo que era una manera de conseguir su independencia.

Así era Pam.

El portátil estaba listo. Accedió a su correo.

Vacío.

– Aquí no hay nada.

Pam se acercó a él.

– ¿Cómo? Dijo que abrieras el correo.

– Eso fue hace dos días. Y, por cierto, ¿cómo has venido?

– Tenían un billete, comprado y todo.

Él no daba crédito.

– ¿Te has vuelto loca? Lo que has hecho es darles dos días de ventaja.

– ¿Te crees que no lo sé? -chilló ella-. ¿Crees que soy tonta de remate? Me dijeron que me habían pinchado los teléfonos y que me estaban vigilando. Si desoía sus instrucciones, aunque fuera lo más mínimo, Gary moriría. Me enseñaron una foto. -Se contuvo, y las lágrimas brotaron de nuevo-. Sus ojos… ay, sus ojos. -Se vino abajo otra vez-. Estaba asustado.

A él el corazón le latía con fuerza y las sienes le ardían. Había dejado atrás a propósito una vida de peligros diarios para encontrar algo nuevo. ¿Es que ahora lo perseguía esa vida? Se aferró al borde de la mesa. No les haría ningún bien que ambos se desmoronaran. Si quienesquiera que fuesen ellos querían muerto a Gary, ya lo estaría. No, Gary era una moneda de cambio, a todas luces una forma de que él les prestara toda su atención.

El computador tintineó.

Su mirada se dirigió a la esquina inferior derecha de la pantalla: «Tiene un mensaje.» A continuación vio aparecer la palabra «bienvenido» en la línea del de y «la vida de su hijo» como asunto. Movió el cursor y abrió el mensaje.

TIENE ALGO QUE QUIERO: LA CONEXIÓN ALEJANDRÍA. USTED LA ESCONDIÓ Y ES LA ÚNICA PERSONA DEL MUNDO QUE SABE DÓNDE ENCONTRARLA. VAYA EN SU BUSCA. TIENE 72 HORAS. CUANDO LA TENGA, PULSE EL NÚMERO 2 DEL TELÉFONO. SI NO TENGO NOTICIAS SUYAS AL TÉRMINO DE LAS 72 HORAS, PERDERÁ A SU HIJO. SI DURANTE ESTE TIEMPO INTENTA JODERME, SU HIJO PERDERÁ UN APÉNDICE VITAL. 72 HORAS. ENCUÉNTRELA Y HAREMOS EL INTERCAMBIO.

Pam se hallaba tras él.

– ¿Qué es la Conexión Alejandría?

Él no dijo nada, no podía. En efecto, era la única persona del mundo que lo sabía y había dado su palabra.

– Quienquiera que envió este mensaje lo sabe. ¿Qué es?

Él clavó la vista en la pantalla y supo que no habría modo de rastrear el mensaje. El remitente, al igual que él, sin duda sabía servirse de los agujeros negros: servidores informáticos que enviaban correos aleatoriamente por un laberinto electrónico. Seguirlos no era imposible, pero sí condenadamente difícil.

Se levantó de la silla y se pasó una mano por el cabello. Pensaba cortárselo el día anterior. Se sacudió el sueño y respiró hondo unas cuantas veces. Antes se había puesto unos vaqueros y una camisa de manga larga que llevaba abierta, dejando al descubierto una camiseta gris. De pronto el miedo le hizo sentir frío.

– Maldita sea, Cotton…

– Pam, cállate. Tengo que pensar, y no eres de mucha ayuda.

– ¿No soy de mucha ayuda? ¿Qué demonios…?

El móvil sonó. Pam se abalanzó hacia él, pero él se interpuso y ordenó:

– Déjalo.

– ¿Qué estás diciendo? Podría ser Gary.

– Despierta de una vez.

Él cogió el teléfono a la tercera.

– Ha tardado bastante -le dijo al oído una voz de varón. Percibió un acento holandés-. Ah, y ahórrese bravuconadas del tipo si-le-hace-daño-al-chico-lo-mataré. Ni usted ni yo tenemos tiempo para eso. Sus setenta y dos horas ya han empezado.