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McCollum levantó el arma.

– Salude a Haddad de mi parte.

Pam salió del arco, y sus pasos distrajeron un instante a McCollum, que movió la cabeza a la derecha y al parecer vio un movimiento por el rabillo del ojo. Malone aprovechó el momento para darle una patada en la mano a McCollum y hacerle soltar el arma. Después le asestó un puñetazo en la cara que lo hizo tambalearse. Se abalanzó hacia el cabrón para golpearlo, pero McCollum se recuperó y se impulsó hacia delante. Aterrizaron los dos sobre una mesa y cayeron rodando por el otro lado. Malone oyó que su oponente se quedaba sin respiración y le hundió una rodilla en el estómago.

Acto seguido se puso en pie y levantó a McCollum del suelo, esperando que estuviera sin aliento. Pero éste empezó a darle puñetazos a Malone en el pecho y el rostro.

La habitación apareció y desapareció, y él se sacudió el dolor del cerebro.

Dio media vuelta y vio una navaja en la mano del otro.

La misma navaja de Lisboa.

Se preparó.

Pero no tuvo ocasión de hacer nada. Sonó un disparo.

McCollum pareció sorprendido y, a continuación, la sangre brotó de un orificio en su costado derecho. Otro tiro y sus brazos se alzaron y él se tambaleó hacia atrás. Un tercero y un cuarto, y el cuerpo se inclinó hacia delante, los ojos se le revolvieron, la sangre salió de su boca con cada espiración, y McCollum cayó de bruces en el suelo.

Malone se volvió, y Pam bajó el arma.

– Ya era hora -dijo él.

Pero ella no contestó. Tenía los ojos desorbitados, fijos en lo que había hecho. Malone se acercó y le bajó el brazo. Ella clavó en él una mirada vacía.

De las sombras de la puerta surgieron unas siluetas.

Nueve hombres y mujeres se aproximaron sin hacer ruido.

Entre ellos estaban Adán y Sombrero de Paja. Eva lloraba cuando se arrodilló junto a Haddad.

Los otros se arrodillaron con ella.

Pam permanecía inmóvil, observando.

Igual que él.

Al cabo se vio obligado a interrumpir el doloroso silencio.

– Supongo que tendrán un equipo de comunicaciones, ¿no?

Adán levantó la cabeza y asintió.

– Necesito usarlo.

86

Viena

Thorvaldsen volvía a hallarse en la biblioteca del château con Gary, pero esta vez Hermann y el vicepresidente sabían que estaba allí. Se encontraban solos, con la puerta cerrada, los de seguridad al otro lado.

– Estaban aquí la otra noche -comentó el vicepresidente, visiblemente nervioso-. Tenían que estarlo, en alguna parte. -Señaló las estanterías superiores-. Este maldito sitio es como una sala de conciertos. Llamó al fiscal general y se lo contó todo.

– ¿Supone eso un problema? -preguntó Hermann.

– Gracias a Dios, no. Brent será mi vicepresidente cuando pase todo esto. Se ha estado ocupando de todo en Washington mientras yo no estaba, así que al menos la cosa allí está controlada.

– Éste se llevó a mi hija ayer -contó Hermann, señalando a Thorvaldsen-. Lo hizo antes de oír nada la pasada noche.

La agitación del vicepresidente aumentó más aún.

– Lo cual plantea un montón de preguntas. Alfred, no cuestioné lo que querías hacer. Querías la Conexión Alejandría y la conseguiste. Fui yo quien se encargó de ello. No sé lo que hiciste con esa información ni quiero saberlo, pero es evidente que se ha convertido en un problema.

Hermann se frotaba la sien.

– Henrik, pagarás caro haberme golpeado. Nadie lo había hecho nunca.

El danés no estaba impresionado.

– Puede que ya fuera hora.

– Y tú, jovencito…

A Thorvaldsen se le hizo un nudo en la garganta. No pretendía poner en peligro a Gary.

– Alfred -terció el vicepresidente-, todo está en marcha. Vas a tener que ocuparte de esta situación.

El sudor perló la frente de Thorvaldsen al comprender el significado de esas palabras.

– Estos dos no dirán una sola palabra de lo que saben.

– ¿Matarías al chico? -inquirió Thorvaldsen.

– ¿Matarías tú a mi hija? Pues entonces, sí, lo mataría. -El anciano resoplaba, y sus ojos reflejaban la ira que sentía.

– No estás acostumbrado a esto, ¿eh, Alfred?

– Hostigarme no te servirá de nada.

Sin embargo, eso le estaba dando tiempo a Thorvaldsen, y ésa era la única jugada que se le ocurría. Se encaró con el vicepresidente.

– Brent Green era un buen hombre. ¿Qué le ha pasado?

– No soy su sacerdote, así que no lo sé. Supongo que vio las ventajas de asumir mi cargo. Estados Unidos necesita un liderazgo fuerte, gente que no tenga miedo de hacer uso del poder. Brent es así. Yo soy así.

– ¿Qué hay de los hombres con carácter?

– Ése es un término relativo. Yo prefiero verlo como que Estados Unidos se alía con la comunidad financiera mundial para conseguir metas de índole mutuamente beneficiosa.

– Es usted un asesino -espetó Gary.

Llamaron suavemente a la puerta, y Hermann fue a abrir. Uno de los hombres de seguridad del vicepresidente le dijo algo al oído al austríaco. Éste puso cara de extrañeza, asintió, y el de seguridad se marchó.

– El presidente está al teléfono -anunció Hermann.

La sorpresa inundó el rostro del vicepresidente.

– ¿Qué demonios…?

– El servicio secreto te ha seguido la pista hasta aquí. Tu equipo de seguridad informó de que estabas aquí conmigo y otras dos personas, una de ellas un chico. El presidente quiere hablar con todos nosotros.

Thorvaldsen se dio cuenta de que no tendrían elección: era evidente que el presidente sabía muchas cosas.

– También quería saber si yo tenía un manos libres -añadió Hermann mientras se dirigía al escritorio y presionaba dos botones.

– Buenos días, señor presidente -saludó el anfitrión.

– No creo que usted y yo nos conozcamos. Soy el presidente Danny Daniels y le hablo desde Washington.

– No, señor, así es. Encantado.

– ¿Está ahí mi vicepresidente?

– Aquí estoy, señor presidente.

– Y Thorvaldsen, ¿está usted ahí? ¿Con el hijo de Malone?

– El muchacho está conmigo -respondió Thorvaldsen.

– En primer lugar tengo una trágica noticia. Yo aún me estoy recuperando de ella. Brent Green ha muerto.

Thorvaldsen captó el instante de conmoción en el rostro del vicepresidente. Incluso Hermann se estremeció.

– Suicidio -puntualizó Daniels-. Se pegó un tiro en la cabeza. Me lo acaban de notificar hace unos minutos. Terrible. Estamos elaborando un comunicado de prensa en este mismo instante, antes de que estalle la historia.

– ¿Cómo ha ocurrido? -inquirió el vicepresidente.

– No lo sé, pero el hecho es que es así y él ya no está. También ha muerto Larry Daley. Un coche bomba. No tenemos idea de quiénes son los culpables.

Más consternación afloró al rostro del vicepresidente, y sus hombros parecieron hundirse un tanto.

– La situación es ésta -prosiguió el presidente-: dadas las circunstancias, no podré viajar a Afganistán la semana que viene. El país me necesita aquí y yo necesito que el vicepresidente ocupe mi lugar.

El aludido guardó silencio.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó Daniels, alzando la voz.

– Sí, señor -respondió el vicepresidente-. Estoy aquí.

– Excelente. Vuelva zumbando hoy mismo y prepárese para salir la próxima semana. Naturalmente, si no quiere efectuar ese viaje para ver a las tropas puede presentar su dimisión. Usted decide. Pero lo cierto es que yo preferiría que emprendiera el viaje.

– ¿Qué quiere decir?

– Ésta línea no es segura, así que dudo que quiera que diga lo que realmente pienso. Deje que le cuente un cuento, uno que solía contarme mi padre. Había una vez un pájaro que volaba al sur para pasar el invierno, pero quedó atrapado en una tormenta de hielo y cayó al suelo. Se congeló, pero por allí pasó una vaca que le cagó encima. La caca caliente lo descongeló, se alegro tanto que se puso a cantar. Un gato se acercó a ver qué era aquel alboroto, preguntó si podía ayudar, vio que era comida y se zampó al pájaro. Ésta es la moraleja de la historia: no todo el que te caga encima es tu enemigo; no todo el que acude en tu ayuda es tu amigo. Y si estás calientito y feliz, aunque sea en un montón de mierda, mantén el pico cerrado. ¿Me explico?