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Corrió hacia la fachada del edificio y alzó la vista. Pam continuaba en la ventana.

– Vamos, hazlo. Igual que he hecho yo.

Ella vaciló.

Una explosión destrozó la tercera planta, y sobre la plaza Højbro cayó una lluvia de cristales de las ventanas. Las llamas barrían la noche. Pam reculó. Un error. Un segundo después asomó la cabeza y comenzó a toser violentamente.

– ¡Tienes que venir ya! -chilló él.

Al final ella pareció admitir que no tenía elección. Al igual que hiciera antes él, salió por la ventana y se agarró a la cornisa. Después despegó el cuerpo y se descolgó.

Él vio que tenía los ojos cerrados.

– No hace falta que mires. Sólo mueve las manos, primero una y luego otra.

Ella lo hizo.

Unos dos metros y medio de cornisa la separaban de él, pero iba bien. Una mano y luego la otra. Entonces Cotton vio a alguien abajo, en la plaza. Los dos hombres habían vuelto, esta vez con fusiles.

Ladeó la mochila y metió una mano dentro hasta dar con la Beretta.

Disparó dos veces a las figuras, que se encontraban a más de quince metros. Las réplicas rebotaron en los edificios que bordeaban la plaza y resonaron con fuerza.

– ¿Por qué disparas? -quiso saber Pana.

– Sigue avanzando.

Otro disparo y los de abajo se dispersaron. Pam llegó a la esquina, y él alzó la cabeza un instante. -Da la vuelta y ven hacia mí.

Malone escudriñó la oscuridad, pero no vio a los pistoleros, tenía una mano aferrada a la cornisa, la otra tanteaba en busca de asidero.

Entonces se soltó.

Y cayó.

Él extendió los brazos, sin soltar la pistola, y consiguió cogerla, pero los dos cayeron sobre el tejado. Ella jadeaba, y él también. El móvil sonó. Malone se arrastró hasta la mochila, encontró el teléfono y lo abrió.

– ¿Se divierte? -preguntó la misma voz de antes.

– ¿Tenía algún motivo para volarme la tienda?

– Fue usted quien dijo que no se iba.

– Quiero hablar con Gary.

– Soy yo quien dicta las normas. Ya ha perdido treinta y seis minutos de sus setenta y dos horas. Yo en su lugar me pondría en marcha. La vida de su hijo depende de ello.

La línea enmudeció.

Se acercaban sirenas. Agarró la mochila y se puso en pie.

– Tenemos que irnos.

– ¿Quién era?

– Nuestro problema.

– ¿Quién era?

Una repentina furia se apoderó de él.

– No tengo ni idea.

– ¿Qué quiere?

– Algo que no puedo darle.

– ¿Cómo que no puedes? La vida de Gary depende de ello. Echa un vistazo: te ha volado la tienda.

– Vaya, Pam, si no me lo dices no me doy cuenta.

Dio media vuelta para marcharse, pero ella lo retuvo.

– ¿Adonde vamos?

– A obtener algunas respuestas.

4

Dominick Sabre se hallaba en el extremo oriental de la plaza Højbro, viendo arder la librería de Cotton Malone. Coches de bomberos amarillo fluorescente habían tomado posiciones y vomitaban agua a las llameantes ventanas.

Por el momento la cosa iba bien. Malone se había puesto en marcha. Orden a partir del caos: su lema. Su vida.

– Han bajado por el edificio de al lado -anunció una voz por el intercomunicador.

– ¿Adonde han ido? -susurró al micro de la solapa.

– Al coche de Malone.

Perfecto.

Los bomberos corrían por la plaza arrastrando más mangueras, decididos a asegurarse de que las llamas no se propagaran. El fuego parecía divertirse. Al parecer los libros antiguos ardían con entusiasmo. El edificio de Malone no tardaría en convertirse en cenizas.

– ¿Está todo listo? -le preguntó al hombre que tenía al lado, uno de los dos holandeses a los que había contratado.

– Yo mismo lo he comprobado. Estamos preparados.

Lo que estaba a punto de suceder había requerido mucha planificación. Ni siquiera estaba seguro de tenerlas todas consigo -el objetivo era intangible, escurridizo-, pero si la pista que estaba siguiendo llevaba a alguna parte estaría preparado.

Sin embargo todo dependía de Malone.

Su nombre de pila era Harold Earl, y en ningún lugar de la información que existía sobre él se explicaba el origen de su apodo: Cotton. Malone tenía cuarenta y ocho años, once más que Sabre. No obstante, al igual que él, Malone era norteamericano, nacido en Georgia. Su madre era sureña y su padre militar de carrera, un capitán de fragata cuyo submarino se hundió cuando Malone tenía diez años. Curiosamente Malone siguió los pasos de su padre: asistió a la escuela naval y a la academia de vuelo, y después dio un cambio radical y acabó la carrera de Derecho, costeada por el gobierno. Lo trasladaron al cuerpo de abogados de la Marina, el JAG, donde pasó nueve años. Hacía trece había vuelto a cambiar y había pasado al departamento de Justicia y al recién formado Magellan Billet, que se ocupaba de algunas de las investigaciones internacionales más delicadas de América.

Allí aguantó hasta hacía un año, en que se retiró prematuramente con el grado de capitán, dejó Norteamérica, se mudó a Copenhague y compró una tienda de libros antiguos.

¿La crisis de los cuarenta? ¿Problemas con el gobierno?

Sabre no estaba seguro.

Luego vino el divorcio, eso lo había investigado. ¿Quién sabía? Malone parecía un enigma. Aunque era un bibliófilo empedernido, nada en los perfiles psicológicos que Sabre había leído proporcionaba una explicación satisfactoria a todos esos giros radicales.

Otras informaciones no hacían más que confirmar la competencia de su adversario.

Hablaba con bastante soltura varios idiomas, no tenía adicciones o fobias conocidas, poseía iniciativa y era propenso a la entrega obsesiva. Asimismo gozaba de una memoria eidética que Sabre envidiaba.

Capaz, experimentado, inteligente. Muy distinto de los idiotas a los que había contratado: cuatro holandeses con poco cerebro, nada de ética y escasa disciplina.

Permaneció sumido en las sombras mientras la plaza Højbro se iba llenando de gente que observaba cómo desempeñaban su cometido los bomberos. El aire de la noche le cortaba el rostro. En Dinamarca el otoño sólo parecía un breve preludio del invierno. Apretó los puños y los metió en los bolsillos de la chaqueta.

Incendiar todo aquello en cuya consecución Cotton había invertido el año anterior fue necesario. Nada personal, sólo negocios. Y si Malone no le proporcionaba exactamente lo que él quería, mataría al muchacho sin vacilar.

El holandés que tenía al lado -que había efectuado las llamadas a Malone- tosía, pero seguía callado. Una de las estrictas normas de Sabre había quedado clara desde el principio: Hablar sólo cuando se pregunte. No tenía ni tiempo ni ganas de cháchara.

Contempló el espectáculo unos minutos más y, al cabo, dijo al micro de la solapa:

– Todo el mundo atento. Sabemos adonde se dirigen, y sabéis lo que tenéis que hacer.

5

4:00

Malone aparcó el coche delante de Christiangade, la mansión de Henrik Thorvaldsen, que se alzaba en la costa de Selandia, muy cerca del Sund. Desde Copenhague había conducido unos treinta kilómetros hacia el norte, en el Mazda último modelo que tenía aparcado a unas manzanas de su librería, cerca del palacio de Christianborg.

Después de encontrar la forma de bajar desde el tejado vio cómo los bomberos trataban de contener el incendio que consumía su edificio. Comprendió que los libros se habían perdido, y si las llamas no devoraban hasta el último ejemplar, el calor y el humo causarían daños irreparables. Mientras contemplaba la escena intentó combatir una creciente ira, procurando poner en práctica lo que había aprendido tiempo atrás: no odies nunca a tu enemigo. Ello nublaba el juicio. No. No tenía que odiar, sino que pensar.