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– Se acerca un hombre -dijo José desde la puerta, antes de esconderse rápidamente.

El presidente les hizo un gesto a Hap y Marten, y los tres se escondieron detrás de las máquinas de planchado. Hap respiró fuerte y sacó la Steyr. Marten levantó la Sig Sauer.

Al cabo de un momento, un hombre alto y de pelo rizado con pantalón y camiseta blancos entró por la puerta. Encendió las luces fluorescentes del techo y luego se acercó a un panel de control y apretó una serie de botones. Casi de inmediato, las lavadoras empezaron a llenarse de agua. El hombre ajustó la rueda de la temperatura, luego se acercó a las lavadoras y miró dentro. Satisfecho, se dio la vuelta y se marchó.

Hap esperó medio segundo y luego cruzó la sala, apoyado en el gran ventanal para mirar afuera. Vio al tipo de la lavandería que caminaba hacia otra edificación y se metía dentro, cerrando la puerta detrás de él. Al instante, Hap se dirigió a los otros:

– Volverá dentro de poco. Tenemos que apresurarnos.

144

7.00 h

El doctor James Marshall observaba cómo la inspectora Díaz y uno de los agentes del Servicio Secreto que hablaba español interrogaba a Miguel en un lugar aislado, cerca de la parte trasera del puesto de mando. Las preguntas iban del español al inglés y luego vuelta al español, y luego otra vez al inglés. Esposados y más que un poco nerviosos, con un policía a cada lado custodiándolos, Héctor y Armando se sentaban en sillas plegables a pocos metros de él, presenciando deliberadamente cómo acribillaban a preguntas a su tío. Si Miguel no se hundía, estaban casi seguros de que uno de los chicos lo haría.

Bruscamente, Marshall se dio la vuelta y se acercó a Bill Strait:

– No les está diciendo nada.

– Lo hará. O si no, uno de los chicos nos dirá más. Pero llevará un poco de tiempo y no hay que contar con revelaciones repentinas.

Marshall estaba cansado, furioso y frustrado. También sentía una ansiedad creciente y eso no le gustaba. Le hacía sentirse como Jake Lowe:

– Tenemos a un conductor de limusinas español con acento australiano y a dos chicos de la zona. Luego tenemos a un tipo que se parece a Hap, que tal vez sea Hap, perdido por ahí con el presidente y con Nicholas Marten. Tenemos todos los medios técnicos y un ejército de efectivos y de aviación sobrevolando la zona y ahora, además, es de día. Y, con todo, no somos capaces de encontrarlos. ¿Por qué?

– Tal vez sea porque siguen en algún rincón de las galerías -dijo Strait-. O porque no están en ninguno de esos sitios.

– ¿Qué coño significa esto?

Strait se dio la vuelta y se acercó a un mapa de la zona:

– Esto -dijo, pasando una mano por la zona montañosa- es lo que hemos estado rastreando. Por aquí -desplazó la mano a la derecha- está la estación invernal de Port Cerdanya, donde estaba previsto que el presidente interviniera, originalmente, esta mañana.

Marshall reaccionó:

– ¿Cree que es adonde se dirigen?

– No lo sé. Lo único que sé es que aquí no lo hemos encontrado. Sabemos que estaba en los túneles y, con o sin Hap, si de alguna manera ha logrado salir y cruzar estas montañas… -Strait vaciló, luego prosiguió-. No puedo meterme en su cabeza, excepto para pensar que el complejo es un lugar real al que podría ir y del que tiene referencias, y en el que hay congregada gente muy importante con la que puede hablar, algunos de los cuales son conocidos suyos. Cómo lo haría, no lo sé. Sólo estoy pensando en voz alta.

Marshall se dio la vuelta y se dirigió hacia la inspectora Díaz para apartarla unos segundos de Miguel y los chicos.

– ¿Sería posible -preguntó- que el presidente hubiera conseguido cruzar estas montañas de alguna manera y hubiera llegado a la estación de Port Cerdanya?

– ¿Sin que el satélite lo detectara?

– ¿Y si llevaba mantas térmicas, como el conductor de la limusina? ¿Y si eso fue lo que vimos en el agua, en las imágenes del helicóptero? El presidente, Hap Daniels, Marten y el conductor.

– Y entonces, usted supone que ha podido recorrer el resto del camino a pie, por tierra, bajo la lluvia y a oscuras.

– Sí.

La inspectora Díaz sonrió:

– No es nada probable.

– Le pregunto si es posible -dijo Marshall, con frialdad.

– Si estuviera loco y tuviera alguna idea de cómo llegar hasta allí, diría que sí, supongo que es posible.

145

7,03 h

Se habían vestido con uniforme de jardineros: camisas verde oscuro con pantalones verde más claro. Llevaba el logotipo clásico de Port Cerdanya cosido en letra cursiva blanca sobre el bolsillo pectoral izquierdo, y sus ropas de antes estaban ocultas en un contenedor de basura detrás del edificio de servicio donde se guardaba el parque móvil. De los cuatro, sólo el presidente guardaba un objeto personal, y lo llevaba bien oculto dentro de la camisa. Era el objeto que había conservado todo el tiempo y que llevaría cuando se dirigiera a la delegación del New World Institute. El elemento que, a pesar de su traje de operario y su barba de cuatro días, le haría reconocible al instante ante todos: su peluquín.

José esperaba junto a la puerta, mirando hacia fuera. Marten acercó el coche eléctrico a ella y se detuvo. El presidente iba sentado detrás de él, Hap detrás con el arma en la mano, junto a un contingente de herramientas profesionales: rastrillos, escobas, papeleras de plástico y otro elemento que Hap había cogido sencillamente porque tuvo la sensación de que más tarde les podría resultar útil, y unos prismáticos que robó de encima de lo que parecía ser la mesa de despacho de un supervisor.

– ¿Algún rastro del tipo? -preguntó el presidente en español.

José negó con la cabeza, pero de pronto dijo:

– Sí -y miró atrás-. El hombre de blanco acaba de volver a entrar en la lavandería -dijo, en español, y el presidente tradujo.

– Vamos -dijo Hap.

José abrió la puerta corredera, Marten sacó el carrito y esperó a que José la volviera a cerrar. A los diez segundos saltó al carrito al lado de Marten y se pusieron en marcha, avanzando en silencio más allá de las dependencias de servicio y metiéndose por el camino de gravilla que los llevaría por detrás del campo de golf y luego por una cuesta de servicio llena de curvas por en medio de los bosques que subía, en un poco más de dos kilómetros, hasta la iglesia.

7.12 h

Coronaron la colina y se detuvieron bajo el manto de un pino muy grande. Por primera vez tenían una visión de más allá de los viñedos y el campo de golf y el complejo entero. Enfrente del elegante edificio principal, con la fachada estucada en blanco, había siete lustrosos autocares negros tipo turismo de primera clase, con los cristales ahumados. Eran los mismos autocares que se habían utilizado para recoger al grupo del New World Institute en el aeropuerto de Barcelona el viernes y que los llevaría de regreso hoy, al acabar el servicio de mañana.

Muy cerca había una docena de grandes monovolúmenes negros, vehículos del Servicio Secreto español que los escoltarían hasta la iglesia y luego al aeropuerto. Un poco más lejos vieron un despliegue completo de coches de policía que bloqueaban la carretera principal que procedía de la autopista. Había más, aparcados cada cuatrocientos metros aproximadamente, a lo largo de la pista de servicio que dividía los viñedos. Todo estaba en su lugar, como Hap sabía que lo encontraría.