– Es el motivo por el que estás aquí. Por el que te hiciste amiga del reverendo Beck y luego del doctor Foxx. Querías saber los secretos de Aldebarán. Por eso te reuniste con el desgraciado Giacomo Gela, quien te contó cosas de Aradia Minor.
Demi acercó la vela a Luciana y al monje.
– Quiero saber lo que le ocurrió a mi madre. -Debía tener miedo, pero no lo sentía. Ahora se trataba de descubrir la suerte que había corrido su madre y de nada más.
Luciana sonrió:
– Enséñaselo.
El monje tomó la vela de las manos de Demi, luego se arrodilló junto a la lápida y la levantó. Dentro había un baúl antiguo de bronce. En su tapa había grabadas veintisiete fechas, la primera 1637; la última, exactamente dieciocho años atrás. El año de la desaparición de su madre.
– Tu madre se llamaba Teresa -dijo Luciana.
– Sí.
– Abre la tapa -dijo Luciana, en voz baja.
El monje levantó la tapa del baúl y acercó la vela. Demi pudo ver hileras de urnas plateadas. Cada una estaba encajada en un cuadratín especial de bronce, cada uno con una fecha grabada.
– Las cenizas de los muertos honrados. Como el gran buey de esta noche. Como Cristina mañana.
– ¿Cristina? -Demi se quedó conmocionada.
– Esta noche los niños la han honrado como han honrado al buey. Está pletórica, como lo está su familia y como lo están los niños y los otros.
– ¿Qué me está diciendo? -Poco a poco, la actitud de desafío de Demi se iba atenuando.
En su lugar apareció el miedo.
– El ritual sirve para honrar a los que están a punto de emprender el gran viaje.
– ¿Éstos fueron honrados? -Demi volvió a mirar las urnas.
– Sí.
– ¿Mi madre?
– Sí.
– ¿Todas estas urnas son de mujeres de mi familia? -Demi no lograba comprender.
– Cuéntalas.
Demi lo hizo y luego levantó la vista:
– Hay veintiocho. Pero en la tapa sólo hay veintisiete fechas grabadas.
– Mira la fecha de la última urna.
– ¿Porqué?
Demi hizo lo que Luciana le ordenaba. Al hacerlo, el desconcierto invadió su rostro.
– Mañana.
– La fecha todavía no está grabada porque la urna todavía no contiene las cenizas. -Luciana dibujó lentamente una sonrisa mientras los ojos se le llenaban de una inmensa oscuridad-. Hay una mujer en tu familia que todavía no ha sido contada.
– ¿Quién?
– Tú.
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23.30 h
El asesor de Seguridad Nacional James Marshall estaba sentado ante una pequeña mesa plegable en la tienda del puesto de mando. Estaba solo, aislado para gozar de la privacidad que había pedido, y tenía el auricular conectado a una línea protegida.
Al otro lado de la misma línea estaban el vicepresidente, Hamilton Rogers; el jefe de personal del presidente Harris, Tom Curran; el secretario de Estado, David Chaplin; el secretario de Defensa, Terrence Langdon, y el jefe del Estado mayor y general de las Fuerzas Aéreas Chester Keaton, ahora a bordo de un jet rumbo a Madrid.
– Han atrapado a dos muchachos locales, supuestamente extraviados en los túneles. Sigue sin haber ni rastro del presidente ni de Marten. Ahora traen hacia aquí a los chicos para que los interroguemos. Nadie está del todo seguro de lo que está ocurriendo. -Marshall se dio la vuelta despreocupadamente y miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie de los equipos de comunicación de Bill Strait ni de la inspectora Díaz que pudiera escucharlo, y luego bajó la voz-. Debemos suponer lo mismo que hasta ahora: que los dos hombres están encerrados en los túneles fuera del laboratorio de Foxx, puesto que estaban en él cuando ha explotado y han muerto, o que me los traerán de inmediato si resulta que están vivos, y entonces los sedaremos y los mandaremos directamente a un avión de la CIA que está a la espera. Si no lo hacemos así, empezaremos a pensar como Jake Lowe, y eso no puede ser. No puede haber puntos flacos. Ninguno.
»Les recuerdo que aquí detrás hay una historia larga y potente, una historia con la que llevamos tiempo comprometidos y a la que hemos jurado fidelidad. No es la primera vez que su firmeza ha sido puesta a prueba, y no va a ser la última. Nuestra responsabilidad desde el principio ha sido asegurar el éxito de la operación que tenemos entre manos. Nada ha cambiado. ¿Estamos de acuerdo en esto, caballeros?
– Absolutamente, Jim -dijo el vicepresidente Rogers, con serenidad-. Si alguien no lo está, que lo diga ahora.
Un silencio unificado sirvió de respuesta.
– Bien -dijo el vicepresidente-. Chet, ¿tienes los detalles de Varsovia?
– Con exactitud a las 15:30 de mañana. -El general Keaton tenía el mismo tono de voz tranquilo y seguro que el vicepresidente.
– Bien. Gracias, doctor Marshall. Lo ha gestionado usted muy bien. Hasta mañana, caballeros. Buena suerte y que Dios nos acompañe.
127
23.42 h
El presidente, Marten, Hap y Miguel se apiñaron en un recodo oscuro de la chimenea, a diez metros de la confluencia con el túnel superior.
Antes se habían detenido tres veces a oscuras, conteniendo la respiración y con los corazones acelerados. La primera, cuando varios miembros de los equipos de rescate subieron por la chimenea desde abajo una vez capturados Armando y Héctor. Los oyeron hablar mientras subían, preguntándose si los chicos estaban solos como habían dicho y no había nadie más. Debieron de haber concluido que decían la verdad porque volvieron a salir a los pocos minutos antes de volver atrás. La segunda vez fue para descansar y dar a Marten y al presidente un poco de agua de la cantimplora de Miguel y dos barras de cereales del botiquín de la limusina. La tercera fue cuando oyeron a alguien que venía de arriba. Hap empujó al instante al presidente y a Marten hacia abajo y luego él y Miguel esperaron, rifles en mano, a quien fuera que estuviera descendiendo. Con la Sig Sauer levantada, Hap estaba a punto de identificarse cuando vio aparecer a José.
Había estado escuchándolos y bajó a ayudarlos cuando lo oyeron.
– Éstos son los americanos de los que te he hablado -le dijo Miguel, cuando se encontraron cara a cara. José los miró una décima de segundo y luego miró chimenea abajo y preguntó por Armando y Héctor.
– Nos están ayudando -le dijo Miguel en catalán.
– ¿Ayudando dónde?
– Están con la policía.
– ¿La policía?
– Sí -dijo Miguel-. Y ahora te toca a ti. Por favor, guíanos hasta arriba.
Diez minutos más tarde se estaban acercando a la superficie y Hap los detuvo de nuevo para pedirle a Miguel que mandara a José a verificar si el resto del túnel de arriba estaba despejado y si era seguro recorrer los cien metros que les quedaban por él para llegar a la chimenea que habían usado para bajar, la que ahora debían usar para salir. Eso había sido hacía tres minutos. De momento, José todavía no había vuelto.
Hasta que se detuvieron aquí, su conversación había sido a base de breves exclamaciones, la mayoría órdenes o advertencias. Todas ellas expresadas en poco más que susurros.
Mientras esperaban, Miguel se dio cuenta de que había algo de lo que debían ocuparse y pronto: el miedo de Hap de que el presidente sintiera recelo o no osara confiar en él. Era un tema que se había propuesto resolver él mismo.
De inmediato retrocedió un poco y se puso al lado del presidente.
– Primo -le dijo-. Hap es consciente de que, bajo las circunstancias, usted no tenía manera de saber en quién podía confiar. A él le ha sucedido lo mismo a medida que se ha ido enterando de cosas. Le ha sido muy difícil porque ni siquiera estaba seguro de poder confiar en sus hermanos del Servicio Secreto. Hasta le han disparado por ello.