Выбрать главу

Stephanie comprendió.

– ¿Colaboras con el presidente?

– Era preciso. Este cabrón nos iba a vender a todos. Él y tu vicepresidente podían haber empezado perfectamente una guerra mundial con lo que tenían planeado.

Ella captó algo en el tono de la israelí y preguntó:

– ¿Qué hay de ti y Daley?

– Larry me gustaba. Acudió a nosotros para pedir ayuda, nos contó lo que estaba pasando y él y yo acabamos intimando. Tanto si lo crees como si no, él intentaba parar todo esto. Has de admitirlo.

– Habría sido mucho más fácil si los dos me hubieseis abordado con lo que teníais.

Dixon negó con la cabeza.

– Ése es tu problema, Stephanie: vives en una burbuja idealista. Odiabas a Larry, Green no te caía bien, pensabas que no eras del agrado de la Casa Blanca. ¿Cómo ibas a poder hacer algo?

– Sin embargo fue el señuelo perfecto -terció Cassiopeia-, ¿no?

– Todo sedal necesita un cebo, y vosotras dos fuisteis el de éste.

Stephanie aún sostenía el disco que ella misma había dejado en el despacho de Daley. Era un disco virgen, tan sólo algo para hacer reaccionar a Green.

– ¿Lo han grabado todo? -Le habían colocado micrófonos ocultos antes de abandonar Camp David.

Cassiopeia asintió.

– Absolutamente.

– ¿Qué hay de los saudíes? -le preguntó ésta a Dixon-. Trabajabas con ellos la primera vez que hablamos.

– Típico de los árabes, jugar a dos manos. En un principio se confabularon con el vicepresidente, creyendo que ayudaría a detener cualquier cosa relacionada con la Conexión Alejandría. Luego se dieron cuenta de que era mentira, así que se pusieron en contacto con nosotros e hicimos un trato. Aquel día, en el paseo, sólo tenían que espabilarte, nada más. Claro que ninguno de nosotros sabía que te habías agenciado una compañera. -Dixon señaló a Cassiopeia con el arma-. Aún te debo una por ese dardo.

– Quizás algún día tengas ocasión de devolvérmela.

Dixon sonrió.

– Quizás.

Stephanie miró el cadáver de Brent Green. Recordó cómo había sugerido que tal vez estuviese interesado en ella y, por un instante, le gustó la posibilidad. Lo cierto es que la había defendido, supuestamente se había mostrado dispuesto a dimitir para apoyarla, y ella se sorprendió cuestionándose todas las dudas que había albergado sobre él.

Pero no había sido más que una farsa.

– El presidente me envió a poner fin a esto -aclaró Dixon, interrumpiendo sus pensamientos-. Ni juicios ni prensa. El fiscal general era un hombre atribulado que se quitó la vida. Su cuerpo será incinerado en breve, y forenses del Ejército extenderán una partida de defunción que concluirá que se trató de un suicidio. Tendrá un entierro fastuoso y será recordado con cariño. Fin de la historia.

– ¿Y la Conexión Alejandría? -preguntó Stephanie. -George Haddad ha desaparecido. Esperamos que lo tenga Malone. Haddad llamó a Palestina hace meses y luego hace unos días. Tras la primera vez, y después de que Larry me contara ciertas cosas, nos pegamos a Pam Malone. El Mosad tenía intención de llevarse a Gary Malone, pero nuestro primer ministro se mostró reacio. Después la Orden se nos adelantó. Con Pam Malone controlada, nos limitamos a seguirla, aunque no salió demasiado bien, luego ocurrió todo esto. Daniels nos ha asegurado que no se sabrá nada de nada, y mi gobierno confía en él.

– ¿Se sabe algo de Cotton? Dixon negó con la cabeza,

– Lo último fue que saltó en paracaídas en algún lugar del Sinaí, pero da igual. Si se encuentra algo, el trato es que nunca sabremos nada.

– ¿Y cuando Daniels deje la presidencia? -le planteó Cassiopeia.

– Para entonces debería haberse olvidado. En caso contrario, Israel hará lo que lleva siglos haciendo: luchar encarnizadamente. Nos las hemos apañado y seguiremos haciéndolo.

Y Stephanie lo creía. Sin embargo había una cosa más: -El vicepresidente. ¿Qué pasa con él?

– Por lo que sabemos, sólo Green, el vicepresidente y Alfred Hermann sabían exactamente lo que iba a pasar. Cuando Green escuchó la conversación que Larry grabó con el jefe de gabinete del vicepresidente fue presa del pánico y les pidió a los saudíes que eliminaran a Larry. Como de costumbre, ellos no nos mencionaron nada, de lo contrario se lo habríamos impedido. Pero de los árabes no te puedes fiar. -Dixon hizo una pausa-. Que aparecieseis vosotras dos y os reunierais con Larry asustó a Green, que convenció a los saudíes para que se ocuparan de vosotras también. Después de que Daniels detuviera el ataque y los sicarios murieran, y ahora con Green fuera, todo ha terminado para los saudíes.

Stephanie señaló a Green.

– ¿Y esto?

– Tenemos a gente esperando para llevar a este mierda a su casa, donde encontrarán el cadáver hoy mismo. La muerte de Larry no será atribuida a un ataque terrorista, como pretendía Green.

– Eso podría resultar complicado, el coche explotó.

– Se considerará un caso no resuelto, aunque traerá cola, y Daniels podrá sacarles punta a algunas cosas, como lo que pretendían hacer esos idiotas. Creo que a Larry le habría gustado eso. Todavía puede ser de utilidad, incluso desde la tumba.

– No has explicado cómo puede frenarse esto con el vicepresidente aún suelto por ahí -objetó Cassiopeia.

Dixon se encogió de hombros.

– Eso es problema de Daniels. -Entonces la israelí sacó su móvil, pulsó un botón y dijo-: Señor presidente, Green ha muerto, como usted quería.

85

Península del Sinaí

El mercenario disparó a las piernas de Malone desde unos doce metros. En ninguna de las mesas había sillas, de manera que tenía un campo de visión despejado. Quería inmovilizar a su adversario hiriéndolo en las piernas, para darle fácilmente el tiro de gracia.

Disparó tres proyectiles hacia Malone.

Pero las piernas de Malone habían desaparecido.

¡Maldición!

Rodó por debajo de la mesa hasta la siguiente, se asomó despacio por el borde para dar con Malone y no vio nada.

Entonces lo supo.

Malone se percató de que McCollum pretendía dispararle a las piernas y se subió a la mesa más próxima un instante antes de que en la habitación resonaran tres balas. Pisapapeles de cuarzo dorado cayeron estrepitosamente al suelo. McCollum deduciría casi en el acto lo que Malone había hecho, así que decidió sacar partido de su ventaja.

Esperó un momento, rodó por el suelo y vio a McCollum agazapado tras una de las mesas. Apuntó e hizo dos disparos, pero el otro cambió de posición y se parapetó detrás de uno de los gruesos pies de las mesas.

Aquel campo de tiro tenía demasiados obstáculos.

Corrió tras una fila de estanterías que tenía a la izquierda.

– No está mal, Malone -aprobó su rival desde el otro lado de la estancia.

– Lo intento.

– No va a salir de aquí.

– Ya veremos.

– He matado a hombres mejores que usted.

Él se preguntó si toda aquella palabrería sería una bravata o una estratagema.

Ninguna de las dos cosas lo impresionó.

Haddad condujo a Pam Malone por la biblioteca en dirección opuesta a la que habían tomado Sabre y Malone. Ya habían oído disparos. Tenía que darse prisa. Entraron en la quinta sala, llamada oportunamente la Sala de la Vida, que mostraba una cruz de mosaico con la parte superior vertical sustituida por un óvalo con forma de huevo.

Haddad la cruzó a la carrera, llegó a la Sala de la Eternidad y se detuvo en la salida. Por el corredor llegaban voces. Al parecer el enfrentamiento definitivo se estaba produciendo en la Sala de Lectura. Montones de mesas, menos estanterías, más espacio abierto. El paseo anterior de Sabre había sido de reconocimiento, y su oponente había tomado buena nota de lo que le convenía. En su día él había hecho lo mismo cuando luchaba contra los judíos: conocer bien el campo de batalla.