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– ¿La impresión y el temor?

– Sí.

– Impresión y temor significan incertidumbre. Y usted lo tenía muy claro cuando me lo ha dicho. ¿Por qué?

– Por lo que la doctora Stephenson me dijo antes de morir. Ella creyó que yo era uno de «ellos», fueran quienes fuesen «ellos», tal vez sus supuestos amigos, y que la iba a llevar a ver al «doctor», como ella mismo lo llamó. Se refería a Merriman Foxx.

– ¿Justo antes de morir? -El presidente lo miró con expresión incrédula-. ¿Estaba usted allí cuando murió? ¿Cuando la decapitaron?

Marten guardó silencio un largo rato. Él era el único en el mundo que conocía la verdad. Entonces se dio cuenta de que ahora, llegados a este punto, ya no había motivo para ocultársela, especialmente al hombre que tenía delante:

– No fue asesinada, presidente. Se suicidó.

– ¿Se suicidó? -El presidente estaba estupefacto.

– En la calle, cerca de su casa. Era de noche. La esperé hasta que llegó a casa e intenté interrogarla sobre lo que le había sucedido a Caroline. Estaba asustada. Creo que lo que más miedo le daba era que la llevaran «al doctor» y lo que éste podía llegar a hacerle. Llevaba una pistola. Al principio pensé que iba a dispararme, pero en vez de hacerlo, se la metió en la boca y apretó el gatillo.

»No pude hacer nada para evitarlo y no quise contárselo a la policía porque entonces Foxx se enteraría. De modo que me alejé rápidamente de la escena. La decapitación tuvo que haber ocurrido muy poco después. Eso significa que alguien la estaba vigilando.

El presidente estaba claramente confuso.

– ¿Por qué hacerle algo así cuando ya estaba muerta?

– Yo también me lo he preguntado y he llegado a la conclusión de que el suicidio de una médico de su fama, ocurrido tan pronto después de la muerte de una de sus pacientes más conocidas, podía levantar sospechas y provocar que algunas personas empezaran a hacer preguntas, en especial al ocurrir tan pronto después de las muertes del marido congresista y de su hijo. Pero un asesinato es diferente. Es algo impersonal, puede pasarle a cualquiera. Además, no había manera de disimular un suicidio como ése, presidente. Quien lo hizo comprendía esto con claridad y, sencillamente, se llevó la cabeza.

– Dios mío -suspiró el presidente.

– Eso es lo que yo dije.

2.30 h

Marten volvió a mirar a la calle.

Seguía sin haber ni rastro de Demi.

55

Puesto de mando de los Servicios Secretos de EE. UU.,

Madrid, 2.30 h

– Las llamadas de Barcelona han sido realizadas por una mujer, señor. -De nuevo, la voz de la especialista Sandra Rodríguez volvió a sonar por el auricular de Hap Daniels. Estaba en el almacén de la CIA, de pie frente a la pantalla de un ordenador, seleccionando una interminable lista de informes del amasijo de agencias de inteligencia que intentaban sin éxito localizar al presidente.

– Sonaba joven y hablaba español con acento danés. A la inteligencia española le llevó un buen rato escuchar las cintas y descifrar lo que decía.

– ¿Qué trataba de averiguar? -la premió Daniels.

– Buscaba a un hombre, empleado o huésped de un hotel, no lo especificaba. Lo único que daba como dato era el nombre, Nicholas Marten. Marten con e, no con i.

– ¿Marten? -dijo Daniels bruscamente y levantó la vista. Jake Lowe lo miraba desde el otro extremo de la sala. Daniels se volvió-. ¿Sabemos si ha conseguido localizar a ese Nicholas Marten?

– Sí, señor. Está en el hotel Rivoli Jardín. Barcelona 08002.

– Gracias.

Jake Lowe se había vuelto de espaldas a la sala y hablaba por un teléfono protegido con el asesor de Seguridad Nacional, Jim Marshall, en la sala de guerra de la embajada de Estados Unidos en Madrid.

– Puede que tengamos algo importante -dijo Lowe en voz baja y ansiosa-. La inteligencia española ha localizado a un tal Nicholas Marten en un hotel de Barcelona. Alguien hizo una serie de llamadas tratando de localizarle.

– ¿Marten? -Se animó Marshall-. ¿El mismo Marten relacionado con el caso Caroline Parsons?

– No estamos seguros.

– ¿Sabemos quién trataba de encontrarle?

– Una mujer. No sabemos quién es ni por qué lo buscaba. Ni siquiera si es «nuestro» Nicholas Marten. Pero si lo es, está claro que el presidente lo reconocería; se encontraron en la habitación de hospital en la que estaba la señora Parsons y luego quiso saber más cosas de él, y nosotros le dimos la información.

– Señor Lowe -la voz de Daniels sonó por un canal distinto del auricular y se volvió para ver a Daniels que le hacía gestos-, tal vez quiera echar una ojeada a esto.

De inmediato, Lowe cruzó la sala para mirar en la pantalla del ordenador ante el que estaban Daniels, el jefe de unidad Kellner y el director adjunto del Servicio Secreto, Ted Langway. En ella aparecía la foto del periódico de Marten tomada en las calles de Barcelona: la misma foto que el presidente había utilizado para identificarlo.

– De la edición vespertina del ADN de ayer. Ése es Marten -dijo Daniels, convencido.

– ¿Está seguro?

– Absolutamente. Acompañaba al presidente cuando lo vimos en el Hospital Universitario.

– Tenemos la confirmación de Marten -le dijo Lowe a Marshall por el auricular, luego miró a Daniels-. Localícenlo, pero nada más. Que lo localicen y lo sigan. Que no sepa que está vigilado.

De pronto Daniels se volvió hacia Kellner:

– ¿Tiene usted efectivos en Barcelona?

– Sí.

– Póngalos a trabajar.

– De acuerdo.

– Hap -Lowe miró a Daniels-. ¿Qué le dice su instinto? ¿Está el presidente con él?

– Quisiera responderle que sí, pero no hay manera de saberlo hasta que podamos comprobarlo.

– Quiero que lo hagamos nosotros mismos.

Daniels frunció el ceño, confundido:

– No sé si le sigo.

– No sabemos en qué condiciones físicas o psicológicas se encuentra. Lo que sí sabemos es que está enfermo, de modo que, pase lo que pase, hay que actuar con una delicadeza extrema. Cuando lo abordemos habrá que hacerlo con gente a la que pueda reconocer al instante. Hay que evitar caras extrañas, o agentes de la CIA o de la inteligencia española -miró al director adjunto, Ted Langway-. Ni siquiera usted, señor Langway. Le propongo que permanezca en Madrid. -Lowe volvió a mirar a Daniels-. No quiero empeorar las cosas todavía más para él. Si quiere una orden directa, puedo obtenerla del vicepresidente.

– No la necesitaré, señor.

– El doctor Marshall también querrá estar.

– ¿El doctor Marshall?

– Sí.

Hap Daniels mantuvo la mirada de Lowe por un brevísimo instante:

– Sí, señor -dijo, antes de volverse y marcharse, mientras hablaba por su altavoz.

– Quiero un coche de persecución, un furgón blindado equipado con ambulancia, un par de médicos y dos técnicos de urgencias médicas, con tres coches más de seguridad para secundar la persecución, todo preparado en Barcelona dentro de una hora. Que un coche recoja al doctor Marshall en la embajada y lo lleve al aeropuerto.

Volvió a mirar otra vez al jefe de unidad Kellner:

– ¿Puede conseguir que la inteligencia española nos dé autorización aérea prioritaria para un vuelo a Barcelona?