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Al poco, otro hombre, vestido con levita negra y lazada blanca -el estilo de los curas-, entró en la cocina, algo vacilante, como si asomara la nariz a una habitación en una casa donde es un invitado. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, sonrió afectadamente.

– Benjamin -exclamó cordialmente, aunque nunca nos habíamos visto-. Pasad, pasad. Me alegra que hayáis podido venir como os pedí, y con tan poco tiempo. -Era un hombre alto, con tendencia a la gordura, incluso gordo, y su rostro hundido parecía una media luna. Llevaba una peluca con cola, nueva y cuidadosamente empolvada.

Reconozco que me molestó un poco que me llamara por mi nombre. No conocía a aquel hombre de nada, y no esperaba que se tomara esas libertades conmigo. Sospechaba que, de haberlo llamado yo a él Christopher, o incluso Kit, no se lo habría tomado a bien.

Me indicó que tomara asiento.

– Vamos, sentaos. Sentaos. ¡Oh, qué modales los míos! Benjamin, este individuo es John Littleton. Pertenece a mi parroquia, y se ha beneficiado de la generosidad de la Iglesia. Pero lo importante es que conoce la parroquia y a los hombres que la componen. Me ha sido muy útil en estos últimos días, y he pensado que podría seros útil también.

Yo me volví para ofrecerle mi mano en señal de amistad a aquel «individuo», como había dicho el cura.

El hombre la aceptó con entusiasmo, aliviado tal vez al ver que yo era algo más abierto que nuestro anfitrión.

– ¿Cómo estáis? -dijo alegremente-. Benjamin Weaver, que me aspen si no os he visto pelear. Y más de una vez. Os he visto darle a base de bien a ese irlandés, Fergus Doyle, y cuando dejasteis frío a aquel francés, aunque no me acuerdo del nombre. Pero la mejor pelea que he visto fue la vez que peleasteis con Elizabeth Stokes. Esa sí que sabía pegar. Ya no hacen mujeres como esa, no señor.

Me senté junto al señor Littleton.

– La triste realidad es que el arte del pugilismo pasa por malos momentos entre las damas. Ahora es un deporte de mujeres y las obligan a sujetar monedas en el puño mientras pelean para que no se arranquen los ojos. La primera que abre el puño lo bastante para que se le caigan las monedas pierde -comenté.

– Mala cosa. Esa Elizabeth Stokes sabía dar puñetazos. -Se volvió hacia el señor Ufford-. Una tipa increíble, era… agresiva como una rata sin patas y rápida como un italiano untado de aceite. Pensaba que iba a dejarle hecho caldo, aquí al señor Weaver.

– Me pegó a base de bien -dije yo alegremente-. Es lo que no me gustaba cuando tenía que luchar con una dama. Si perdía, era una humillación, y si ganaba, no había gloria porque lo que había hecho era pegar a una mujer. Hubiera debido rechazar el combate, pero esas peleas solían dejar una generosa recaudación. Los que las organizaban no podían imaginar nada más lucrativo, y nosotros los luchadores tampoco.

– A mí lo que me gustaría es que obligaran a las mujeres a ir desnudas de cintura para arriba, como los hombres. Eso sí que estaría bien, con los melones saltando arriba y abajo. Perdonad, señor Ufford.

La piel rosada de Ufford se sonrojó.

– Bueno -dijo, frotándose las manos como si estuviera preparándose para trasladar un montón de leña-, ¿qué les parecería un refrigerio antes de que entremos en materia? ¿Qué decís, señor Weaver? ¿Puedo ofreceros una cerveza negra? Es la que prefieren los hombres que trabajan.

– Últimamente no me he dedicado tanto a mi profesión como debiera -le dije-, pero me gustaría tomarme una cerveza de todos modos. -El caso es que la cabeza me dolía bastante por el vino que había bebido la noche anterior y, aparte de un tazón de leche con sasafrás, una cerveza era lo más indicado.

– Pensaba que no lo iba a decir nunca -me dijo Littleton por lo bajo, como si me contara un secreto-. Casi me muero de sed mientras le esperábamos.

Ufford hizo sonar la campanilla, y la sirvienta de los brazos macizos entró. No tendría más de dieciséis años, estaba algo encorvada, y de su rostro solo puedo decir que la naturaleza no se había mostrado muy generosa con ella. Pero parecía una moza alegre, y nos sonrió amablemente a todos. Escuchó las instrucciones del señor Ufford y enseguida volvió con unas jarras de peltre llenas de una cerveza casi sin espuma.

– Bien -dijo el señor Ufford, sentándose con nosotros a la mesa. Nos mostró una bonita cajita de rapé de barba de ballena-. ¿Deseáis un poco?

Littleton negó con la cabeza.

– Prefiero mi pipa. -Y dicho esto sacó el mencionado artilugio y lo llenó con el tabaco que llevaba en una pequeña bolsa de cuero.

– Me temo que debo pediros que os abstengáis en mi presencia -dijo Ufford-. No soporto el olor del tabaco. Es dañino y podría provocar un incendio.

– ¿Ah, sí? -preguntó Littleton-. Entonces lo guardo.

Quizá para demostrar su superioridad, Ufford tomó su rapé de forma muy exagerada. Cogió un pellizco entre el índice y el pulgar y procedió a aspirarlo con furia por cada fosa de la nariz. Luego se dio unos toquecitos en la nariz y estornudó tres o cuatro veces. Finalmente, dejó la cajita a un lado y nos sonrió, como si quisiera demostrar que no le quedaba ni una mota de rapé en la cara.

Personalmente, el ritual de tomar rapé siempre me había parecido extremadamente tedioso. Los hombres hacían un gran espectáculo para demostrar quién aspiraba con más fuerza, quién estornudaba más limpiamente y quién tenía la nariz mejor formada. Sin duda Ufford había hecho una bonita demostración, pero descubrió que no éramos el público más indicado para apreciar su arte.

Carraspeó con nerviosismo y luego cogió una copa de vino, con el pie de reluciente plata.

– Imagino que tendréis curiosidad por saber la tarea que deseo encomendaros, ¿me equivoco?

– Estoy impaciente por escucharos, ciertamente -dije tratando de demostrar seguridad. Pero llevaba meses eludiendo mis responsabilidades, y las ruedas de mis mecanismos de cazar ladrones necesitaban engrasarse.

Eché un vistazo al señor Littleton. El hombre solo tenía ojos para su jarra de cerveza, que se vaciaba por momentos, así que pude estudiarlo con libertad. Tenía la sensación de que lo conocía de algún encuentro anterior, pero no acababa de situarlo, y esto me inquietaba grandemente.

– Me temo que estoy en una situación delicada, señor -empezó a explicar Ufford-. Una situación muy delicada que no puedo resolver sin ayuda, y no una ayuda cualquiera, como enseguida comprenderéis. He dado muchos sermones en mi iglesia… Oh, lo olvidaba, al ser judío quizá no estéis familiarizado con los procedimientos de una iglesia. Veréis, durante nuestras ceremonias, es habitual que el cura dé una larga charla… bueno, no demasiado larga, espero… y en esta charla habla de cuestiones morales o religiosas que considera relevantes para su congregación.

– Señor Ufford, estoy familiarizado con el concepto de sermón.

– Por supuesto, por supuesto -dijo él; pareció desilusionarle no poder seguir con su definición-. Sabía que lo estaríais. Bien, como decía, en los últimos meses, me he acostumbrado a dar sermones sobre un tema muy querido por mí, y muy apreciado por mis parroquianos, pues mayoritariamente son trabajadores de la escala más baja entre los hombres que trabajan. Hombres que viven de lo que ganan cada día y a quienes perder la paga de unos pocos días o contraer una enfermedad que exija pagar a un médico podría acarrear la ruina más completa. He hecho mía su causa, señor, y he hablado en su nombre. He hablado, digo, por los derechos de los hombres trabajadores de la ciudad, para que tengan un salario decente y puedan mantener a sus familias. He hablado en contra de la crueldad de quienes los obligan a vivir en una pobreza tan absoluta que el atractivo de ganar dinero rápido cometiendo horribles delitos, el pecado de la prostitución y el olvido que les proporciona la ginebra conspiran para perderlos en cuerpo y alma, sí, en cuerpo y alma. He hablado en contra de estas cosas.