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– Maldita sea -masculló el presidente.

A su alrededor la gente contemplaba la escena boquiabierta. «Terroristas», «Al Qaeda», decían, ahora más rápido, cada vez más personas y con más miedo.

El presidente miró a Marten:

– Están ampliando el cerco e intensificando la búsqueda. Desde aquí hasta fuera tendrán todas las calles y callejuelas bien cerradas.

– Pues entonces demos media vuelta y volvamos -dijo Marten, con calma.

– ¿Adónde?

– Somos tipos amables. La joven trataba de volver a su hotel y nosotros la hemos acompañado.

Demi se sobresaltó:

– ¿Piensan ir a mi hotel?

– Al menos usted tiene una habitación, y no creo que nos dejen entrar en cualquier otro lugar. Tendremos que inventarnos alguna manera de sortear a la gente de recepción.

– ¿Y cómo vamos a llegar hasta allí? -dijo Demi, señalando la masa de tráfico caótico-. Si tomamos un taxi nos detendrán en la esquina siguiente. Si voy sola es una cosa, pero si vamos juntos nos pillarán a los tres, y ahí se habrá acabado todo.

– Tiene razón -dijo el presidente.

Marten vaciló, luego miró hacia atrás por encima de su hombro:

– Vayamos andando.

– ¿Qué? -exclamó Demi.

Marten la miró:

– Lo mismo que aquí. Andemos.

62

Hotel Rivoli Jardín, a la misma hora, 4.20

Caos intenso y controlado. Casi, casi una repetición exacta de lo ocurrido menos de veinticuatro horas antes en el hotel Ritz de Madrid.

Policías municipales de uniforme bajo la supervisión de los GEO y de los efectivos de la CIA; Ortega, León y Tárrega comprobaban la identificación de todas las personas presentes en el hotel. Se despertó a los huéspedes que estaban durmiendo, se registraron las habitaciones, se comprobaron sus identidades. Los empleados del hotel y los encargados y músicos del club Jamboree fueron tratados con la misma furia educada. La policía actuaba bajo la suposición de que «unos terroristas conocidos se han registrado en el hotel bajo nombres falsos». Dos de ellos, se rumoreaba, ya habían sido identificados y detenidos. Hasta el afable cantante vasco Fermín Muguruza había sido interrogado y luego soltado, mientras seguía firmando autógrafos para los fans que lo rodeaban y a los que también se interrogaba. «Bajo estas circunstancias -dijo Muguruza orgulloso-, ¿quién no trataría de ayudar a las autoridades?»

Además, la estricta instrucción de Hap Daniels de registrar todos los armarios, lavabos, pasillos y todo el espacio del hotel centímetro a centímetro, incluidas las «malditas canalizaciones del aire acondicionado», se estaba siguiendo al pie de la letra y luego se repitió una segunda vez.

En la habitación 408, un equipo de expertos proporcionado por la inteligencia española y bajo las órdenes del agente especial Bill Strait lo examinaba todo. Una planta más abajo, una sala de reuniones había sido convertida en un puesto de mando del Servicio Secreto. Se instaló un teléfono protegido con línea directa a la embajada de Estados Unidos en Madrid y otra a Washington, a la sala de guerra instalada en el sótano de la Casa Blanca. Lo más obvio y urgente era la situación que rodeaba al presidente, pero lo que preocupaba cada vez más era la inminente reunión de la OTAN del lunes en Varsovia, donde el presidente Harris tenía previsto anunciar un nuevo espíritu de «acuerdo político» y de «solidaridad contra el terrorismo», a pesar de las todavía presentes dificultades con Francia y Alemania.

– ¿Quién está ahí con usted? -Jake Lowe caminaba arriba y abajo, con la línea protegida en el oído, en conversación con el secretario de Estado David Chaplin en la Casa Blanca, mientras el asesor de Seguridad Nacional James Marshall escuchaba desde otro teléfono a pocos metros de él. Un agotado y furioso Hap Daniels permanecía a medio camino de la sala, con un ojo en Lowe y Marshall y el otro en el pequeño grupo de técnicos de la CIA recién llegados que trabajaban con sus portátiles y dirigían la cacería del presidente en Barcelona.

– Terry Langdon y Chet Keaton. El vicepresidente viene de camino.

– El presidente está enfermo. Ahora lo tenemos más claro. Además, parece que tiene a ese americano británico, Nicholas Marten, ayudándolo. Ignoramos cómo, por qué y con qué fin. -La explicación tajante de Lowe estaba dedicada totalmente a la atención de Hap Daniels.

– Es obvio que está muy decidido -dijo Chaplin en la parte de conversación que Daniels no podía escuchar-. Mientras siga desaparecido es más peligroso que nadie porque puede encontrar la manera de delatarnos. Dicho esto, Terry insiste en lo del lunes. Todo está en su sitio y él cree que no podemos dejar que esta situación nos detenga. En el peor de los casos anunciaremos que tiene una gripe estomacal o algo parecido y el vicepresidente le representará en Varsovia. Mientras tanto, la prensa está empezando a pedir más información sobre lo que ha ocurrido en Madrid y sobre el paradero del POTUS. El período de luna de miel está a punto de agotarse; tendremos que darles algo.

– Pásame al jefe de personal y al secretario de prensa y decidiremos ahora mismo cómo actuamos -le soltó Lowe.

– David, ¿puedes oírme? -intervino Marshall.

– Sí, Jim.

– Respecto a Varsovia, Jake y yo estamos de acuerdo. Actuaremos bajo la suposición de que todo esto se resolverá y el presidente acudirá a la reunión como estaba previsto.

– De acuerdo.

– Terry, ¿estás ahí?

– Sí, Jim. -La voz del secretario de Defensa, Langdon, sonó con fuerza.

– Acabo de explicárselo a David, todos de acuerdo sobre lo de Varsovia. -Marshall miró disimuladamente por la sala, asegurándose de que ni Daniels ni nadie más se mostraran demasiado curiosos sobre el asunto-. Haremos lo que estaba previsto.

– Bien.

– En este punto ningún cambio -Marshall se volvió hacia Jake Lowe.

– De acuerdo.

– Ya volveremos a hablar cuando haya algo -dijo Lowe, y colgó. Marshall hizo lo mismo. Cuando se volvió, Hap Daniels lo estaba mirando.

63

4.42 h

Se metieron los tres en un portal oscuro, esperando a que pasara el coche de policía. Una vez pasó, aguardaron otros veinte segundos para asegurarse de que no había un segundo coche detrás. Finalmente salieron y siguieron andando. Ahora Marten, Demi y el presidente Harris ya habían alcanzado Ciutat Vella, el barrio antiguo, con sus edificios viejos y sus callejuelas estrechas. Unas callejuelas que, aparte de algún transeúnte solitario o el repentino maullido de un gato callejero o el ladrido de un perro al fondo de algún solar, eran básicamente apacibles. El hecho de que hubieran llegado hasta aquí sin problemas era gracias a la suerte y a que habían permanecido en las zonas menos iluminadas, guiados por su intuición. Un giro aquí, otro más allá; un momento de espera en un portal para dejar pasar a una persona o un vehículo. El presidente, con el sombrero bien calado, se había detenido un momento para hablar en español con un viejo que se sentaba solo en la piedra de un bordillo, para preguntarle por dónde se iba a la Rambla de Catalunya, donde estaba el hotel de Demi. El viejo ni siquiera levantó la vista, sencillamente señaló hacia un punto y murmuró: