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Mucho más arriba del propio complejo y encima de una larga carretera de curvas podían adivinar apenas la antigua estructura románica de piedra con techo de tejas rojas conocida como iglesia de Santa María.

– ¿Es eso? -preguntó el presidente.

– Sí, señor -dijo Hap.

El presidente suspiró. Estaban muy cerca…

146

7.17 h

La pista de servicio los llevó hasta los límites del campo de golf y luego, bruscamente, bajaba hasta un claro del bosque, luego volvía subir por un tramo empinado y dibujaba unas cuantas curvas a través de un denso bosque de coníferas hasta la iglesia. Marten estaba justo iniciando una curva y pensando en qué harían al llegar a la parte posterior de la iglesia y la entrada de servicio a la que se dirigían cuando Hap intervino inesperadamente. Estaba mirando montaña arriba con los prismáticos.

– Baja un coche de patrulla. Salga del camino -le ordenó.

Marten avanzó unos doce metros más y luego giró el vehículo bruscamente por entre los árboles, hasta detenerlo detrás de una roca.

Hap levantó el arma, Marten sacó la Sig Sauer y luego esperaron a que pasara el vehículo 4x4 de la policía que bajaba. Redujo velocidad al acercarse, y luego redujo todavía más. Vieron a los cuatro hombres uniformados que iban dentro, todos mirando en dirección a donde estaban ocultos.

– Nada por aquí, nada por allí y nada fuera -masculló Marten.

El coche frenó todavía un poco más, y por un instante brevísimo estuvieron convencidos de que se iba a detener. Pero no lo hizo; el conductor, sencillamente, recorrió aquel tramo lentamente hasta haber pasado y luego siguió adelante.

– Buenos chicos -dijo Marten.

– Deles un minuto para marcharse -dijo Hap, mientras cambiaba el arma por los prismáticos y se volvía a seguir el coche de policía que bajaba lentamente por la ladera.

– Todo esto es relleno -dijo el presidente de pronto y como de la nada, mientras miraba al paisaje alrededor de ellos-. Esta tierra, la base. Llevo rato fijándome. Cuanto más subimos, más evidente resulta: es todo tierra añadida. Miren a su alrededor. La mayoría de estos árboles son jóvenes. Tienen como mucho quince, veinte años.

– Presidente -dijo Hap sin dejar de mirar con los prismáticos-, el complejo tiene apenas veinte años. Probablemente excavaron terrazas y lo reforestaron todo.

– Con una excepción: la iglesia. ¿Cómo se pone una iglesia de cuatrocientos años en un paisaje de veinte?

– Numerando las piedras, una a una, desmontándola y luego volviéndola a construir como era antes -dijo Marten.

– Pero ¿por qué? ¿Y dónde estaba, antes?

– Uy, uy… -dijo de pronto Hap.

– ¿Qué ocurre? -El presidente se volvió para mirar en la misma dirección que él.

– Más seguridad.

Un segundo monovolumen de la policía subía por la carretera; más abajo, el coche que bajaba se había parado a su lado y los dos conductores estaban charlando.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó el presidente.

– Nada. Si tratamos de irnos, nos verán.

– ¿Quiere decir que nos quedamos aquí?

– Sí, señor. Nos quedamos aquí.

147

7.25 h

Cuatro monjes con túnicas marrones fueron a buscar a Demi a su celda y la custodiaban por un pasillo largo, desnudo y mal iluminado. Ella llevaba sólo unas sandalias y la túnica escarlata que Cristina le había dado para que se la pusiera durante las ceremonias rituales de la noche anterior. Que la hubieran obligado a desnudarse y a ponerse la túnica delante de los monjes no le importaba en absoluto. ¿Cómo iba a importarle, si la habían venido a buscar para llevarla al lugar de su muerte?

7.28 h

Los primeros monjes pasaron una tarjeta de seguridad por un lector electrónico que había junto a una puerta de acero. La puerta se abrió y penetraron en otro pasillo largo. A izquierda y derecha había puertas abiertas que daban a lo que parecían salas de revisión médica. Eran pequeñas, idénticas y tenían unas urnas de cristal opacas encajadas en las paredes, del tipo que se utilizan para leer rayos-X e impresiones de escáneres. En el centro de cada una había una fría camilla de acero inoxidable.

7.29 h

Cruzaron por otra puerta de seguridad y entraron en una sala llena de camas de acero inoxidable, iguales a la que había en su última celda. La única diferencia era que aquí estaban apiladas de cuatro en cuatro, hasta el techo, a lado y lado de un pasillo central, y en hileras que ocupaban hasta el fondo de la estancia, de modo que fácilmente podían acomodar a doscientas personas.

Otro pasillo y vio unos baños y duchas comunitarios. Justo más allá había lo que parecía una pequeña cocina industrial y, todavía más al fondo, una zona de mesas metálicas con bancos adjuntos que debían de utilizarse para la cena. Todas esas salas, como las que había visto antes, estaban vacías, como si toda la zona hubiera sido una colmena de actividad que había sido rápida y deliberadamente abandonada.

7.31 h

Los monjes la hicieron pasar por una serie de cinco puertas fuertes de seguridad, cada una a menos de cuatro metros de la anterior. Luego entraron en un túnel largo y oscuro, que parecía como del metro, con una sola vía que corría por el centro. Frente a ellos había un vagón tipo trineo, totalmente abierto excepto por tres filas de bancos. Había cuatro monjes más que se sentaban hombro a hombro en el banco del fondo de todo. Delante de ellos, otro monje se sentaba junto a… Demi se sobresaltó al verla: Cristina.

Llevaba la túnica blanca de la noche anterior y sonrió complacida, hasta feliz, al ver a Demi.

De inmediato, sentaron a Demi a su lado y, con la misma rapidez, un monje se sentó a su lado. El resto de monjes se acomodaron directamente frente a ellos. Nueve monjes para escoltar a dos mujeres hacia la eternidad.

De pronto, el trineo empezó a moverse, aumentando de velocidad lenta y silenciosamente. Pasó un segundo, dos, y luego Cristina se volvió hacia Demi y le dedicó la sonrisa más espantosa que ésta había visto en su vida. Espantosa por lo cálida, sincera e infantil.

– Nos vamos a reunir con el buey -le dijo, emocionada, como si estuvieran a punto de emprender una maravillosa aventura.

– No debemos -le susurró Demi-. Tenemos que encontrar la manera de evitarlo.

– ¡No! -Cristina se apartó de ella bruscamente, y sus ojos brillaron con una profunda, terrible oscuridad-. Debemos ir. Las dos. Está escrito en el cielo desde el principio de los tiempos.

El vagón empezó a aminorar la marcha y Demi vio que se acercaban a final del túnel. A los pocos segundos se detuvieron. Los monjes permanecieron juntos y condujeron a ambas mujeres hasta un andén lateral. De inmediato, una puerta más grande se deslizó a un lado y fueron escoltadas hasta una sala más grande. En el centro había lo que parecía ser una caldera industrial enorme.

Demi sintió que se quedaba sin respiración al darse cuenta de lo que era: un horno de fundición. La sala era un crematorio. El lugar en el que todo acababa.

– El buey espera junto al fuego -sonrió Cristina, y luego cuatro de los monjes se la llevaron.

Al cabo de un momento, el resto de los monjes se llevaron a Demi a otra sala. Cuando entraron, una mujer se dio la vuelta: Luciana. Iba vestida con una túnica larga y negra de sacerdotisa, con el pelo negro recogido en un moño como la noche anterior y el maquillaje oscuro de los ojos acentuado por las mismas líneas teatrales que corrían como flechas de los ojos a las orejas, y las mismas uñas asquerosamente largas otra vez pegadas a los dedos.