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22.54 h

– Tiene que haber algún tipo de código de entrada -dijo Marten, probando una combinación de teclas numéricas y alfabéticas y luego otra.

Finalmente intentó adivinar alguna pauta lógica usando un grupo de nueve teclas con símbolos dibujados que había en la parte inferior del aparato. Siguió sin ocurrir nada.

– Tenemos que volver a bajar por el túnel -dijo el presidente-. ¡Esto no funcionará!

– ¿Hacia dónde?

– Foxx era militar. No habría construido algo sin prever una manera de escapar si las cosas se torcían. En algún lugar del recorrido tiene que haber una salida de emergencia, probablemente varias.

– No hemos visto nada.

– Pues nos la hemos pasado de largo, señor Marten. Sin más.

22.57 h

El presidente y Marten rodearon la larga curva del túnel, retrocediendo por donde habían venido. Cada uno escrutaba el techo y la pared de su lado en busca de una zona de la capa de cemento que pudiera haber sido cortada y remozada de nuevo.

Entonces Marten lo vio, tal vez a setecientos metros en la profundidad del túnel. El más breve destello cuando la luz de emergencia hizo brillar el metal.

– ¡Vienen hacia aquí!

Los dos hombres se quedaron congelados, mirando túnel abajo delante de ellos. Una décima de segundo más tarde oyeron a lo lejos el sonido de unos hombres que corrían en dirección a ellos.

– ¡Las ventilaciones! -dijo el presidente, de pronto-. ¡Por donde hemos bajado! ¡Nos llevarán otra vez al otro túnel!

22.58 h

Alcanzaron la curva del túnel y la doblaron a la carrera, tratando de evitar la línea de visión y al mismo tiempo buscando las vías de ventilación por las junturas del techo y las paredes.

– No las veo -dijo Marten.

– Tienen que estar por aquí. Las hemos visto a lo largo de… -Las palabras del presidente quedaron cortadas por un fuerte golpe, como si el techo se hubiera roto justo delante de ellos. Una décima de segundo más tarde se oyó un grito agudo y el cuerpo de un muchacho cayó por la obertura y aterrizó en el suelo, a menos de siete metros de ellos.

– ¿Qué coño es…? -gritó Marten.

22.59 h

Cuando lo alcanzaron, Héctor estaba tratando de levantarse.

– No parece policía -dijo Marten, y miró hacia atrás.

– ¡Tampoco es americano! -dijo el presidente, mientras miraba al agujero oscuro que se había abierto en el techo del túnel por la caída de Héctor-. ¡Si ha bajado es que hay una subida!

– ¡Primos! -La cara emocionada de Miguel apareció de pronto por el mismo agujero.

– ¡Miguel! -El presidente no se lo podía creer.

– Miguel -intervino Marten-, ¡hay cincuenta tipos pisándonos los talones!

– Dile a Héctor que los suba -ladró una segunda voz por el agujero, y luego Hap Daniels apareció en escena. No miraba a Marten ni al presidente; miraba a Miguel-. ¡Ahora, maldita sea! ¡Rápido!

23.00 h

El presidente subió el primero, luego Marten, luego Héctor.

23.01 h

Oían a los hombres acercándose.

– ¡Verán el agujero! -soltó Miguel.

– Saben que estamos por algún rincón de aquí -dijo el presidente-. Tuvimos que quemar la camiseta de Marten para alumbrarnos el camino, y la habrán encontrado.

– ¿Dónde? -dijo Hap.

– En el túnel de arriba.

De pronto Hap le dio al presidente su linterna.

– Usted y Marten, suban por la chimenea, y rápido. Es empinada y está llena de tramos estrechos, pero podrán hacerlo. Estamos detrás de ustedes.

El presidente vaciló.

– ¡Ahora! -ordenó Hap, y el presidente y Marten se pusieron a escalar.

Inmediatamente, Hap miró a Miguel.

– Vamos a tener que entregarles a los chicos.

– ¿Cómo?

– Armando y Héctor. Estaban explorando los túneles. Sus linternas se han quedado sin pilas. Estaban totalmente a oscuras, se han asustado y han decidido quemar la camiseta de Armando para iluminarse. Finalmente se ha apagado y se han vuelto a perder; habían perdido la linterna por algún sitio del túnel. Han empezado a dar vueltas, han encontrado este túnel y luego esta chimenea. La han abierto y han empezado a trepar. Si lo que buscan son dos hombres, aquí los tienen.

Miguel vaciló. Era una locura. Armando era su sobrino, no podía hacerlo.

– ¡Miguel, díselo ahora! Y diles que entretengan a quienes sean que los encuentren todo el tiempo que puedan. Que lloren, que supliquen, que griten de lo asustados que estaban. O que les digan que tienen miedo de sus madres cuando se enteren. Cualquier cosa. Necesitamos ese tiempo para alejar al presidente de aquí.

125

23.10 h

Demi cruzó la iglesia a oscuras. Con las cámaras colgadas del hombro, llevaba una sola vela para iluminarse el camino mientras pasaba de una lápida antigua a otra, mirando los nombres de familias grabados en ellas. Unas lápidas que, según le había contado Cristina, distinguían las distintas tumbas familiares que contenían los restos mortales de los muertos honrados.

Fuera, la tormenta estaba amainando. Rayos y truenos empezaban a perder intensidad a lo lejos, la lluvia se había convertido en poco más que una llovizna. Dentro, la iglesia estaba en silencio; las familias, los monjes, Cristina, Luciana y el reverendo Beck se habían retirado hacía mucho rato a sus habitaciones. Demi había hecho lo mismo, había vuelto a cambiarse otra vez a su ropa de calle y aguardó al momento oportuno en el que sintió que ya no era peligroso salir de su habitación y volver a inspeccionar la nave de la iglesia.

CORNACCHI, GUARNERI, BENICHI.

Leyó los nombres de las tumbas y siguió buscando.

RIZZO, CONTI, VALLONE.

Avanzó un poco más adelante.

MAZZETTI, GHINI.

– El nombre que buscas es Ferrara -le dijo una voz desde la oscuridad.

Demi se sobresaltó y levantó la vela para mirar a través de la penumbra.

– ¿Quién hay ahí?

Por unos instantes no vio a nadie y luego Luciana avanzó hacia la zona iluminada por la vela. A su lado había un monje encapuchado. Luciana ya no llevaba la túnica dorada de antes, sino una túnica negra similar a las de los monjes. También se había quitado las horribles uñas postizas, pero conservaba el maquillaje oscuro de los ojos, con aquellas rayas que bajaban como flechas desde los rabillos de los ojos hasta las orejas. El efecto del conjunto -la túnica negra, el maquillaje, su aparición repentina en la oscuridad de la iglesia y acompañada del monje solitario- era, como mínimo, inquietante.

– Ven -le dijo, haciéndole un gesto con la mano-, la tumba está allí.

Ferrara.

– Acerca más la vela y podrás leerlo con claridad.

Demi lo hizo.

– Dilo. Di el nombre -insistió Luciana.

– Ferrara -musitó Demi.

– El apellido de tu madre. El nombre de tu familia.

– ¿Cómo lo sabe? -dijo Demi, estupefacta ante aquella revelación.