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– Perdón, señoría -replicó Wild-, pero no puedo contestar lo que él desea. He jurado decir la verdad, y lo haré.

Aquello era ridículo. Wild sentía tanto apego por los juramentos como un francés por las sábanas limpias. Y sin embargo, allí estaba, incurriendo en la ira del abogado de la acusación y del juez en lugar de decir pestes de mí. Wild, que pasaba mucho más tiempo en los juzgados que yo, conocía el temperamento de Rowley. Sin duda sabía que el juez era un hombre que se conducía con mayor gravedad de la que le correspondía y que no dejaría pasar a la ligera un insulto a su autoridad. Al defenderme como lo hizo, Wild se exponía a perjudicarse seriamente a sí mismo y a los de su oficio, pues en lo sucesivo se expondría a la hostilidad de Rowley en futuros juicios. Dado que el perjurio era una de sus más importantes fuentes de ingresos, tener a un juez por enemigo podía hacerle la vida muy difícil.

Antsy no comprendía la situación mucho mejor que yo. Se limpió la lluvia del rostro.

– Dada su negativa a contar la verdad, no tengo más preguntas para este testigo -dijo el viejo abogado-. Podéis iros, señor Wild.

Yo me levanté.

– Disculpad, señoría, pero no he tenido ocasión de preguntar al testigo.

– No hay más preguntas para este testigo. -Rowley dio un golpe con el mazo.

Wild bajó e hizo un guiño en mi dirección. Yo le respondí con expresión perpleja.

Mi bella admiradora del pelo de color panocha lloró contra la manga de su abrigo; no era la única que estaba consternada. Los espectadores enseguida contestaron con silbidos y pitidos, y unos cuantos corazones de manzana volaron hacia nosotros. Yo no era una figura tan popular entre la chusma como para que no toleraran que se me insultara, pero sabían reconocer una injusticia y en aquella ciudad la gente no se callaba cuando veía que la ley abusaba de alguien. No en aquellos tiempos, cuando había poco trabajo y el pan era un bien tan preciado. Sin embargo, Rowley tenía años de experiencia con aquellos estallidos; golpeó su mazo una vez más, con tanta autoridad que hizo caer un velo de silencio.

Yo no me calmé tan fácilmente. En nuestro sistema legal, un acusado no tiene abogado porque se supone que es el juez quien le defiende. Sin embargo, la mayoría de las veces el acusado se encuentra con un juez desagradable y no cuenta con ninguna protección. Yo jamás había tenido motivos para lamentar las iniquidades del sistema, pues estaba acostumbrado a desear que condenaran a otros para poder cobrar las recompensas… y asegurarme de que se hacía justicia, desde luego. Pero en aquella ocasión descubrí que no podía llamar a mis propios testigos, ni preguntar lo que quería, ni defenderme adecuadamente. El juez Piers Rowley, un hombre a quien solo conocía de lejos, parecía decidido a acabar conmigo.

A continuación Antsy llamó a Spirit Spicer, un tipo de quien jamás había oído hablar… ¿Cómo hubiera podido olvidar un nombre que significa «espíritu del vino»? Era joven, un simple trabajador, y se notaba que procedía de las clases bajas. Spicer se había vestido con sus mejores galas, pero su camisa estaba rota por varios sitios y sus pantalones tenían manchas que a un hombre de mejor posición le habrían abochornado, como poco. Se había cortado el pelo para el juicio, utilizando, sospecho, una hoja roma; parecía que se había pillado la cabeza en un molino de grano.

Durante un interrogatorio innecesariamente largo (sin duda para recuperar su sentido del orden después del desafortunado incidente con Wild), Antsy reveló que Spicer estaba en los muelles de Wapping el día de la muerte de Yate y que decía haber visto el crimen y al criminal.

– Vi a ese hombre de ahí -dijo Spicer señalándome-. Él mató a ese tipo, a Yate. Él le pegó. Y luego le mató. A golpes.

– ¿Estáis seguro? -preguntó Antsy con voz triunfal. Su testigo estaba diciendo lo que él quería. La lluvia había aflojado un poco. El mundo era maravilloso.

– No he estado tan seguro de nada en mi vida -afirmó Spicer-. Weaver lo hizo. De eso estoy seguro. Estaba muy cerca y lo vi todo, y lo oí. Oí lo que Weaver dijo antes de hacerlo. Oí sus palabras malvadas, sí señor.

El viejo abogado pestañeó, visiblemente confuso, pero siguió de todos modos.

– ¿Y qué dijo el señor Weaver?

– Dijo: «Esto es lo que le pasa a quien hace enfadar al hombre al que llaman Johnson». Eso dijo. Más claro que el agua. Johnson. Ese es el nombre que dijo.

Yo no tenía ni idea de quién podía ser el tal Johnson, y me parece que Antsy tampoco. El hombre abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor y se dio la vuelta. Dijo que no tenía más preguntas y tomó asiento.

– Johnson -repitió Spicer.

El juez Rowley se volvió hacia mí.

– Señor Weaver, ¿deseáis hacerle alguna pregunta al testigo?

– Me complace saber que el señor Spicer está en la lista de testigos a los que puedo interrogar -dije. Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca, pero provocaron risas en la tribuna y eso me reconfortó un tanto. Rowley se había mostrado abiertamente contrario a mí, pero yo seguía siendo tan tonto que creía que su postura cambiaría. Durante la semana que había pasado en prisión, no había tenido ocasión de indagar mucho sobre la muerte de Yate, pero había mandado a mi buen amigo Elias Gordon a preguntar en mi nombre y estaba plenamente convencido de que lo que habíamos descubierto pronto terminaría con aquella farsa.

Eché un vistazo a la parte de la tribuna donde se sentaba Elias y él me hizo un gesto entusiasta con la cabeza; su delgado rostro estaba encendido por la complacencia. Era el momento de asestar un golpe fatal a aquel insulto a la justicia.

Me levanté de mi asiento, me sacudí el hielo del abrigo y me acerqué al testigo.

– Decidme, señor Spicer, ¿habéis visto alguna vez a un hombre llamado Arthur Groston?

Yo esperaba que Spirit Spicer se sonrojara, se quedara en blanco o temblara. Tal vez se cerraría en banda y negaría conocer a Groston, en cuyo caso yo tendría que acosarle hasta que confesara. Pero, si había que guiarse por su rostro, Spicer ni pensó en resistirse ni sintió el menor asomo de vergüenza. A juzgar por su sonrisa fácil y espontánea, se hubiera dicho que lo único que quería era complacer a quien tuviera la amabilidad de hacerle alguna pregunta.

– Vaya, pues sí. Lo he visto más de una vez.

La prontitud de su respuesta me desorientó, pero insistí.

– Y, en el tiempo que hace que conocéis al señor Groston, ¿os ha ofrecido alguna vez dinero para que le hagáis algún servicio?

– Sí, lo ha hecho. El señor Groston es muy generoso, sí, y siempre intenta cuidarme, porque su primo es amigo de mi madre, señor. Cree que hay que cuidar de la familia, que por eso me echó una mano.

Sonreí a aquel tipo. Allí todos éramos amigos.

– ¿Cómo describiríais los servicios que el señor Groston os pidió?

– Lo describiría como generoso y amable -dijo Spicer. En ese momento la chusma rió y Spicer esbozó una amplia sonrisa, imaginándose como la querida de la chusma y no como su payaso.

– Dejad que lo pregunte de otra forma -dije yo.

Antsy se levantó lentamente.

– Señoría, el señor Weaver está haciendo perder el tiempo al jurado con este testimonio. Solicito que lo rechacéis.

Por un momento, Rowley consideró la petición de Antsy y creo sinceramente que hubiera cedido, pero la multitud, intuyendo favoritismo, se puso a silbar. Al principio eran silbidos dispersos, pero fueron en aumento; el Tribunal Supremo sonaba como una sala llena de serpientes. Esta vez no hubo manzanas volando; quizá esto fue lo que inquietó al juez. Era como una tormenta que aún no ha estallado. No queriendo arriesgarse a provocar disturbios, Rowley me permitió continuar, pero me advirtió que fuera menos prolijo, pues había otros hombres que esperaban juicio aquel día.