Выбрать главу

132

00.43 h

Parecían fantasmas.

Con las mantas de supervivencia sobre la cabeza, atadas a la cintura, con dos agujeros para ver a través, los cuatro seguían a José fuera de la sima rocosa encima de la chimenea y luego por una superficie de roca hasta llegar a un sendero estrecho que pasaba entre dos grandes formaciones líticas. Al cabo de pocos metros se detuvieron a escuchar. No se oía más que el sonido del viento y el suave repicar de la lluvia sobre las mantas.

Miguel hizo un gesto y José encabezó la marcha. Marten iba segundo, luego el presidente, luego Hap y Miguel iba a la cola. Hap llevaba la Sig Sauer automática de 9 mm sujeta justo dentro de la manta, y Miguel lo cubría con la misma postura y el dedo en el gatillo de la metralleta Steyr.

00.49 h

Estaban al final de las rocas y empezaban a bajar por un sendero empinado, entre maleza, hecho de piedra caliza y gravilla. A oscuras resultaba imposible saber si estaban dejando huellas que luego podían ser rastreadas. El otro problema eran las mantas térmicas. En este punto resultaba imposible saber si sus cuerpos estaban emitiendo señal de «frío» al detector del satélite que vigilaba desde Dios sabe cuántos kilómetros de distancia, o si lo que emitían ya empezaba a ser «caliente» y los efectivos policiales armados hasta los dientes estaban de camino a interceptarlos.

Marten miró hacia arriba a través de la lluvia, tratando de ver la silueta del risco que se levantaba ante ellos, con la vista limitada por los agujeros cortados en la manta. No percibía más que oscuridad y empezó a mirar hacia otro lado. En aquel preciso instante vio una luz brillante que oscilaba por encima de la montaña.

– ¡Cuerpo a tierra! -advirtió.

Todos a una, los cinco se echaron al suelo, arrastrándose hacia la maleza. Enseguida, un helicóptero y luego otro pasaron por encima de ellos, con sus potentes focos de rastreo deslizándose por la ladera de enfrente. Luego desaparecieron.

– Los refuerzos están aquí-dijo Hap en medio de la oscuridad-. Habrá muchos más. No nos estaban buscando, sólo trataban de aterrizar. Eso significa que, de momento, creen que seguimos abajo.

– Entonces las mantas funcionan -dijo Miguel.

– O hay alguien que no está atento. O el satélite no funciona, o está fuera de órbita -dijo Hap-. Pero aprovecharemos cada segundo que nos regalen. -Se levantó bruscamente y les gritó-: ¡Vamos! ¡En marcha!

00.53 h

La inspectora Díaz tocó el brazo de Bill Strait. El se volvió a mirarla.

– El piloto del helicóptero del CNP que acaba de llegar informa que ha visto un reflejo de algo en el suelo, cinco kilómetros antes de aterrizar -dijo-. No está seguro de qué era, tal vez desechos de algún tipo o incluso alguien que está acampado. En el momento no le ha prestado demasiada atención, pero luego ha decidido informarnos. El piloto del segundo chopper no ha visto nada.

– ¿Tiene las coordenadas?

– Sí, señor.

– Vuélvalos a mandar a los dos. Que comprueben qué hay. Quiero saberlo de inmediato.

– Disculpe, señor, pero de noche, en estas montañas y lloviendo, los pilotos no ven bien. Ya es bastante peligroso tratar de traer más tropas hasta aquí.

– Lo entiendo, inspectora. Pero es nuestro presidente, no el suyo. Le seguiría agradeciendo que mande a esos pilotos al mencionado punto.

Díaz vaciló.

– ¿Se sentiría mejor si la orden procede de su gente en Madrid?

– Sí, señor.

– Yo también. Pero, por favor, mándelos de todos modos.

La inspectora Díaz asintió con un gesto lento de la cabeza, luego se volvió y dio la orden por el micro.

«Dios -pensó Strait- no pueden ser ellos. ¿Cómo demonios pueden haber salido del túnel sin que los viéramos?»

Bruscamente se acercó al joven técnico del Servicio Secreto que trabajaba con la información del satélite.

– Las imágenes térmicas -le dijo-. ¿Qué coño lee, ese pajarraco?

El técnico se hizo a un lado para que Strait pudiera leer la información que llegaba a su pantalla. Con una docena de clics cubrió todo el territorio de rastreo de la montaña. En cada una de las pantallas aparecían pequeños grupos de objetos calientes que se destacaban de la oscuridad.

– Son nuestros hombres, señor. Nada nuevo. La lluvia y el tiempo que ha pasado desde el anochecer no nos ayudan, pero no son nada que no podamos controlar.

– Hay una nueva zona en la que hay que concentrarse. La inspectora Díaz le dará las coordenadas.

– Sí, señor.

– Bill -James Marshall se abría paso hacia él entre los grupos de técnicos del CNP y el Servicio Secreto-. He estado con uno de vuestros agentes interrogando al chico llamado Armando, el que ha hablado. No nos lo había contado todo. Allí abajo había dos personas más: su tío, que es conductor de limusina, y un tipo cuya descripción encaja con la de Hap. Y que es quien nos los mandó con el cuento de que se habían perdido.

– ¿Hap está ahí abajo?

– No sé si está o no. Ni siquiera sé qué cojones está pasando. Quiero que se intervengan todas sus comunicaciones, su móvil, su BlackBerry, ¡ todo!

– Esta orden ya está dada, señor. La emití al instante de enterarme de su desaparición.

– Si está ahí abajo no podrá comunicarse por teléfono con nadie hasta que salga a la superficie. En el instante en que sea encontrado deberá ser traído hasta aquí. No quiero que hable con nadie más que conmigo. Si se trata de él y está con el presidente, estamos salvados. Los metemos en el Chinook rumbo al jet de la CIA y luego ya podremos dar por cerrado todo este maldito asunto.

133

1.05 h

Demi yacía en la cama de acero inoxidable, superada por el horror de lo que le esperaba. Lo que ahora deseaba por encima de todo era dormir, alejarlo todo de su cabeza, pero sabía que si lo hacía sería el último sueño de su vida y que cuando despertara, lo único que le quedaría sería lo indecible: la llevarían desde su celda al anfiteatro u otro escenario distinto y la quemarían viva, tal vez junto a Cristina, como parte de un antiguo ritual en el que -ojalá pudiera reírse de la ironía- las brujas eran las encargadas de la pira.

La idea de que a esta hora, mañana, ella ya no existiría le hizo pensar en que, excepto por unos cuantos artículos y fotografías que tenía publicados, no había nada que dejara constancia de su existencia. Ningún logro real, ninguna contribución a la sociedad, ni marido, ni hijos, ni nada de nada. Lo mejor que se le ocurría era una serie de amantes a lo largo de años, a ninguno de los cuales había entregado lo bastante de ella para ni siquiera ser recordada, por no decir llorada. Su vida a partir de los ocho años había sido pura supervivencia seguida por la búsqueda de su madre y del destino de su madre, nada más. Ahora lo había encontrado y aquel mismo destino se había convertido en el suyo.

De pronto pensó en Nicholas Marten y en el presidente Harris, y su miedo y horror quedaron mezclados con un terrible sentimiento de culpa. Si habían caído en la misma trampa que ella, sólo Dios sería capaz de ayudarles. Era como una especie de maldición bíblica en la que los más inocentes pagaban con sus vidas por el egoísmo de otros. Y ahora ya no había nada que pudiera hacer excepto gritar «¿cómo he podido hacerlo?» y pedir ser perdonada.

Cerró los ojos, tratando de alejarlo todo de su cabeza. Y durante un rato lo consiguió: ver sólo oscuridad y oír el sonido de su propia respiración. Luego, desde algún punto lejano, le pareció oír los cánticos de los monjes. Poco a poco, las voces se iban elevando. Los cánticos se hicieron más fuertes y más intensos. Abrió los ojos y, al hacerlo, vio lo que parecía una foto grande de su madre proyectada en el techo, directamente encima de ella. Era la misma foto que había encontrado hacía mucho tiempo en el baúl de su madre y que había guardado como un tesoro casi desde que tenía uso de razón. La foto tomada días antes de su desaparición. Era joven y bella, con el aspecto que debía de tener cuando las brujas la quemaron hasta morir.