– La mayoría de dispositivos como éste tienen un código maestro, el que utilizan los técnicos para entrar en ellos. Sólo hay que encontrarlo.
Marcó un código en el teclado e intentó abrir otra vez. Nada. Probó un código distinto. Nada de nada. Lo intentó con distintas series de números pero seguía sin tener suerte. Finalmente movió la cabeza y se volvió hacia el presidente.
– No va a funcionar, y tampoco podemos derribar la puerta. Tendremos que volver al almacén y calcular el inicio del servicio como buenamente podamos.
– Primo -Marten miraba al presidente-. Cuando subíamos hacia aquí, a la iglesia, he mirado hacia atrás, al camino que hemos recorrido. Se puede ver el valle entero, más allá de los edificios de servicio, hasta las montañas en las que estábamos anoche.
»He trazado una línea imaginaria desde la puerta grande donde acababa el monorraíl en el túnel hasta aquí. Cruzaba los viñedos, por en medio del área de mantenimiento, y hasta la iglesia, en una línea todo lo recta que pueda uno imaginar. Si Foxx hubiera hecho excavar este túnel en la misma época en la que se construyó el complejo, habría tenido que poner la tierra excavada en algún otro lugar. El túnel tendría unos dieciséis kilómetros por dentro de la montaña; probablemente otros trece o catorce kilómetros más hasta aquí, si es que lo llevó tan lejos. Se mire como se mire, sacarían muchísima tierra y roca. Y usted ha dicho que toda esta tierra es de relleno. Tal vez proceda del túnel.
– No le entiendo.
– Si estoy en lo cierto, todo esto, los laboratorios, el túnel monorraíl, esta iglesia, hasta el complejo mismo, todo es obra de Foxx. Su idea, su diseño, su construcción, todo.
– ¿Y si lo es?
– Debió de haber dejado teclados y códigos de entrada para los demás, pero ¿por qué iba a complicarse la vida y tener doce claves de seguridad distintas, si con una ya funcionaba? -Se sacó la tarjeta de seguridad de Merriman Foxx del bolsillo, se acercó a la puerta y la deslizó por la ranura, como había hecho para entrar en los laboratorios de Foxx bajo el monasterio.
Se oyó un claro «clic». Marten giró el pomo y la puerta se abrió.
– Parece que los intereses del doctor Foxx eran todavía más globales de lo que pensábamos.
149
8.00 h
La sala de control tenía el suelo de moqueta y las paredes de cemento tipo bunker, pintadas de un gris metálico oscuro. Una única silla de técnico especializado estaba colocada frente a una consola de control en la que había instalada una batería de veinte monitores de televisión de circuito cerrado. A un lado estaba lo que parecía un estrecho panel incrustado en la pared, de acero pintado del mismo color que toda la sala. En realidad era una puerta, una puerta con bisagras alineadas con la pared, dos cerrojos encajados, uno encima del otro, y nada más. Hap ignoraba para qué servía o adonde llevaba. La única información de que disponía procedía del esquema que la dirección del complejo le había proporcionado al Servicio Secreto. La habitación en la que se encontraban había sido designada como «sala de control de vídeo»; el panel encajado en la pared, «acceso de emergencia a los paneles eléctricos». Hap había estado en la sala de vídeo en su visita de inspección previa, pero no pidió que se abriera aquella puerta. Aunque, como escondite potencial de bombas o personas que pudieran suponer una amenaza para el presidente, habría sido comprobada durante la última ronda de seguridad del Servicio Secreto en las horas inmediatamente previas a la llegada del mismo.
– ¿Cuál podía haber sido el interés de Foxx en todo esto? ¿El complejo como una especie de tapadera ostentosa de su obra? -preguntó el presidente, mientras fijaban su atención en los monitores.
– No lo sé -dijo Marten-. Yo no lo habría relacionado en absoluto si usted no hubiera mencionado la composición de la montaña, y si no hubiera trazado mi línea imaginaria, y si no acabara de abrir esta puerta con su tarjeta.
– Ahí están los autocares. -Hap miraba los monitores, en los que una hilera de elegantes autocares negros se veía subiendo por la carretera desde el complejo. Otros monitores recogían imágenes de los monovolúmenes del Servicio Secreto español que los escoltaban. Y otros mostraban imágenes del interior de la iglesia desde distintos ángulos.
Uno mostraba el pasillo central, justo dentro de la puerta principal, donde esperaban una docena de monjes con túnicas negras. Otro el altar. Y otro, el espacio de coro a ambos lados del mismo. Había una cámara que recogía el púlpito. Una en la puerta de detrás y a un lado, por donde el presidente tenía previsto entrar. Otra mostraba un largo pasillo vacío de algún lugar. Y otra ofrecía un plano de la zona de asientos de la capilla, donde los asientos no eran hileras de bancos, sino más bien como un teatro con asientos tipo estadio.
Otro monitor revelaba una zona lateral del altar donde una puerta se abrió de pronto y otro monje con túnica negra entraba seguido de dos personas vestidos de religiosos.
– ¿El reverendo Beck? -dijo el presidente, sorprendido, al ver a la primera persona.
Luego pudieron ver a la segunda, una mujer.
– La bruja Luciana -dijo Marten.
– ¿El capellán del Congreso, Rufus Beck? -Hap se mostraba tan sorprendido como el mismo presidente.
– ¿Señor? -Se oyeron unos golpes repentinos en la puerta-. ¿Señor?
– José -dijo Marten.
Rifle en mano, Hap se acercó a la puerta y la abrió con cuidado.
– No les encontraba. Se acercan helicópteros. -José hablaba nerviosamente al presidente en español-. Ahí afuera -señaló-, desde las montañas.
El presidente improvisó una rápida traducción.
– ¡Cielo santo! -soltó Hap-. Lo han adivinado. Debemos marcharnos, presidente. Ahora. Si nos quedamos aquí atrapados somos hombres muertos, todos nosotros.
8.06 h
Mientras salían oyeron el rumor acompasado de los helicópteros que se acercaban. Hap el primero, cautelosamente, con el arma lista. Luego José, el presidente y Marten con la Sig Sauer. Hap los empezó a llevar hacia el coche eléctrico pero, de pronto, los hizo esconderse detrás de uno de los furgones de la iglesia. Un coche de la policía subía por la pista de gravilla en dirección a ellos.
Al momento siguiente llegaron los helicópteros. Había dos, idénticos, de color verde oscuro y blanco y con la bandera estadounidense justo encima de las puertas. Era el Marine Sauadron One de Estados Unidos, los helicópteros de la marina americana que transportaban al presidente y otros oficiales de alto nivel de la administración norteamericana a cualquier lugar que tuvieran que ir.
– Marine Two -dijo Hap, atónito, mientras los helicópteros sobrevolaban rodeando el aparcamiento y luego, bruscamente, bajaban a tierra. Marine One era el nombre cuando el presidente iba a bordo, Marine Two cuando iba el vicepresidente.
– Ya se puede despedir de su discurso, presidente -dijo Marten mientras los aparatos tocaban tierra y quedaban rodeados instantáneamente por los monovolúmenes de la policía. De inmediato, las puertas se abrieron y el séquito vicepresidencial del Servicio Secreto apareció al completo. Esperaron a que se apagaran los motores del helicóptero y luego los agentes se acercaron directamente a ellos. En medio segundo, las puertas del helicóptero se deslizaron hacia atrás y los que iban a bordo bajaron.
El vicepresidente Hamilton Rogers; el secretario de Defensa, Terrence Langdon; el secretario de Estado, David Chaplin; el jefe del Estado mayor y general de las fuerzas aéreas, Chester Keaton; el jefe de personal presidencial, Tom Curran, y Evan Byrd. Del grupo que se había enfrentado al presidente en Madrid, tan sólo faltaban su principal asesor político, Jake Lowe, y el jefe de Seguridad Nacional, el doctor James Marshall.