Выбрать главу

»Gracias y buenas tardes.

El presidente miró al público durante unos segundos antes de dar media vuelta y estrechar las manos de Anna Bohlen, de Alemania, y Jacques Geroux, de Francia, y luego del presidente polaco, Román Janicki. Y luego a los mandatarios de los países miembros de la OTAN, que bajaron uno a uno a felicitarlo y a intercambiar unas palabras con él.

Durante un buen rato, Marten, como el resto del público -los invitados, el personal de seguridad, la prensa-, se quedó en silencio. El discurso del presidente estuvo totalmente desprovisto de autobombo, del tono típico de conquista del voto: había revelado la verdad tal y como le había prometido a Marten que haría. Cómo y cuándo y dónde surgiría la reacción -un reguero de protestas en Oriente Próximo y en enclaves musulmanes de todo el mundo, acusaciones de que el presidente estaba desequilibrado y era incapaz de seguir en la presidencia, furiosas negativas y contraataques de los arrestados- era imposible de predecir. Pero aparecerían y el presidente lo sabía desde el principio.

«Voy a decir cosas que diplomáticamente sería mejor no decir -le había dicho a Marten-, a pesar de que sé que la reacción en todo el mundo puede, y probablemente será, desagradable. Pero las diré de todos modos porque creo que hemos llegado a un punto de la historia en el que la gente elegida para servir ha de decir la verdad a la gente que los ha elegido, les guste o no. Ninguno de nosotros, en ninguna parte, podemos permitirnos seguir con la política a la que estamos habituados.»

El presidente le había pedido a Marten que fuera a prestarle apoyo moral, pero no lo había necesitado. Disponía de su propia visión clara de quién era y de la seria responsabilidad de su cargo. Sus «amigos» le habían hecho presidente porque nunca había convertido a nadie en enemigo. Eso les hacía pensar que era un hombre blando y que lo podrían moldear a su manera. El problema era que lo habían juzgado erróneamente.

Marten echó una última ojeada al presidente y a los líderes que lo rodeaban. Aquél era su mundo, el lugar donde pertenecía. Había llegado el momento de que Marten volviera al suyo. Se dio la vuelta, quiso empezar a alejarse cuando oyó una voz conocida que lo llamaba por su nombre. Levantó la vista y vio a Hap Daniels que se le acercaba.

– Nos vamos. Marine One en el aire en diez minutos -le dijo-. El Air Force One despega de Cracovia en cincuenta. El presidente nos ha pedido que hagamos ruta por Manchester. Allí le dejaremos -le dijo, con una sonrisa-. Será como una especie de servicio de lanzadera personalizado.

Marten sonrió:

– Ya he reservado un billete en un vuelo comercial, Hap. Dele las gracias al presidente, pero no necesito esta publicidad. Él ya lo entenderá. Dígale que tal vez un día podamos ir todos juntos a tomar un bistec y unas cervezas. Usted, él y yo, y Miguel y los chicos también, en especial José.

– Tenga cuidado, que le tomará la palabra.

Marten sonrió y le ofreció la mano.

– Así lo espero.

Se estrecharon las manos y luego llamaron a Hap. Marten lo observó marchar, se volvió y se encaminó hacia la puerta. Al cabo de un minuto pasó por entre las columnas y miró atrás, al antiguo cartel de hierro forjado que colgaba encima.

Arbeit Macht Frei, el trabajo os hará libres.

Aquel eslogan había sido fruto del humor negro de los nazis, si bien, aparte de a ellos mismos, a nadie le hacía demasiada gracia. Pero, en su estado de agotamiento, las palabras se le metieron dentro y afectaron a Marten de una manera totalmente inesperada, haciéndolo sonreír por dentro y mover la cabeza ante tamaña ironía.

Se preguntó si todavía conservaba su empleo.

EPÍLOGO

PRIMERA PARTE

Manchester, Inglaterra. Finca rural de los Banfield Halifax Road.

Lunes, 12 de junio, 8.40 h

Habían pasado dos meses desde el día en que Marten estrechó la mano de Hap para despedirse, antes de marcharse de Auschwitz. Si se había preocupado por haber perdido su empleo en Fitzsimmons & Justice, no había motivo para ello. Cuando llegó a su casa de Manchester aquella noche se encontró media docena de llamadas muy recientes grabadas en su contestador. Cuatro eran de su jefe, Ian Graff, pidiéndole que lo llamara nada más llegar. Las otras eran, respectivamente, de Robert Fitzsimmons y de Horace Justice. A Fitzsimmons lo conocía bien de la oficina. A Horace Justice, el fundador de la empresa, de ochenta y siete años y ahora residente en el sur de Francia, no lo había visto nunca. A pesar de esto, tenía mensajes de los tres deseándole una buena llegada y esperando que se reincorporara al trabajo al día siguiente por la mañana.

¿El motivo?

El presidente, al parecer, los había llamado personalmente a los tres desde el Air Force One para decirles lo agradecido que estaba por la colaboración personal de Marten durante los días recientes, y confiando en que su ausencia sinjustificar no le sería tenida en cuenta. Y desde luego, no lo fue. Fue reincorporado de inmediato y a jornada completa al proyecto Banfield, el cual, entre las discusiones y los cambios de opinión del señor y la señora Banfield, parecía tener más peligro que nada de lo que había vivido al lado del presidente. De todos modos, estuvo encantado de reincorporarse y meterse de lleno en el proyecto. El terreno ya había sido transformado en terrazas, el sistema de riego había sido instalado, estaban iniciando las plantaciones y los Banfield parecían tranquilos, principalmente porque la señora Banfield estaba ahora felizmente embarazada de gemelos y por tanto, ahora dedicaba su tiempo, sus opiniones y su energía a preparar la casa para su llegada. Y felizmente también, el señor Banfield, cuando no estaba siguiendo su carrera como estrella del fútbol profesional, la seguía dentro de la casa. Todo esto le permitía a Marten supervisar el resto de la obra de paisajismo. Y eso es a lo que se dedicaba mientras el mundo se ponía del revés en respuesta masiva al discurso del presidente.

El presidente tuvo razón cuando dijo que las cosas podían y probablemente se pondrían desagradables. Lo fueron desde el principio y lo seguían siendo.

Estados Unidos, Washington en concreto, era un torbellino constante y un caos mediático las veinticuatro horas del día. Los debates televisivos copaban las emisiones de televisión, de radio, las páginas de las revistas y los periódicos. Internet estaba plagada de bloggers que decían que el presidente debía ser internado en un hospital, o sometido a una moción de censura, o ambas cosas a la vez. Los teóricos de la conspiración de todas partes estaban encantados con su clásico «yo ya lo decía». Derecha, izquierda y centro, todo el mundo quería saber qué era esta misteriosa Conspiración y quién formaba parte de la misma; a qué religión se refería el presidente; quién había sido incinerado en rituales secretos; cómo era posible que los muy distinguidos miembros del New World Institute estuvieran involucrados en algo parecido a las acusaciones proferidas por el presidente; y dónde estaban las pruebas de todo aquello.

En Oriente Próximo y en los enclaves musulmanes de Europa y del Pacífico las cosas no eran distintas. La gente y los gobiernos exigían detalles sobre aquel «genocidio». ¿En qué países y cuándo estaba previsto que tuviera lugar? ¿Cuántos muertos hubiera supuesto? ¿Quién se supone que habría colonizado sus tierras? ¿Qué más habría sucedido? ¿Cuál era el razonamiento, la meta detrás de todo? ¿Qué esperaban ganar los miembros de la sociedad secreta? ¿Se podía considerar realmente superada la amenaza? Y, finalmente, ¿no sería otro movimiento arrogante del presidente de Estados Unidos pensado para provocar un miedo intenso en el mundo islámico y así contrarrestar la posibilidad de ataques terroristas contra Norteamérica, Europa y el Pacífico con la terrible amenaza de una aniquilación total?