– Peter -repitió con el mismo tono enfático de antes, mientras anunciaban el embarque en su vuelo-, trate de averiguar el nombre de la clínica a la que llevaron a Caroline Parsons después de que la doctora Stephenson le administrara la inyección, y antes de que la transfirieran al hospital universitario George Washington. Tuvo que estar allí varios días. Allí tiene que haber alguna información sobre quién la trató y de qué.
Marten sintió que el autocar disminuía la velocidad y levantó la vista. El hombre de las gafas oscuras y el polo amarillo lo miraba. Al verse sorprendido, sonrió desenfadadamente y luego volvió a girarse a mirar por la ventana. A los pocos minutos, el bus hizo su primera parada en la Plaça d'Espanya. Cuatro pasajeros se apearon, tres más subieron y el bus siguió su trayecto. Luego se detuvieron en Gran Via / Comte d'Urgell, y de nuevo en Plaça Universitat, donde tres pasajeros más recogieron su equipaje y se bajaron. Marren se mantuvo vigilante, con la esperanza de que su hombre del polo amarillo se levantase y marchara con ellos. Pero no lo hizo y el autocar siguió su camino.
La siguiente parada, Plaga de Catalunya, a poca distancia a pie del hotel Regente Majestic, era la suya. El autocar se arrimó a la acera y Marten se levantó junto a seis pasajeros más. Recogió su bolsa de viaje y se dirigió a la parte frontal del autocar, vigilando a su hombre mientras lo hacía. El hombre permaneció en su asiento, relajado y con las manos en el regazo, esperando a que el vehículo volviera a arrancar. Marten fue el último en apearse. Rodeó a un grupo de personas que esperaban para subir y se alejó en busca de una calle llamada Rambla de Catalunya y del hotel Regente Majestic. Al cabo de un momento, el aerobús pasó por su lado, avanzando entre el tráfico. Siguió andando unos instantes y luego algo lo hizo volver la vista atrás. El hombre del pelo canoso y el polo amarillo estaba de pie en la parada del autobús, mirándolo.
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Madrid, estación de Atocha, 13.05 h
Con un ejemplar de El País doblado bajo el brazo, el presidente de Estados Unidos John Henry Harris recorría el andén de la estación en medio de un grupo de pasajeros, en dirección al tren Altaria número 1138 que lo llevaría, en un trayecto de cinco horas en dirección noreste, hasta Barcelona. Desde allí tomaría el Catalunya Express para, en poco más de una hora, trasladarse hasta la ciudad que había sido antiguamente plaza fuerte árabe, Girona.
Todo había sido tramado la noche anterior, en el trayecto de regreso de casa de Evan Byrd, después de la reunión sorpresa con «sus amigos», como él los llamó. De inmediato, no le cupo duda de que si se negaba a satisfacer su petición, lo matarían. Eso significaba que no le quedaba otra alternativa que huir. Y eso hizo. Escapar a la vigilancia del Servicio Secreto y salir del hotel le resultó bastante difícil, pero lo que ahora le esperaba era algo totalmente distinto.
En su agenda europea estaba contemplado un período de paréntesis en el que tendría la oportunidad de dirigirse a la reunión anual de The New World Institute, un grupo estratégico de expertos en comercio internacional, del mundo académico y de antiguos líderes políticos que se encontraban una vez al año con el objetivo expreso de explorar el futuro de la comunidad mundial.
El NWI, una institución de más de doscientos años de historia, se había reunido en varios lugares exóticos por todo el mundo, pero durante los últimos veintidós años se había instalado en la exclusiva estación de montaña llamada Port Cerdanya, al norte de Barcelona. Como nuevo presidente de Estados Unidos, había sido invitado para ser el «ponente sorpresa» de este año y dar su conferencia principal en su servicio del domingo al alba. Accedió a ello cuando se lo pidió el clérigo anfitrión del acto, el rabino David Aznar, primo de su difunta esposa y un líder muy respetado de la numerosa comunidad judía residente en la ciudad española de Girona.
El hecho de que su esposa fuera judía se consideró al principio como un posible lastre político, pero al final demostró ser todo lo contrario. Era una mujer divertida, brillante y extrovertida, una compañera extraordinaria a quien el público adoraba. Que no hubiera podido tener hijos era algo triste que ambos habían aceptado, pero a medida que él empezó a escalar en la carrera política, se encontraron arropados como si el electorado entero fuera su familia. Recibían continuas invitaciones para pasar fiestas y celebraciones en las casas de ciudadanos individuales de todos los ámbitos económicos, raciales y religiosos, y a menudo las aceptaban. A la prensa le encantaba, a la gente le encantaba, a su maquinaria política le encantaba, y a él y a su esposa también.
Fue a través de ella por lo que el presidente conoció al rabino David, y ambos se hicieron buenos amigos cuando el rabino viajó varias veces de España a Washington para acompañarlos durante la enfermedad y rápido declive de su esposa. Estuvo allí cuando ella murió y ofició en su funeral; estuvo allí para abrazarlo la noche en que salió elegido; fue uno de sus invitados personales en la toma de posesión, y luego lo invitó a ser ponente sorpresa en la convención de Port Cerdanya. Y era a la casa del rabino David en Girona adonde ahora se dirigía, puesto que era la única persona físicamente a su alcance en quien osaba confiar, y el único lugar que conocía, al menos de momento, en el que podía esconderse.
Con la cabeza agachada, llegó al tren y se acomodó en un vagón de segunda en medio de una muchedumbre de otros pasajeros, con la misma actitud apocada que había adoptado dentro de la estación, cuando esperó pacientemente en la cola para pagar su billete en efectivo; la misma manera en que lo había pagado todo hasta ahora, en las calles de Madrid y en la cafetería en la que se había refugiado antes de llegar a la estación, tratando de confundirse entre la gente, sin llamar la atención. De momento, la suerte lo había acompañado: nadie le había prestado ni la más mínima atención.
De momento.
Sabía que a estas alturas Hap Daniels tendría a la Inteligencia española, al FBI, a la CIA y probablemente a media docena más de agencias de seguridad trabajando frenéticamente para volverlo a meter bajo el control del Servicio Secreto. Estaba igualmente convencido de que la NSA estaría utilizando satélites para monitorizar electrónicamente las comunicaciones por todo el territorio español. Era por esto por lo que había dejado su equipo de comunicación en el hotel, su teléfono móvil y su Blackberry, porque sabía que cualquier intento que hiciera por ponerse en contacto con alguien sería interceptado en cuestión de segundos, y que lo detendrían antes de que hubiera avanzado media manzana más.
Pocas horas antes había sido el hombre más protegido y poderoso del planeta, con todas las agencias y tecnologías más avanzadas al alcance de su mano. Ahora, en cambio, era un hombre solo, despojado de todo excepto de su astucia e ingenio, y llevaba sobre su espalda la misión de detener el primer intento genuino de golpe de Estado del que tenía conocimiento en toda la historia de Estados Unidos.
No sólo de detenerlo, sino de aplastarlo. Fuera lo que fuese. Asesinar a los líderes de Francia y Alemania y remplazados con líderes en los que pudieran confiar para que se doblegaran a su voluntad en las Naciones Unidas era sólo el principio. La segunda parte era poner a Oriente Próximo bajo su control y, en ese proceso, barrer a los estados musulmanes de la zona. Cómo lo harían era el auténtico horror: el plan desconocido de lo que tenía que ser una campaña de destrucción masiva, la cual estaba seguro que había sido concebida y diseñada por el antiguo científico militar sudafricano Merriman Foxx. Era una pesadilla que superaba cualquier cosa imaginable.