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– Parece que hay algún problema, Héctor -le dijo la capitán tranquilamente-. Me has dicho que habíais subido a pie desde el río. En cambio, Armando parece recordar que lo habéis hecho en moto.

– Héctor -Bill Strait lo miraba directamente-. Sabemos que tú y Armando no erais los únicos que estabais allí abajo. -Hizo una pausa para dejar que Díaz lo tradujera.

– Sí que lo éramos -protestó Héctor-. ¿Quién más iba a estar?

– El presidente de Estados Unidos.

– No -dijo Héctor, con tono desafiante. No precisó traducción-. No.

– Héctor, escúchame con atención. Cuando encontremos al presidente sabremos que estás mintiendo e irás a la cárcel por mucho, mucho tiempo.

– No -insistió el chico-, estábamos solos. Armando y yo, nadie más. Pregúnteselo a sus hombres. Han buscado y no han encontrado a nadie.

De pronto, Héctor sintió una presencia y levantó la vista. Armando venía hacia él, acompañado de dos agentes del CNR Estaba totalmente pálido y tenía los ojos llenos de lágrimas. No había necesidad de más palabras; lo que había ocurrido estaba claro.

Se lo había contado.

130

00.18 h

La ascensión desde la chimenea de abajo hasta la galería principal había resultado relativamente fácil. El paso siguiente, el recorrido de cien metros por ella, se había desarrollado rápidamente y sin incidentes, aun en la oscuridad. Luego José había encontrado la obertura a la chimenea superior, por la que habían bajado él, Hap, Miguel, Armando y Héctor en lo que tenían la sensación de que eran días, hasta semanas antes.

Estaban en ella y trepando cuando de pronto Hap soltó un gruñido y se detuvo. Miguel lo apuntó con su linterna y pudieron ver que se había quedado totalmente pálido y que estaba sudando profusamente. Miguel le dio agua rápidamente e insistió en que se tomara otra gragea para el dolor, lo cual Hap hizo sin rechistar.

Ahora los cinco aguardaban sin moverse a que descansara un poco y la medicación le hiciera efecto. En otras circunstancias podían haberle dejado atrás y haber proseguido, con su consentimiento, pero ahora no podían hacerlo. Se había recorrido toda la estación de Port Cerdanya hacía escasas semanas para preparar la visita del presidente y conocía los detalles de su distribución como sólo podía hacerlo un hombre de su preparación y experiencia. Si tenían alguna esperanza de lograrlo, necesitaban a Hap. Lo que no sabían era si un pequeño descanso sería suficiente para que se recuperara.

00.23 h

– La pelota, presidente -dijo Marten, por la sencilla razón de que había estado pensando en ello-, ese macuto negro que se ve llevar siempre a un escolta militar adondequiera que vaya el presidente. Supongo que es cierto que lleva los códigos para disparar misiles nucleares.

– Sí.

– Perdone que se lo pregunte, pero, ¿dónde está, ahora?

– Supongo que lo tienen mis «amigos». No lo tenía fácil para llevármelo cuando me escapé.

– ¿Lo tienen sus amigos?

– Da absolutamente igual.

– ¿Qué demonios quiere decir?

– Que hay más de uno -intervino Hap, inesperadamente.

– ¿Cómo?

– El presidente lleva uno cuando sale de viaje. Hay otro guardado en la Casa Blanca, y un tercero está a la disposición del vicepresidente en caso de que el presidente quede inhabilitado. Como ahora.

– Quiere decir que, de todos modos, lo tienen.

– Sí. De todos modos, lo tienen… ¿Alguna pregunta más?

– De momento no.

– Estupendo. -Hap se levantó de pronto-. Sigamos antes de que lleguen más fuerzas de rescate.

00.32 h

Se detuvieron a unos cuatro metros de la salida de la chimenea y mandaron a José a inspeccionar como habían hecho antes.

00.36 h

José volvió a descender y habló con Miguel en catalán. Miguel escuchó y luego se volvió hacia los otros.

– Hay nubarrones y está lloviendo -tradujo con calma-. No ha oído nada ni ha visto ninguna luz. Cuando salgamos, lo seguimos de cerca sobre roca abierta. Muy pronto encontraremos un sendero empinado; sube durante un tramo corto, luego se mete otra vez por debajo de unos matorrales y sigue bajando por un terreno muy irregular durante menos de un kilómetro, hasta que acaba en un arroyo. Luego hay que remontar el arroyo hasta una confluencia de corrientes. Al otro lado cogemos por una pista que se adentra en el bosque que dura un poco más de tres kilómetros, antes de alcanzar un espacio abierto.

– ¿Y entonces? -preguntó el presidente.

– Lo decidiremos cuando lleguemos allí -dijo Hap, rotundo-. El mal tiempo reducirá la efectividad del detector térmico, pero estamos en un juego en el que hay que jugar paso a paso. Si logramos recorrer cinco kilómetros a oscuras y bajo la lluvia sin que nos atrapen ya habremos logrado algo importante. Espero que no sea imposible.

– ¿Te sientes capaz de hacerlo? -El presidente estaba sinceramente preocupado por el estado de Hap.

– Cuando usted diga, presidente.

131

00.38 h

A Jim Marshall le llevó casi veinte minutos localizar al vicepresidente y lograr que se conectara a una línea protegida. La noticia de que durante la hora anterior el presidente había sido visto vivo, en las galerías y con un hombre cuya descripción coincidía con la de Nicholas Marten preocupó al vicepresidente, pero no lo bastante como para hacerlo desviar, ni a él ni a Marshall, de sus planes. Para ambos era lo mismo que al principio, cuando el presidente desapareció en Madrid y luego fue localizado en Barcelona: o era rehén de Marten o estaba enfermo de la cabeza.

De alguna manera, la situación era ahora más favorable porque ahora sabían seguro dónde estaba. Había cientos de efectivos destacados en la zona y había todavía más de camino. Era sólo cuestión de tiempo, de horas, tal vez de minutos, que lo encontraran. Luego estaría bajo su custodia y de camino fuera de España, a su ubicación aislada y secreta en Suiza.

– Estáis justo encima de él, Jim. Y no hay nadie mejor que tú para asegurar que suceda lo que tiene que suceder -lo tranquilizó el vicepresidente.

– Informará usted a los demás.

– De inmediato. Infórmeme al instante en que lo tengan y se estén elevando ya en el helicóptero.

– Hecho -dijo Marshall antes de colgar.

Luego se fue inmediatamente a buscar a Bill Strait, el cual, junto a la inspectora Díaz, estaba en pleno subidón de adrenalina al coordinar los movimientos de efectivos todavía bajo tierra mientras trataban de gestionar la llegada de nuevas tropas.

Marshall se llevó a Strait a un aparte y lo sacó de la confusión de la tienda del puesto de mando para quedarse con él bajo la lluvia, donde podían estar a solas.

– Una vez lo encontremos, él y Marten deberán ser separados de inmediato. A Marten hay que ponerlo bajo nuestra custodia y llevarlo hasta la embajada en Madrid, y allí será incomunicado hasta que lo interroguemos.

»Nadie le preguntará nada al presidente, no habrá conversación con él en absoluto excepto de tipo médico, si la necesita. Se le lleva directamente al Chinook, cerramos las puertas y nos elevamos al instante. Nada más. Si alguien lo pone en duda, es una orden directa del vicepresidente. Asegúrese de que todo el mundo está al corriente, su gente, la CIA, la inspectora Díaz y sus agentes; todos.

– Sí, señor.