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Fue entonces cuando Richard le preguntó si podía estar interesado en incorporarse a un movimiento clandestino de luchadores por la libertad, dedicado a proteger la patria americana, que iba a derrotar a aquella gente y a sus organizaciones por todo el mundo. Victor asintió inmediatamente.

El hombre al que había asesinado al bajar del tren en Washington -Richard se lo había contado varios días antes- era un joven jugador de béisbol de Centroamérica. Pero era también miembro de una organización terrorista que comandaba células de espera en el corredor entre Washington y Nueva York y que iba a abandonar el país al día siguiente para informar a sus jefes en Venezuela y para organizar el transporte de más de sus miembros y dinero a Estados Unidos. Las autoridades estaban al corriente pero, debido al sistema burocrático y a sus múltiples niveles de autoridad, no habían hecho nada para detenerlos. Era necesario que se actuara antes de que el hombre abandonara el país, y Victor lo hizo.

Sucedió lo mismo en Madrid, cuando Richard insistió en que caminara por Atocha y visualizara el horror que los terroristas habían creado allí. Fue un acto de terror que debía haber sido, y podía haber sido, detenido mucho antes de que ocurriera.

Seguir al presidente tanto en Berlín como en Madrid había sido un sencillo ejercicio. Richard quiso demostrarle directamente lo fácil que resultaba para cualquiera acercársele lo bastante como para matarlo, a pesar del fuerte dispositivo de seguridad.

Ese era el motivo por el cual se encontraba ahora en Chantilly, no sólo para probar sus dotes de tirador, sino también porque los jinetes formaban parte de una facción terrorista establecida en el norte de Francia. La idea era eliminarlos, poco a poco, uno a uno y por cualquier medio. Era la guerra, y si nadie más era capaz de lucharla como era debido, gente como Victor y Richard se encargarían de hacerlo.

De momento Victor había jugado bien sus cartas. Valoraban sus dones y su dedicación y se lo decían. Para él, esto era lo más importante.

3.35 h

Victor levantó una mano enguantada y se acercó el M14 para dejarlo reposar cómodamente en su axila. Sólo le quedaba descansar y esperar a que llegaran los jinetes justo antes de las siete.

59

Barcelona, comisaría central de policía, 3.40 h

Entre una humareda de polvo y un rugido ensordecedor, el helicóptero Chinook del ejército estadounidense se posó en el helipuerto de la comisaría. Al instante, los motores se apagaron y la puerta se abrió deslizándose. Hap Daniels, su delegado Bill Strait, Jake Lowe, el doctor James Marshall y cuatro agentes más del Servicio Secreto saltaron al suelo. Agachados debajo de las hélices todavía batientes, se dirigieron a los tres coches de camuflaje con las puertas abiertas que los esperaban al final de la pista. En unos instantes los hombres estuvieron dentro, las puertas se cerraron y los coches se pusieron en marcha.

Hotel Rivoli jardín, 3.45 h

La música y el tráfico llenaban las calles como si estuvieran a pleno día. Los juerguistas iban y venían por las dos puertas principales del hotel como si el Rivoli Jardín estuviera ofreciendo una fiesta de puertas abiertas para toda la ciudad, el centro de la cual era la música que retronaba desde el club Jamboree al fondo del vestíbulo.

Hasta el momento, ninguno de los seis agentes especiales de los GEO, apostados en los coches de camuflaje del exterior, había detectado al hombre identificado como Nicholas Marten ni a su «tío» calvo abandonando el edificio. Ni tampoco los efectivos de la azotea al otro lado de la calle habían advertido ninguna actividad dentro de las cortinas corridas de la oscura habitación 408. La única iluminación procedente de la estancia parecía proceder de una tenue luz del pasillo o del baño, que estaba encendida desde que llegaron. Tampoco había ningún cambio para los agentes de la CIA que actuaban como detectives de la policía metropolitana, Tárrega y León, destacados en el pasillo frente a la habitación. Y lo mismo era cierto para la efectivo que se presentó como Juliana Ortega y que vigilaba en el vestíbulo. La información era que si los dos «hombres objetivo» estaban en la habitación cuando llegaron, ahora seguían dentro.

El club Jamboree estaba lleno de humo y repleto de punta a punta de bailarines sudorosos y casi todos jóvenes. Hacía un calor sofocante. En las últimas horas, el jazz cubano había dado paso a una bossa nova brasileña, y ésta al jazz fusión argentino.

– Otra copa de vino blanco, por favor. -«Bob», como el presidente Harris se había presentado a Demi, sonrió a la joven camarera y le hizo un gesto para que les sirviera más copas, y luego la observó mientras la chica serpenteaba entre los bailarines para llegar a la barra.

A las 3.07 Demi los había alertado de la presencia de policías en la parte inferior del hotel. A las 3.08 Marten había recogido su ordenador portátil, su grabadora y otras pertenencias en una bolsa de viaje y se la había colgado del hombro. A las 3.09 bajaban los tres por la escalera de incendios del fondo del pasillo. A las 3.11 entraron en el vestíbulo del hotel desde un pasillo lateral, cerca de la entrada del club Jamboree, y se detuvieron.

– Allí -dijo Demi, señalando a Juliana Ortega, la mujer a la que había visto entrar en el hotel con dos hombres al mismo tiempo que lo hacía ella.

Estaba sentada en una mullida butaca del vestíbulo desde la que tenía una visión clara de la entrada desde la calle y de los ascensores, como si esperara a alguien.

– ¿Ve a los dos hombres que la acompañaban? -preguntó Bob.

– No.

El presidente miró a Marten.

– No son policías -dijo en voz baja, y luego hizo un gesto en dirección al Jamboree-. Es un lugar tan bueno como cualquier otro.

A las 3.13 encontraron una mesa y se sentaron. La camarera llegó rápidamente y el presidente pidió vino blanco para los tres. Cuando la camarera se marchó, cogió una servilleta y escribió algo en ella, luego la dobló y miró a Marten y a Demi.

– A estas alturas ya sabrán en qué habitación se alojaba el señor Marten y en la que suponen que estoy, puesto que el empleado que me dejó entrar se lo habrá dicho. Los hombres habrán subido y estarán cubriéndola, pero no entrarán hasta que lleguen los peces gordos.

Marten se inclinó hacia delante.

– Hay una entrada lateral al fondo del vestíbulo, ¿por qué no salimos por allí?

– Habrá otros afuera -dijo el presidente a media voz- y vigilando todas las salidas.

– ¿Cómo sabe todo esto? -Demi miraba a Bob con atención. Allí estaba pasando algo y a ella no le gustaba-. ¿Quién es usted?

– Bob -dijo él, tranquilamente.

Justo entonces llegó la camarera con sus bebidas. Marten le pagó y se marchó. Al mismo tiempo, por el sistema de megafonía de la discoteca una voz exuberante anunció en catalán:

– Por favor, un fuerte aplauso para el cantautor vasco… ¡Fermín Muguruza!

Un foco iluminó el escenario y el guapo Muguruza salió a cantar. El público enloqueció. A los pocos segundos todo el mundo estaba de pie bailando, como si todo lo demás en sus vidas hubiera quedado relegado al olvido. Fue el momento que el presidente aprovechó para pasarle la nota de la servilleta a Marten. Marten se la puso en el regazo y la desdobló. En ella, el presidente había escrito: «La mujer es de la CIA, los hombres seguramente también. El Servicio Secreto está a punto de llegar».

Marten sintió cómo se le aceleraba el pulso y miró al presidente. Al hacerlo, oyó la expresión atónita de Demi: