El sonido de la puerta que se abría al fondo del vagón le hizo levantar la vista. Dos de los hombres armados y uniformados que habían subido al tren en Lleida entraron y se quedaron de pie vigilando a los pasajeros, mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. Harris advirtió que eran miembros del CNP o Cuerpo Nacional de Policía. Llevaban rifles automáticos colgados al hombro, permanecieron en silencio un momento más y luego se pusieron a avanzar lentamente, uno de ellos escrutando a los pasajeros del lado derecho, el otro a los del lado izquierdo. A medio vagón, el primer poli se detuvo y miró a un pasajero que llevaba un sombrero de ala ancha, luego le pidió que se identificara. El otro poli se acercó y los observó mientras el hombre obedecía. El primer poli estudió el carnet del hombre y luego se lo devolvió, y ambos prosiguieron por el pasillo.
Harris los observó acercarse, luego volvió a mirar a su periódico. Había pocas dudas de que lo buscaban a él, que se fijaban en cualquiera que tuviera el más mínimo parecido con él o, en el caso del hombre del sombrero, en cualquiera al que no pudieran identificar con claridad.
Se acercaron más y él sentía que el corazón se le aceleraba, que las gotitas de sudor se le acumulaban en el labio superior. Mantuvo la cabeza gacha, leyendo, esperando que pasaran y se largaran al vagón siguiente.
– Usted -dijo el poli-, ¿cómo se llama? ¿Dónde vive?
Con el corazón en la boca, Harris levantó la vista. El poli no lo miraba a él sino al hombre de la boina que dormitaba a su lado. Lentamente, el hombre se levantó la boina y lo miró. Ahora el segundo policía se había reunido con el primero. Harris se sentía como un corderito delante de dos leones hambrientos. Lo único que tenían que hacer era fijarse en él.
– ¿Nombre? ¿Dirección? -volvió a soltarle el poli.
– Fernando Alejandro Ponce. Vivo en Barcelona, Carrer del Bruc, número 62 -dijo el de la boina-. ¡Soy artista! -De pronto se empezó a indignar-. ¡Pintor! ¿Qué sabe usted de arte? ¿Qué quiere de mí?
– Documentación -dijo el poli con voz firme.
Ahora todo el mundo los miraba.
El segundo poli se descolgó el rifle automático y lentamente, enojado, Fernando Alejandro Ponce buscó en su cazadora y sacó un DNI. Se lo entregó al primer policía.
De pronto se volvió hacia Harris.
– ¿Por qué no le pregunta su nombre a este señor? ¿Y dónde vive? ¿Por qué no le exige la documentación? ¡Sería lo justo! ¡Vamos, pídasela!
«Dios mío», pensó Harris, aguantando la respiración, esperando que el poli aceptara el reto del hombre y haría lo que le pedía. El poli miró el carnet de identidad de Alejandro y luego se lo devolvió.
– Vamos, ¿no se lo pregunta? -Furioso, Fernando Alejandro le mostró el carnet a Harris.
– Vuelva a dormir, artista -le dijo el poli.
Luego echó una mirada rápida a Harris, se dio la vuelta y, con su compañero, prosiguieron su recorrido por el vagón. Al cabo de un momento salieron por la puerta del fondo.
Alejandro los siguió con los ojos todo el camino y luego le gritó a Harris:
– ¡Hijos de puta! ¿A quién coño buscan?
– No tengo ni idea -dijo Harris, encogiéndose de hombros-. No tengo ni la más remota idea.
45
Barcelona, 17.00 h
Veinte minutos después del accidente en el Barrio Gótico, Nicholas Marten se marchó del hotel Regente Majestic, después de disculparse con el comprensivo chico de recepción que estaba de turno y explicarle que su periódico había decidido cambiarlo de misión sin previo aviso. Amablemente, el chico le canceló el depósito que había sido cargado a su tarjeta de crédito y rompió el recibo correspondiente. Al cabo de cinco minutos ya no estaba en el hotel y se encontraba de nuevo en la calle, con su bolsa de viaje, sin haberle dicho a Demi lo que acababa de hacer. Estaba claro que no tenía manera de saber si Pelo Canoso había sido avisado de su presencia en el restaurante por el camarero, o si el hombre le había seguido el rastro hasta el Regente, o si alguien desde el hotel lo había alertado y desde allí lo había seguido, pero abandonando el hotel como acababa de hacerlo dejaba sin pistas claras a cualquiera que quisiera seguirle.
No obstante, sabían que estaba en Barcelona, y una vez muerto Pelo Canoso era sólo cuestión de tiempo que le mandaran a otro para sustituirlo; alguien que sería capaz de reconocerle pero a quien él no conocería. Un extraño. La única ventaja que tenía era que ahora conocía la identidad de Pelo Canoso: Klaus Melzer, Ludwigstrasse 455, Múnich, Alemania. Ingeniero de caminos.
Marten supo que estaba muerto en el instante en que vio la impresionante abolladura en la parrilla frontal del camión y la manera en que el cuerpo estaba tumbado en el suelo frente al vehículo. La ausencia de pulso en la arteria carótida se lo confirmó. Todo lo demás, los gritos a la muchedumbre para que llamaran una ambulancia, el intento de sentir los latidos del corazón abriendo la chaqueta del hombre, cuando se la volvió a cerrar y su segundo ruego para que acudiera la ambulancia, fue todo comedia. Vio el leve bulto en la chaqueta del hombre al inclinarse sobre él; eso era lo que quería y lo que se llevó al marcharse: la cartera de Pelo Canoso. Dentro encontró su permiso de conducir alemán, tarjetas de crédito y varias tarjetas comerciales en las que aparecía su nombre y el de su empresa: Karlsruhe & Lahr, Bauningenieure, Brunnstrasse 24, Múnich.
27.44 h
Marten se registró en el hotel Rivoli Jardín. Seguía en el Barrio Gótico, pero varias manzanas al sur del Regente Majestic. De nuevo, al no tener elección, utilizó su nombre y documentación reales para registrarse. A los diez minutos ya había deshecho la maleta y se puso a llamar a Peter Fadden a Londres por el móvil. En vez de responderle el periodista del Washington Post, le salió la voz grabada del contestador diciendo que Fadden no podía atenderle y que por favor dejara un mensaje. Y Marten así lo hizo, para pedirle a Fadden que lo llamara lo antes posible. Luego colgó y marcó el número del Regente Majestic para hablar con Demi. El teléfono de la habitación sonó, pero no hubo respuesta. Colgó sin dejar mensaje y con la incómoda sensación de que tal vez hubiera sido un error dejarla marchar. La mujer ya se había intentado librar de él en otra ocasión y volvía a estar enojada por el episodio en Els Quatre Gats. ¿Y él qué había hecho? Meterla en un taxi y dejar que se largara. Daba igual lo que ella le hubiera prometido, lo único que tenía que hacer era marcharse del hotel y seguramente no podría volver a encontrarla. Por encima de todo seguía teniendo esa rara impresión de ella, de su manera de actuar, la sensación que había tenido antes de que estaba vagamente desconectada y que todo lo que hacía tenía poco que ver con ella misma. Si eso tenía que ver con su hermana desaparecida, o si todo el asunto era una invención y se trataba de algo totalmente distinto, resultaba imposible de saber. Fuera lo que fuese, ahora se juntaba con la inquietud que ahora sentía por ella.
Marten dejó el teléfono y cogió el permiso de conducir de Klaus Melzer-Pelo Canoso. Le dio una vuelta y luego volvió a mirar su tarjeta de visita. Sin tener en cuenta que Marten le hubiera sido «entregado» desde el aeropuerto, ¿qué demonios hacía un ingeniero de caminos alemán de cuarenta y pico años siguiéndole? No tenía ningún sentido.
A menos que…
Marten cogió el teléfono y marcó el número de Múnich correspondiente a Karlsruhe & Lahr que aparecía en la tarjeta. Tal vez su documentación -permiso de conducir, tarjetas de crédito, tarjetas comerciales- fuera falsa; tal vez Karlsruhe & Lahrs ni siquiera existía. A los diez segundos, la segunda parte de su suposición se desvaneció: