– La toalla, señor -dijo Miguel Balius, ofreciéndole una toalla limpia a Marten.
– El primo Harold puede limpiarse los pies dentro del coche, Miguel. Me gustaría salir de aquí ahora mismo -dijo el presidente con voz firme.
– ¿Ahora, señor?
– Ahora.
– Sí, señor.
66
7.17 h
Miguel Balius pisó el acelerador. Por unos segundos las ruedas traseras del Mercedes rodaron sobre la gravilla, luego se asentaron y la limusina empezó a moverse, rebotando por el camino sin asfaltar.
– ¿Miguel? -dijo el presidente Harris en voz alta, mirando a través del cristal que separaba el compartimiento del chófer del de los pasajeros. Era una prueba para comprobar si podía escuchar la conversación sin que él apretara el botón de comunicación. Marten hizo lo mismo cuando iban desde el hotel Regente, por las callejuelas escondidas de la ciudad, hasta esta playa. Pero quiso comprobarlo de nuevo para estar seguro.
– ¿Miguel? -volvió a decir, pero Balius no le respondió. Entonces miró a Marten-. Su teléfono.
– Ya entiendo -dijo Marten-. El Servicio Secreto sabe quién soy y debe de tener el número; buscarán la señal por satélite.
– No sólo un buscador. El NSA lo habrá interceptado y habrá facilitado las coordenadas geográficas al Servicio Secreto en cuestión de segundos. Conozco a mis hombres y ahora mismo deben de estar peleando por ver quién llega aquí el primero. Entiendo por qué ha respondido a la llamada, y yo le he dejado, pero no debí hacerlo. Sólo espero que lleguemos a tiempo de salir de aquí.
– Presidente -dijo Marten-, la llamada no era de Demi.
– Ya lo he deducido.
– No era un asunto trivial. Era de un periodista de investigación del Washington Post. Sabe lo de Caroline Parsons y sus sospechas de que ella, su marido y su hijo habían sido asesinados. Está al tanto de lo de Merriman Foxx y lo de la doctora Stephenson. Incluso descubrió la clínica de las afueras de Washington en la que el doctor Foxx trató a Caroline: el centro de rehabilitación de Silver Springs, Maryland.
»Está en Madrid, presidente. Ha interrogado al personal de su hotel y no se cree la historia oficial de su traslado a un lugar secreto en medio de la noche. Cree que es usted la razón por la que Barcelona está tomada por los servicios de inteligencia. Cree que usted ha podido ser secuestrado y que Merriman Foxx tiene algo que ver con ello.
– ¿Quién es ese periodista?
– Se llama Peter Fadden.
– Le conozco. No mucho, pero le conozco. Es un buen hombre.
– Le he dicho que volvería a llamarlo.
– No puede hacerlo.
– Si no lo hago, me llamará él a mí.
– No podemos correr este riesgo, señor Marten. Desconecte el teléfono. Tendremos que dejar que el señor Fadden deduzca lo que quiera. También tendremos que confiar en que no ha habido cambios en los planes de la señorita Picard.
Ahora habían alcanzado el final del camino de tierra y Balius llevó el Mercedes a una estrecha carretera asfaltada que se alejaba de la costa y llevaba hacia las montañas que se veían a lo lejos. Mientras la limusina recuperaba la estabilidad, el presidente Harris echó un vistazo a la pequeña pantalla montada en el respaldo del asiento de delante. Estaba sintonizada en la CNN y estaban dando un reportaje sobre lluvias torrenciales en la India. El presidente miró durante unos segundos y luego tocó el botón del interfono.
– Miguel.
– Diga, señor.
– Unos amigos nos han hablado de un lugar en las montañas cerca de aquí, un monasterio, creo -dijo el presidente con soltura, tranquilamente-. Dicen que es un lugar que todos los turistas deben visitar.
Balius miró por el retrovisor y sonrió con orgullo:
– Se refiere a Montserrat.
El presidente miró a Marten:
– ¿Era éste el nombre, primo?
– Sí, Montserrat.
– Nos gustaría ir, Miguel.
– Sí, señor.
– ¿Podríamos estar allí antes de las doce? Eso nos permitiría visitar un poco los alrededores antes de volver a la ciudad.
– Creo que sí, señor. A menos que nos tropecemos con más controles.
– ¿Por qué no puede la policía atrapar ya a esa gente? Hay cientos de agentes, ¿tan difícil es? -El presidente añadió cierta indignación e irritación a su tono, que antes había sido relajado y amable-. La gente tiene cosas mejores que hacer aparte de esperar en los controles, para que luego te dejen pasar y te vuelvan a parar en el siguiente.
– Desde luego, señor.
– No queremos llegar tarde al volver a la ciudad. Antes te las has arreglado perfectamente, Miguel. Confiamos en que ahora será lo mismo.
– Gracias, señor. Haré todo lo posible.
– Ya lo sabemos, Miguel; ya lo sabemos.
67
Barcelona, 7.34 h
– Control aéreo. Área de control abandonada. Repetimos. Control aéreo. Área de control abandonada.
Hap Daniels se reanimó ante la inesperada declaración del piloto del helicóptero principal del Grupo Especial de Operaciones. Al cabo de un segundo sonó la voz del piloto de un segundo helicóptero de los GEO.
– Confirmo. Área coordinada abandonada.
Hap Daniels miraba la pantalla del ordenador que tenía delante con la foto de satélite de la costa de Barcelona del NSA. Se podía ver la ciudad, el aeropuerto, el curso del río Llobregat hasta la desembocadura en el mar, el puerto de Barcelona y, hacia el norte, el río Besos y la costa de más arriba, extendiéndose hacia la Costa Brava. Daniels tocó el teclado y la foto se amplió una, dos y luego tres veces hasta que la imagen se concentró en 41° 24' 04" N y 2o 6' 22" E, las coordenadas geográficas que el NSA había recogido de la señal del teléfono móvil de Nicholas Marten. Era la costa en una zona al norte de la ciudad y en lo que parecía un tramo de playa desierto.
– Coronel, aquí Tigre Uno -Daniels hablaba serenamente por su micro con el comandante al mando de las unidades aéreas de los GEO y usando el nombre codificado que le había facilitado el servicio de inteligencia español-. Pídale por favor a su primer piloto que se acerque a mil quinientos pies y vigile toda la zona. Pídale también al segundo piloto que se prepare para una inspección sobre el terreno.
– Recibido, Tigre Uno.
– Gracias, Coronel.
Daniels respiró y se apoyó en el respaldo de su butaca. Estaba agotado, exasperado y todavía furioso, en especial consigo mismo por haber dejado que todo aquello sucediera. El motivo no importaba: el presidente no debería haber sido nunca capaz de escaparse sin que nadie se diera cuenta. Era imperdonable.
Rodeado de pantallas de ordenador, se desplazaba en el puesto de mando del enorme vehículo que hacía de unidad electrónica de comunicaciones, enviado desde Madrid. Frente a él, sentado al lado del conductor, estaba su primer adjunto, Bill Strait. Detrás de él, cuatro especialistas de inteligencia de los Servicios Secretos controlaban las pantallas de monitorización de los controles de tráfico de media docena de agencias de seguridad distintas, al tiempo que esperaban, como todos ellos, que Marten volviera a utilizar el teléfono móvil.
Daniels volvió a mirar a la pantalla que tenía delante. Luego miró a su alrededor, a los estrechos confines del vehículo, donde Jake Lowe y el doctor James Marshall se sentaban, atados a asientos plegables, sentados en silencio mirando hacia el infinito. Parecían guerreros en tiempos difíciles: fieros, fuertes, furiosos y desorientados.
Afuera brillaba la silueta urbana de Barcelona. El único sonido que se oía era el ruido de las sirenas de dos coches de la Guardia Urbana que aullaban para abrirse paso. Directamente detrás les seguía el furgón blindado de camuflaje con dos agentes del Servicio Secreto, dos médicos y dos técnicos de urgencias médicas a bordo. Cubriendo la retaguardia iban tres coches más de camuflaje del Servicio Secreto con cuatro agentes especiales en cada uno.