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– Le he preguntado si éste es el señor Marten -le insistió de nuevo la detective Ortega al recepcionista, señalando la foto del periódico y tratando de ignorar la fuerte música cubana que llegaba desde el club Jamboree hasta el vestíbulo del hotel.

– Sí -asintió el hombre, paseando nerviosamente la mirada entre la detective Ortega y los hombres que tenía detrás-, sí.

– Hay otro hombre con él -dijo ella, convencida.

El recepcionista volvió a asentir, ahora con un gesto de la cabeza. Estaba claro que no tenía ni idea de qué se trataba o de lo que estaba ocurriendo.

El detective Tárrega dio un paso adelante:

– ¿Están los dos en la habitación, ahora mismo?

– Sí, creo que sí -dijo el hombre, nervioso-. No se lo puedo asegurar, porque he estado ocupado, pero para marcharse deberían haber pasado por delante del mostrador y yo no los he visto. He estado toda la noche aquí. El jefe me ha hecho trabajar dos turnos seguidos. Yo no le he pedido hacer horas extras, pero me ha dicho que esto es lo que hay.

– Ese otro hombre, ¿quién es? -insistió la detective Ortega-. ¿Cómo se llama?

– No lo sé. Dijo que era el tío del señor Marten. Yo mismo le he dejado subir a la habitación.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Como el tío de cualquier persona -sonrió el recepcionista, atemorizado.

– Responda a la pregunta, por favor -le apremió Ortega-. ¿Qué aspecto tiene?

– Mayor… bueno, no muy mayor, pero un poco. Casi calvo, con gafas.

– ¿Calvo?

– Casi, sí.

El detective Tárrega miró al detective León y le hizo un gesto hacia el ascensor, luego volvió a mirar al empleado, y le dijo:

– Por favor, denos la llave de la habitación de Marten.

– Yo… Eso va contra las normas del hotel… -empezó a protestar el recepcionista, pero luego decidió rápidamente no insistir. Nervioso, cogió una llave electrónica virgen, la programó y se la entregó a Ortega.

De pronto, Tárrega miró a Juliana Ortega.

– Cubre aquí, vamos a subir.

3.12 h

La puerta del ascensor se abrió en la cuarta planta y Tárrega y León salieron. En pocos segundos habían tomado posiciones en ambos extremos del pasillo, desde donde podían ver claramente la puerta de la habitación 408.

Sabían que la 408 era la habitación de Marten, no porque se lo hubieran preguntado al recepcionista, sino porque se habían metido en el sistema de reservas del hotel antes de llegar para confirmarlo. Y también habían confirmado que Marten no había hecho ninguna llamada desde el teléfono de la 408, ni había pedido nada del servicio de habitaciones. Para ellos y para los agentes de fuera, y a todos los efectos prácticos, Nicholas Marten y su huésped calvo seguían dentro de la habitación.

58

Helicóptero Chinook del ejército estadounidense, a los veinte minutos de su despegue de Madrid, rumbo a Barcelona, 3.16 h

– ¿Calvo? -Hap Daniels contestó a la llamada de radio que se oía por encima de los rugidos del motor del helicóptero.

Inmediatamente miró a Jake Lowe y al asesor de Seguridad Nacional James Marshall, sentados delante de él.

– Los efectivos nos informan de que un hombre ha entrado en la habitación de Marten alegando que era su tío. Era calvo. O casi calvo. A menos que el POTUS se haya afeitado la cabeza, tenemos al hombre equivocado.

– Tal vez sí se haya afeitado la cabeza -dijo Lowe, mirando primero a Marshall y luego a Daniels-. Mantengan a los efectivos donde están. Calvo o no, que actúen como si fuera el POTUS.

– ¿Cuándo llegaremos?

– Aterrizaje en la sede central de policía de Barcelona a las 3.30 horas. Diez minutos más hasta el hotel.

Chantilly, Francia, 3.25 h

Victor estaba acurrucado en la oscuridad del bosque a un kilómetro del hipódromo de Chantilly, junto a las pistas de entrenamiento para caballos purasangres de competición llamadas Coeur de la Forêt, o «corazón del bosque». Le quedaban todavía más de tres horas y media hasta que sus objetivos aparecieran y, sin embargo, incluso en medio de la oscuridad y la humedad del bosque, Victor se sentía cómodo y satisfecho.

Lo habían mandado, tal y como le prometieron, en pasaje de primera clase en avión, de Madrid a París. Luego siguió las instrucciones: tomó un taxi en el aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle hasta la Gare du Nord, y desde allí un tren hasta Chantilly, donde se registró en una habitación reservada a su nombre del hotel Chantilly; en ésta le esperaban el rifle M14 y la munición que necesitaría, empaquetados dentro de una bolsa cerrada de golf con su nombre en la etiqueta y enviados por tren desde Niza. Luego se fue a pasear por el bosque, encontró las pistas de entrenamiento Coeur de la Forêt y eligió el lugar en el que se encontraba ahora y desde el cual dispararía cuando los jinetes estuvieran entrenando a sus purasangres, justo después del amanecer.

3.27 h

– Victor -La voz cálida y segura le llegó por el auricular.

– Sí, Richard.

– ¿Estás en tu posición?

– Sí, Richard.

– ¿Va todo bien? ¿Estás lo bastante abrigado? ¿Tienes todo lo que necesitas?

– Sí, Richard.

– ¿Alguna pregunta?

– No, Richard.

– Buena suerte, entonces.

– Gracias, Richard. Todo irá bien.

– Lo sé, Victor. Lo sé muy bien.

Victor oyó colgar a Richard y volvió a acomodarse entre el follaje. Se sentía cómodo, hasta feliz. El bosque a oscuras y los sonidos nocturnos a su alrededor, hasta la humedad mohosa que lo cubría todo, le parecían naturales y acogedores, como si eso formara parte de un mundo -tan alejado y tan distinto de la maleza del desierto de Arizona, donde había pasado toda la vida hasta que lo encontraron- al que pertenecía de verdad.

3.30 h

Una polilla revoloteó y le tocó la cara, y Victor la apartó delicadamente, cuidando de no lastimarla. Se preocupaba muchísimo por los seres vivos, lo había hecho toda la vida, y toda la vida había pagado por ello; demasiado sensible, demasiado emotivo, un niño de mamá llorica, todo eso le habían llamado, incluso en su propia familia. Esos comentarios le herían profundamente y sugerían una debilidad impropia de un varón; de adolescente y, más tarde, de adulto, quiso ocultar su sensibilidad. Peleas y broncas en el instituto, luego peleas en los bares y acusaciones de asalto y agresiones, de vez en cuando pequeñas condenas de prisión. Le daba iguaclass="underline" era todo lo duro y masculino que cualquier situación requiriera, todo lo duro y masculino que hiciera falta. Eso lo percibió Richard en su primera conversación telefónica.

Al hacerlo, le hizo ver a Victor que no había nada malo en la manera en que se sentía y que aquellas mismas emociones eran compartidas por cientos, miles, hasta millones de otros hombres. Desde luego que le hería cuando la gente próxima a él le criticaba por ello, pero eso no era nada comparado con lo que otros hacían en el mundo. Richard le hablaba de gente que daba poco valor a la vida excepto para conseguir sus propios fines. Terroristas. Asesinos contra los que el mundo se jactaba de luchar pero que, excepto en contadas ocasiones, poco podía hacer para detener, ni siquiera con el uso de potentes ejércitos.