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Littleton, que había estado muy ocupado mirando el fondo de su jarra de cerveza, levantó la vista.

– No somos jovencitos -dijo.

– ¿Disculpad?

– Digo que no somos jovencitos. Usted no es mucho mayor que Weaver, y yo soy lo bastante viejo como para ser su padre, porque me inicié en estas lides siendo muy joven. Vaya que sí. No somos jovencitos, ¿no?

Ufford contestó con una parca sonrisa, tan condescendiente que fue mucho más cruel que un reproche directo.

– Por supuesto, John, tenéis toda la razón. -Y dicho esto se levantó y nos dejó solos.

En el transcurso de la conversación, había recordado de qué conocía el nombre de Littleton. Menos de diez años atrás, se había labrado, involuntariamente, cierta fama de agitador entre los trabajadores de los astilleros de Deptford. El descalabro provocado por su grupo de trabajadores dio pie a no pocos artículos en los periódicos.

Los trabajadores de los astilleros tenían por costumbre llevarse los fragmentos de madera que sobraban de su trabajo de serrar, fragmentos que ellos llamaban «astillas» y que después vendían o trocaban. El valor de las astillas tenía no poca importancia en sus salarios. Cuando Littleton trabajaba en los astilleros, la autoridad portuaria había llegado a la conclusión de que muchos hombres cogían piezas enteras de madera, las dividían en pequeños fragmentos y luego se las llevaban… lo cual le costaba al puerto una considerable fortuna cada año. La orden se dio inmediatamente: los trabajadores no podrían seguir llevándose las astillas, pero no se les ofreció ningún aumento de sueldo como compensación. Con aquella medida, pensada para reducir el fraude, la autoridad portuaria redujo drásticamente los ingresos de sus trabajadores y se ahorró una importante cantidad de dinero.

John Littleton fue uno de los que protestó más enérgicamente. Formó un grupo de trabajadores y declararon que si ellos no tenían sus astillas, los astilleros no tendrían trabajadores. En un gesto desafiante, cargaron con su botín como habían venido haciendo, se lo echaron a la espalda y salieron entre una multitud que los abucheó y les dijo cosas muy feas. Esa es la razón por la que, incluso después de tantos años, cuando un trabajador actúa de forma descarada con sus superiores, en Inglaterra decimos que «lleva una astilla al hombro».

Al día siguiente, cuando Littleton y sus amigos trataron de salir con el botín se encontraron con mucho más que un montón de oportunistas malhablados. Sí señor, lo que encontraron fue un grupo de rufianes pagados por la autoridad portuaria para hacer que aquel desafío les resultara poco rentable. Les golpearon y les quitaron sus astillas para venderlas ellos mismos. Todos los afectados escaparon con apenas unos moretones y algunos golpes en la cabeza…, todos salvo John Littleton, a quien arrastraron de vuelta a los astilleros, lo golpearon sin piedad y, tras atarlo a un montón de madera, lo dejaron a su suerte durante casi una semana. De no ser porque llovió antes de que lo encontraran, hubiera muerto de sed.

Este incidente fue recibido con gran indignación general, pero no tuvo ninguna consecuencia para los atacantes de Littleton… ninguna consecuencia salvo que terminó con la rebelión contra la autoridad portuaria y con la carrera de Littleton como agitador entre los trabajadores.

Littleton llamó a la moza para que volviera a llenarle la jarra y la apuró de un par de tragos.

– Ahora que se ha ido, os diré lo que tenéis que saber, y cuanto antes encontréis al tipo y consigáis vuestras cinco libras, más generoso seréis con vuestro amigo John Littleton. Con un poco de suerte, podríais tener el asunto zanjado mañana, y luego podéis reposar cómodamente como una comadre cuando le curan a su hombre la viruela.

– Decidme qué sabéis.

– Para empezar, debéis comprender que esta no es la parroquia de Ufford. Su iglesia es la de San Juan Bautista, en Wapping. No vive allí porque no le interesa vivir en un tugurio que huele el doble de bien que un pozo de mierda. Tiene un coadjutor que le paga unos chelines cada semana para hacer casi todo su trabajo y que anda siempre como un esclavo haciendo lo que Ufford le dice. Hasta hace poco le hacía también el sermón del domingo, pero entonces a Ufford le dio por defender a los pobres, como nos llama, y por eso aceptó más tareas.

– ¿Y eso cómo puede ayudarme a encontrar al hombre que escribió la carta? -pregunté.

– Bueno, el caso es que hay bastante descontento entre los estibadores. -Y con gesto orgulloso se dio unos toques en su insignia-. Están quitando antiguos privilegios pero no dan nada a cambio. A los que se guardan un poco de tabaco en los pantalones o se meten unas pocas hojas de té en los bolsillos los están deportando, y dicen que tienen suerte de que no los manden a la horca. Y aunque ahora no pueden seguir birlando cosas, no les dan nada a cambio. Así que están enfadados, todos, enfadados como un perro con una vela encendida en el culo.

– ¿Una vela encendida, decís?

Él sonrió.

– Chorreando cera.

Entendía perfectamente que a Littleton poco podía importarle aquella situación, pues debía de recordarle lo que le sucedió a él en los astilleros. Tal era la naturaleza del trabajo en todas las islas. Las compensaciones que se daban tradicionalmente, como bienes o material, se negaban a los trabajadores y no se les ofrecía nada a cambio. Lo que me sorprendía era que, teniendo en cuenta lo que había sufrido en el pasado por defender los derechos de los trabajadores, Littleton se dejara arrastrar al círculo de Ufford. Aunque sabía bien que cuando un hombre tiene hambre, con frecuencia se olvida de sus miedos.

Sin embargo, la historia que Littleton acababa de contarme no tenía sentido.

– Si el señor Ufford quiere ayudar a los trabajadores, ¿por qué iban a estar furiosos con él?

– Esa es la cosa, ¿verdad? Antes los estibadores conseguíamos trabajo cuando podíamos, pero entonces ese pez gordo del tabaco (Dennis Dogmill se llama) lo fastidió todo. Dijo que teníamos que reunirnos y presentarnos todos juntos para que pudiera contratar a un grupo y no tener que andar eligiendo a los hombres uno por uno. Así que se formaron grupos y los grupos se convirtieron en bandas, y entre ellas se odian más que a Dogmill, que me parece que es lo que quería desde el principio. ¿Lo conocéis a Dogmill?

– Me temo que no.

– Ah, no os preocupéis, no hay que tener miedo si no se lo conoce. El problema es cuando lo conoces. Es el hijo del hombre del tabaco más importante en la isla, pero él no es como su padre. Se ponga como se ponga, no vende como vendía antes su familia, y eso le pone muy furioso. Una vez le vi pegar a un estibador casi hasta matarlo porque decía que no trabajaba bastante. Todos nos quedamos allí, mirando, sin atrevernos a hacer nada, aunque éramos muchos, pero eso no importaba. Si das un paso, pierdes tu insignia. Si tienes familia, adiós comida. Y había algo más. Me dio la sensación (es difícil decirlo, pero es así) de que veinte de nosotros no hubiéramos sido bastantes para reducirlo. Es un tipo corpulento y fuerte, pero no es por eso. No, lo que pasa es que está rabioso, no sé si me comprendéis. Y esa rabia que tiene es muy mala.

– ¿Y él está detrás de las bandas? -pregunté.

– No directamente, pero sabía muy bien lo que hacía cuando nos dividió. Ahora hay un montón de bandas, y nunca nos reunimos. Bueno, las más numerosas son las de Walter Yate y Billy Greenbill; le llaman Greenbill Billy porque sus labios parecen un pico verde.

– ¿No es por el nombre?

Littleton se quitó el sombrero y se rascó su cabeza casi calva.

– Claro, también. Pero el caso es que Greenbill Billy es un tipo desagradable; dicen que prefiere ver muertos a los que quieren dirigir a los trabajadores, y incluso a los trabajadores, que rendir cuentas a otro… que no sea Dogmill, claro. Me parece que no le gustaría que Ufford meta la jeta en el asunto, porque en su opinión no es asunto suyo, y no tiene ninguna razón para meter las narices en las cosas de los estibadores. El cura quiere que las bandas formen una gran asociación de trabajadores para que se enfrenten a Dogmill, y si eso pasa, Greenbill Billy dejará de ser el estibador más poderoso de los muelles y será solo uno más en el montón de mierda.