Se agacharon bajo una roca enorme, ocultos bajo el saliente protegido por un árbol muerto muchos años atrás que se apoyaba contra la roca. A los pocos segundos un helicóptero de ataque hizo un pase directamente por encima de sus cabezas, con el haz de su reflector iluminando directamente la roca y proyectando enormes sombras por entre los árboles. Un segundo helicóptero le siguió el rastro, y luego un tercero.
– ¡Por ahí! -gritó José, tan pronto como se alejaron.
En un santiamén se levantaron y se echaron a correr.
3.17 h
– ¡Por ahí! -volvió a gritar José, saliendo bruscamente del sendero y metiéndose por una estrecha obertura que cruzaba por la base de dos pilares enormes de piedra arenisca. Los otros lo siguieron a la carrera y se colaron detrás de él-. Se llama «La rampa del Diablo». Es muy empinada y llega hasta muy lejos. Imaginen que están jugando y que llevan los ojos tapados. Síganme por el ruido y, sencillamente, déjense caer.
El presidente tradujo al momento.
– ¿Ok? -dijo José en inglés.
– ¡Vamos! -respondió el presidente.
– ¡Vale! -Al instante, el chico se dejó caer por la pendiente oscura y desapareció. Podían oírlo más abajo, deslizándose por la pizarra mientras descendía. Desde más arriba se oía el ruido sordo y acompasado de los helicópteros.
– Ahora tú, Hap -ordenó el presidente.
– Sí, señor -asintió Hap y, mirando a Marten, se metió en el tobogán.
Marten miró al presidente con una media sonrisa.
– Promesa cumplida: no nos hemos muerto en las galerías.
– Aquí tampoco nos moriremos -ahora era el presidente quien sonreía-. Vaya… ¡espero!
– Yo también. Usted es el siguiente, primo. ¡Vamos!
El presidente asintió, se volvió bruscamente y se metió por la grieta oscura. Marten esperó a que hubiera recorrido todo el espacio, luego respiró hondo y le siguió.
3.19 h
Era como si se hubieran tirado por el agujero de un ascensor. La caída era, como José les había dicho, muy empinada y llegaba hasta muy lejos. Más empinada y larga de lo que ninguno de ellos había imaginado. Directamente hasta el corazón de las tinieblas. Los de arriba salpicaron a los de abajo con trocitos de pizarra voladores.
José, Hap, el presidente, Marten. Todos y uno tras otro cayeron en picado y a ciegas, teniéndose en un pie y luego en el otro, tratando desesperadamente de mantener el equilibrio mientras la tierra se deslizaba veloz debajo de ellos, cada uno de los que estaban arriba temiendo caer sobre el de abajo.
Marten se dio de bruces contra una pared de roca que no había visto a su derecha y estuvo a punto de quedarse sin sentido. Se apartó a peso y viró a la izquierda con la esperanza de permanecer centrado y no chocar contra la pared al otro lado.
Oyó un fuerte gruñido más abajo cuando el presidente chocó contra algo. Quería gritar, para decir que estaba bien, pero avanzaba demasiado rápido. De pronto tuvo miedo de que el presidente se hubiera herido y de pasar a su lado a demasiada velocidad sin verlo. La idea de llegar al fondo y luego tener que volver a escalar resultaba impensable, por imposible. La pizarra no ofrecía sujeción. Luego oyó al presidente que volvía a gritar al chocar con otra cosa y supo que al menos seguía por delante de él.
Medio segundo más tarde se le quedó el pie derecho atrapado en algo y siguió descendiendo cabeza abajo. Se deslizaba a una velocidad aterradora y trataba desesperadamente de frenarse lanzando los brazos a un lado y al otro. Entonces abrazó una roca grande con el brazo derecho. Se abalanzó sobre la misma y logró detenerse. Estaba aturdido y sin aliento. Entonces vio los reflectores de los helicópteros buscando por las arboladas formaciones rocosas de arriba. Eso le hizo temer que, en cualquier momento, los pilotos deducirían lo que había ocurrido y descenderían rápidamente para iluminar toda la zona, y al mismo tiempo mandarían una manada de tropas a perseguirlos. O, lo que era peor, les estarían esperando al fondo cuando finalmente llegara. Si es que llegaba. Otro segundo y se puso de pie. Luego, de nuevo, salió a la oscuridad.
139
3.24 h
Miguel permanecía en el puesto de mando con los brazos doblados sobre el pecho. Delante tenía a la inspectora Díaz, de pie, y a Bill Strait, así como al doctor Marshall. Héctor y Armando estaban apartados a un lado, en silencio, custodiados por dos agentes del CNR Para alivio y satisfacción de Miguel, todo el mundo parecía estar tan agotado como él. Eso significaba que cuanto más pudiera alargar el asunto, más tardarían en emprender la expedición.
Antes, Hap les había proporcionado un tiempo precioso al presidente, a Marten y a él mismo entregando a Héctor y a Armando. Miguel les había dado un poco más marchándose solo y luego observando los movimientos de los helicópteros desde arriba de la colina. Cuando vio a los helicópteros que empezaban a descender siguiendo el curso del río, se quitó la manta térmica y se expuso al detector del satélite. Eso funcionó casi al instante. En cuestión de segundos, los tres helicópteros rectificaron su trayectoria y se dirigieron directamente hacia él. Menos de un minuto más tarde estaba a merced de sus reflectores. Entonces los helicópteros tocaron tierra y de ellos salió un grupo de hombres armados.
Les contó su historia a punta de pistola y luego se la repitió a los agentes del CNP y del Servicio Secreto que lo acompañaron en el helicóptero hasta aquí. Y ahora estaba decidido a contarla de nuevo. Hacerles perder el tiempo era su único objetivo.
– Miren -dijo, con paciencia, con su inglés de australiano pasado por Barcelona-, trataré de explicárselo una vez más. Me llamo Miguel Balius. Soy conductor de limusina, de Barcelona, y he venido a visitar a mi tío en El Borras. Cuando he llegado no estaba y su esposa se encontraba muy nerviosa porque mi sobrino, Armando, y su amigo Héctor habían desaparecido. Armando -dijo, señalando a su sobrino- es ese chico de allí. Héctor es él -dijo, señalando a Héctor-. Se habían ido todo el día, no habían vuelto a cenar, nadie sabía dónde buscarlos, todos estaban muy preocupados. Excepto yo, que sabía dónde estaban. O creía saberlo: donde no tenían que haber ido, arriba, a las viejas galerías de la mina, a buscar un oro que no existe pero en el que todo el mundo cree. En estas montañas no hay oro, pero nadie se lo cree. En fin, que sin decírselo a nadie, he cogido la moto de mi primo y he subido hasta aquí. He encontrado sus motos donde las dejan siempre. Se ha puesto a llover; he empezado a husmear. Al final he encontrado lo que me han parecido ser huellas y las he seguido. Se me ha hecho tarde y he empezado a sentirme empapado y muerto de frío. Luego, de pronto, ¡bum!, unos focos potentes del cielo y todos estos helicópteros. Hombres armados saltando de ellos, buscando al presidente de Estados Unidos. Yo les he dicho «entiendo que es un buen hombre»; ellos me han preguntado que qué más sé de él. Les he dicho que he visto en las noticias que se lo llevaron de Madrid a media noche por una amenaza terrorista. Lo siguiente que sé es que me han traído hasta aquí y, por suerte, he encontrado a mis sobrinos sanos y salvos.
– Estaba usted con el presidente, ahí en la montaña -le dijo Bill Strait, simple y llanamente.
– ¿El presidente de Estados Unidos está ahí en la montaña?
– ¿Dónde está?
– Yo he venido a buscar a Armando y a Héctor.
– ¿Qué hacía usted con una manta térmica? -La actitud de Strait era gélida, sus preguntas cada vez más acusatorias.
– Pues, como he subido solo a la montaña, con el frío y la lluvia y la oscuridad, me he llevado algo que me protegiera. Y eso es lo único que tenía.