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Ahora lamentaba no haber acudido al funeral de Mike y del niño, como había sido su deseo. Si lo hubiera hecho, hubiera estado allí cuando ella tuvo el ataque de ansiedad y cuando fue a verla la doctora Stephenson. Pero no lo hizo, y eso había sido cosa de Caroline; ella le dijo que estaba rodeada de amigos, que su hermana y su cuñado irían desde su casa en Hawái y que, teniendo en cuenta el peligro que suponía su propia situación, era mejor que permaneciera donde estaba. Se reunirían más adelante, le dijo. Más tarde, cuando las cosas se hubieran calmado. En aquel momento, a Marten le pareció que ella estaba bien. Tal vez conmocionada, pero bien, y con la fuerza interior para seguir adelante que siempre había tenido. Y entonces ocurrió todo aquello.

Dios, cómo la había amado. Cómo la seguía amando. Cómo la amaría siempre.

Siguió andando, pensando solamente en eso. Finalmente se dio cuenta de la lluvia y de que estaba prácticamente empapado. Supo que tenía que encontrar el camino hasta su hotel y miró a su alrededor, tratando de situarse. Y entonces lo vio: un edificio iluminado a lo lejos. Una estructura clavada en su memoria desde la infancia, desde la historia, por los periódicos, por la televisión, por el cine, por todo. La Casa Blanca.

En aquel preciso instante la trágica pérdida de Caroline lo atrapó. Y bajo la lluvia y la oscuridad, y sin ninguna vergüenza, se puso a llorar.

Lunes 3 de abril

4

20.20 h

El cielo seguía encapotado y lloviznaba.

Nicholas Marten estaba sentado tras el volante de un coche de alquiler aparcado al otro lado de la calle del domicilio de la doctora Lorraine Stephenson, en Georgetown. La casa de tres plantas, en aquel barrio frondoso y acomodado, estaba a oscuras. Si había alguien dentro, estaba durmiendo o en una habitación trasera. Marten prefirió no asumir ninguna de las dos opciones. Llevaba allí más de dos horas; si alguien estaba durmiendo se tenía que haber acostado hacia las 18.30. Era posible, por supuesto, pero improbable. Por otro lado, durante aquellas dos horas alguien que hubiera estado en una habitación trasera la habría abandonado por alguna razón u otra: para ir a otra sala, a la cocina o algo parecido; debido a la hora del día y con aquel tiempo desapacible, con toda probabilidad esa persona habría encendido una luz para iluminarse el camino. De modo que el sentido común le decía que la doctora Stephenson todavía no había vuelto a casa. Y por eso esperaba. Seguiría haciéndolo hasta que volviera.

¿Cuántas veces se había sacado aquel día la nota del bolsillo de la cazadora para leerla? A aquellas alturas ya era capaz de recitarla de memoria.

Yo, Caroline Parsons, otorgo a Nicholas Marten, de Manchester, Inglaterra, el pleno acceso a todos mis documentos personales, incluidos los historiales médicos, y a los documentos de mi difunto esposo, el congresista de Estados Unidos Michael Parsons, de California.

La nota -mecanografiada, firmada con una rúbrica temblorosa por Caroline, y luego fechada, atestiguada, sellada y rubricada por un notario- le había sido entregada a Marten aquella misma mañana en su hotel. El día y la fecha de su redacción y la hora del envío resultaban reveladores: lunes, 3 de abril. Caroline lo había llamado a Manchester a última hora del jueves 30 de marzo para pedirle que fuera, y él había partido rumbo a Washington a la mañana siguiente. Su carta había sido redactada y rubricada por el notario el mismo día, el viernes 31 de marzo, pero él no había tenido noticia de ella hasta esa mañana. El viernes todavía estaba lúcida y consciente de que su tiempo se acababa e, insegura de si él llegaría antes de su muerte, llamó a un notario e hizo redactar el texto. Sin embargo, él no supo nada de su existencia y la carta no le fue entregada hasta después de la muerte de Caroline.

– Ésa fue su voluntad, como ya le escribí, señor Marten -le dijo el abogado de Caroline, Richard Tyler, cuando lo llamó para preguntarle. La carta de acompañamiento firmada por Tyler le informaba de que la nota de Caroline era, desde luego, válida. Hasta dónde podía llegar la autoridad que se le otorgaba en caso de ser cuestionada ante un tribunal era algo difícil de decir. Sin embargo, seguía siendo un documento legal y Marten podía utilizarlo como le pareciera-. Solamente usted debe de saber su intención al redactarlo, señor Marten, pero entiendo que era usted un amigo muy íntimo y querido en el que ella confiaba de manera incondicional.

– Sí -le respondió Marten, antes de agradecer a Tyler su ayuda y preguntarle si podría llamarlo más adelante si surgía alguna cuestión legal.

Estaba claro que Caroline no había discutido sus miedos o sospechas con su abogado, lo cual probablemente significaba que no se los había transmitido a nadie más que a Marten. Que el envío de la carta se retrasara hasta después de su muerte le daba la oportunidad de reflexionar y de ver cuán en serio iba Caroline cuando le decía que ella, su marido y su hijo habían sido asesinados. La carta y el momento de su entrega lo eran todo; habían sido pensados con consciencia de que Marten podía no creer totalmente sus alegaciones debido a su estado físico y mental, pero sabiendo también que, en caso de hacerlo, haría todo lo que estuviera en sus manos para descubrir la verdad.

Lo haría por lo que habían significado el uno para el otro durante tantos años, sin tener en cuenta los caminos divergentes que sus vidas habían tomado. Lo haría también por su propia identidad y por su manera de ser. La carta lo ayudaría a convencerse de que ella hizo bien. También ayudaría a abrir algunas puertas que, de lo contrario, podrían haber permanecido cerradas.

20.25 h

En el retrovisor de Marten se reflejaron de pronto unos faros y él se volvió a observar un coche que bajaba por la calle detrás de él. Al acercarse pudo ver que se trataba de un Ford último modelo de color oscuro. El coche aminoró la marcha al acercarse a la casa de Stephenson y luego siguió avanzando hasta doblar la esquina. Por un instante pensó que tal vez era la propia doctora, pero si lo era, cambió de opinión y pasó de largo. Eso le hizo pensar en la posibilidad de que quisiera volver a casa pero temiera hacerlo. Si era así, la razón por la que estaba allí cobraba más fuerza y cuadraba con lo sucedido antes, cuando Marten trató de ponerse en contacto con ella.

Aquella mañana la había llamado un par de veces a su consulta. Ambas veces le explicó a la recepcionista que era un amigo personal de Caroline y que quería hablar de su enfermedad con la doctora Stephenson. Cada vez le dijeron que la doctora estaba con pacientes y que le devolvería la llamada más tarde. A mediodía todavía no había recibido respuesta.

Después del almuerzo volvió a llamar. La doctora seguía sin estar disponible. Esta vez pidió que le dijeran a la doctora Stephenson que si tenía reticencias a la hora de hablar de la situación de la señora Parsons, no debía preocuparse porque él tenía autoridad legal para consultar su historial médico. Su tono fue totalmente profesional y tenía la intención de contrarrestar cualquier preocupación que la doctora Stephenson pudiera albergar. En realidad, a pesar de la carta de Caroline y de lo que ésta le había dicho, Marten no tenía razones reales para pensar que había existido juego sucio. Caroline estaba terminalmente enferma y bajo una presión enorme, y la vida le habría parecido desesperadamente perdida de todos modos. No obstante, la carta existía y las preguntas estaban ahí, así que, hasta que no estuviera plenamente convencido de que Caroline se equivocaba, seguiría investigando sobre el asunto.