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– Karlsruhe und Lahr, gutten nachmittag. -Karlsruhe & Lahr, buenas tardes, dijo una alegre voz femenina.

Cinco segundos más y la primera parte también fue desmentida:

– Con Klaus Melzer, por favor -dijo Marten.

– Lo siento, el señor Melzer no estará en el despacho hasta la semana que viene -dijo la voz en un inglés con fuerte acento-. ¿Desea dejar algún recado?

– ¿Sabe dónde lo podría encontrar?

– Está de viaje, señor. ¿Quiere que le diga que le llame?

– No, gracias. Ya volveré a llamarle.

Marten colgó.

Así que Klaus Melzer existía, y también Karlsruhe & Lahr. Esa confirmación lo devolvió a su pregunta iniciaclass="underline" ¿por qué lo estaría siguiendo un ingeniero alemán de mediana edad, supuestamente con un buen empleo? ¿Por qué pareció tan profesional el cambio de espía que hizo el joven inicial con Melzer en el aeropuerto? ¿Por qué salió corriendo cuando Marten estaba a punto de encararse con él? Lo único que hubiera tenido que hacer era negar cualquier acusación que Marten le hubiera hecho y eso habría sido todo. Marten no habría podido hacer nada más. Pero no había sido así, y ahora Melzer estaba muerto.

– Maldita sea -exclamó Marten, frustrado, y luego cogió el teléfono e intentó localizar a Demi de nuevo.

Lo dejó sonar hasta que la operadora volvió a ponerse.

– Lo siento, la señora Picard no contesta.

– Gracias -dijo Marten, y cuando estaba a punto de colgar se le ocurrió preguntar otra cosa-: ¿Ha llegado ya el reverendo Beck? Venía de Malta.

– Un segundo, por favor. -Se hizo una breve pausa y luego la operadora volvió a ponerse-. No, señor. Todavía no.

– Gracias.

Marten colgó, respiró concienzudamente y cruzó la habitación para enchufar el cargador de batería de su móvil. Si Demi no contestaba y el reverendo todavía no había llegado, ¿dónde estaba? De nuevo tuvo la inquietante sensación de que se había marchado, tal vez para encontrarse con Beck, o incluso con Merriman Foxx. Si lo había hecho, tal vez ya no estuviera en Barcelona sino en cualquier otro lugar. Y de ser así, esta vez se habría asegurado de no dejar rastro para que él no pudiera encontrarla.

46

17.58 h

El presidente John Henry Harris observó cómo el paisaje, antes campestre, se iba volviendo suburbano y luego urbano a medida que el tren Altaria n.° 01138 se acercaba a Barcelona. A lo lejos podía ver la luz del sol brillando sobre el mar Mediterráneo. En cinco minutos llegarían a la estación de Barcelona-Sants. Su plan era conectar con el Catalunya Express de las 18.25 que, si no había problemas, lo dejaría en Girona a las 19.39. Una vez allí no podría llamar a la casa del rabino David Aznar porque sabía que sus teléfonos estarían intervenidos por alguna pieza de la maquinaria de inteligencia de Hap Daniels; eso significaba que debería encontrar la casa por sus propios medios. Había llegado hasta aquí sin ser descubierto y debía confiar en su suerte y pensar que podría proseguir su camino sin problemas.

18.08 h

El Altaria entró en la estación de Sants con cinco minutos de retraso. John Henry Harris se levantó con el resto de los pasajeros que recogían sus cosas.

Saludó con la cabeza a Fernando Alejandro Ponce, su compañero de butaca artista, y luego siguió a los demás para bajar del tren. Al hacerlo, el corazón se le volvió a subir a la garganta. Policías armados y uniformados bloqueaban todas las salidas y comprobaban la identificación de todo aquel que salía del andén. Las colas eran interminables. Lo único que se le ocurrió a Harris era que Hap Daniels -bajo las órdenes del director del Servicio Secreto en Washington, o del secretario de Seguridad Nacional, o del vicepresidente Hamilton Rogers y el resto de «colegas» de Jake Lowe- había decidido poner la directa. Significaba que este tipo de comprobaciones se estaban llevando a cabo por toda España, por no decir toda Europa.

18.12 h

El presidente Harris estaba en la cola de la taquilla para comprar el billete del Catalunya Express que debía partir hacia Girona en trece minutos. No había comprado el billete desde Madrid intencionadamente, puesto que no quería alertar a nadie que pudiera haberlo reconocido, o que pudiera ser interrogado a posteriori -particularmente al vendedor del billete-, del destino de su periplo. Pero ahora deseaba haberlo hecho. La cola para comprar billetes era larguísima y la policía se paseaba arriba y abajo, escrutando atentamente a los que compraban. Y no sólo aquí, sino en todas las taquillas.

18.19 h

La cola iba avanzando a paso de tortuga, La gente a su alrededor murmuraba sobre lo que ocurría. Entre ellos también había miedo, con el recuerdo del horror vivido en Atocha el 11 de marzo del 2004 todavía doloroso en sus memorias. Sin duda se preocupaban por las fuerzas de seguridad que los rodeaban. Muchos esperaban que una bomba hiciera explosión en cualquier momento.

18.22 h

La cola se iba acortando y Harris podía ver ahora a los vendedores que dentro de sus cabinas comprobaban la identificación de todo aquel que compraba un billete, mientras algunos miembros de la policía nacional supervisaban la operación desde dentro.

Lenta, fácilmente, se apartó de la cola y anduvo hacia el lavabo de caballeros. Lo que debía hacer ahora era salir de aquel edificio y encontrar alguna otra manera de llegar a Girona. Cuál, no lo sabía, porque estaba convencido de que cualquier estación de tren o autobús estaría sometida a la misma estricta vigilancia.

Harris pasó por delante de uno de los paneles de distribución del periódico gratuito ADN, en su edición vespertina. En la portada había una foto suya bajando de la limusina presidencial, tomada en algún punto el día anterior. El titular en español decía:

«HARRIS ESCAPA A UNA AMENAZA TERRORISTA EN MADRID»

Siguió andando cabizbajo, pasando por delante de tiendas, restaurantes y de un infame número de policías uniformados. Finalmente llegó al lavabo de hombres y se metió dentro, pasando frente a un policía apostado justo dentro de la puerta. Había media docena de hombres que usaban los urinarios. Harris se dirigió rápidamente a uno de los retretes y cerró la puerta. ¿Qué iba a hacer ahora? Estaba viviendo la mayor pesadilla imaginable. Deseó con todas sus fuerzas despertarse y descubrir que todo había sido sólo eso, una espantosa pesadilla. Pero no lo era y él lo sabía. Tenía que encontrar una manera de salir del edificio, aunque no sabía nada de Barcelona, por no decir de cómo llegar a Girona en algún medio de transporte seguro.

Se sentó en el retrete e intentó pensar. De momento, al menos aquí, con la puerta de la cabina cerrada, estaba a salvo. Pero eso duraría solamente hasta que alguien tratara de utilizarlo o el policía apostado en la puerta empezara a sospechar y se acercara a comprobar qué ocurría. Su primera ocurrencia fue llamar al rabino David a Girona y pedirle que cogiera el coche y viniera a Barcelona a recogerlo, y luego que pensara en un lugar en el que encontrarse y esconderse mientras no llegaba. Pero sabía, por lo que estaba viendo en la estación, que eso estaba fuera de cuestión. Si antes había pensado que los teléfonos del rabino podían estar controlados, ahora no le cabía ninguna duda. Al parecer, cada centímetro cuadrado de todo el territorio estaba controlado. Sus perseguidores, aunque ellos no lo supieran, estaban literalmente a pasos contados de él.