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A los pocos segundos los tres muchachos se encontraban tumbados boca abajo sobre la tierra, rodeados de policías uniformados y con metralletas apuntando a sus cabezas. Las puertas del camión estaban abiertas de par en par.

Lentamente, el conductor osó mirar hacia arriba. Al hacerlo vio a unos cuantos hombres con trajes oscuros y gafas de sol salir de los coches de camuflaje que habían aparecido de los campos a lado y lado del camino y se dirigían hacia ellos.

Entonces le llamó la atención otra cosa: un enorme y brillante todoterreno negro apareció de entre las sombras de los árboles frutales y se les acercó lentamente.

– ¡Dios mío! ¿Qué ocurre? -musitó el joven payés que estaba a su lado.

– ¡Cállate! -le gritó un policía que le apuntaba con una metralleta a la cabeza.

Hap Daniels fue el primero en salir del todoterreno. Luego salió Bill Strait, luego Jake Lowe y luego James Marshall. Daniels los miró y luego se dirigió hacia la furgoneta.

La polvareda y el fuerte rugir de los helicópteros policiales de arriba dificultaban muchísimo la visión, por no hablar de la posibilidad de oír o pensar. Daniels dijo algo por su micro y casi de inmediato los helicópteros se alejaron unos doscientos o trescientos metros más arriba. El polvo empezó a posarse y el ruido disminuyó.

Lowe y Marshall observaron a Daniels llegar al camión agrícola, mirar dentro de la cabina y luego rodearlo andando. A los pocos segundos le hizo un gesto a uno de los oficiales de los Mossos d'Esquadra para que se subiera a la plataforma abierta de la parte trasera del camión. Un segundo policía lo siguió, e inmediatamente después lo hicieron dos de los agentes de Hap Daniels del Servicio Secreto, de los que iban vestidos con traje oscuro y gafas de sol.

– Está justo aquí, señor. -Daniels oyó la voz del especialista de inteligencia del pelo rizado desde el interior del todoterreno que le llegaba por el auricular.

– ¿Dónde?

– En algún lugar próximo a sus pies.

– ¡Aquí! -gritó uno de los agentes.

Lowe y Marshall corrieron hacia delante. Los agentes especiales ayudaron a Daniels a subir al camión y se lo mostraron.

El móvil de Nicholas Marten estaba tirado en una caja de cartón grande, llena de material de riego, conexiones de mangueras y cabezales de aspersores. No parecía que se hubiera hecho ningún esfuerzo por esconderlo; estaba justo encima, como si alguien hubiera pasado por allí, hubiera visto la caja y lo hubiera tirado dentro.

Hap Daniels lo miró durante un buen rato y luego, lentamente, se volvió y apartó la mirada. Esta vez ya no había ni necesidad de blasfemar. Su cara lo decía todo.

Tendría que seguir jugando.

70

8.07 h

Miguel Balius apretó el acelerador y el Mercedes tomó más velocidad. Se alejaban de la costa en dirección a las montañas. Un poco antes ya había esquivado un control de vehículos, al salir de Barcelona, dando sencillamente media vuelta. Al cabo de unos cuantos kilómetros tomó una carretera secundaria cerca de Palau de Plegamans y luego se metió en dirección norte por la autopista. Al cabo de poco el primo Harold le pidió si podía utilizar el teléfono de la limusina, diciéndole que tenía que hacer una llamada al extranjero. Miguel le explicó cómo hacerla y Marten marcó un número. Era bastante obvio que había encontrado a su interlocutor porque charló durante unos breves instantes, luego colgó y después se volvió a hablar con el primo Jack. Unos minutos más tarde hicieron su única parada, junto a un polvoriento camino entre huertos, donde el primo Harold orinó detrás de un camión agrícola que estaba aparcado y luego volvieron a marcharse rápidamente.

Fueran quienes fuesen sus pasajeros, estaba claro que eran americanos de clase media y no los terroristas buscados por las fuerzas de seguridad, o al menos no tenían nada que ver con el estereotipo de islámico de tez oscura que él y casi todo el mundo se imaginaba cuando oían la palabra «terrorista». Sus clientes tenían jet lag y estaban cansados y, sencillamente, querían pasar el día lejos de la ciudad y haciendo turismo, ahora mismo con Montserrat por destino. Si no les apetecía pasar por los atascos de tráfico y por los tediosos procedimientos de los cortes de tráfico y los controles, a él tampoco. Su trabajo era hacer lo que le pedían sus clientes, no meterse en colas de tráfico.

Miguel miró a sus pasajeros por el retrovisor y los vio mirando la pequeña pantalla de televisión. Habían venido a ver el paisaje y miraban la tele. Pero qué caramba, se dijo, era su problema. Y desde luego que lo era. Totalmente.

La atención de los dos hombres estaba concentrada en la pequeña pantalla, desde la cual una reportera de la CNN hacía una retransmisión en vivo desde delante de la Casa Blanca, donde era todavía de madrugada. No había habido más noticias sobre el inesperado traslado del presidente a medianoche desde el hotel Ritz de Madrid, dijo. Ni tampoco había información sobre el lugar al que lo habían trasladado, ni nada definitivo sobre la naturaleza de la amenaza terrorista o los propios terroristas. Pero la gente a la que se creía directamente responsable había sido detectada en Barcelona, donde escapó por poco al cerco policial y era ahora objeto de una exhaustiva operación de busca y captura que cubría prácticamente todo el territorio español y llevaba hasta la frontera con Francia.

El reportaje acabó y la CNN fue a publicidad. Al mismo tiempo el presidente cogió el mando de la tele y le quitó el sonido.

– Sobre los asesinatos de Varsovia… -le dijo a Marten con voz serena-. En un día normal habría tenido acceso inmediato a los dirigentes franceses y alemanes y podría advertirles directamente, pero ahora ya no tengo este privilegio. Sin embargo, de alguna manera, el presidente de Francia y la canciller alemana deben ser prevenidos del riesgo que corren en Varsovia, y no sé cómo hacerlo.

– ¿Está seguro de que ocurrirá en Varsovia?

– Sí, estoy seguro. Quieren convertirlo en un espectáculo público para obtener al instante la solidaridad con el pueblo francés y alemán. Eso ayudará a suavizar la rápida convocatoria de elecciones en ambos países y contribuirá a acallar cualquier forma de querella política que pudiera impedir que su candidato saliera elegido.

– Entonces tenemos que encontrar la manera de alertarlos sin que se relacione el aviso con usted.

– Sí.

– ¿Y si lo hiciéramos a través de la prensa? ¿Y si la advertencia procediera del New York Times, el Washington Post, el L.A. Times, la CNN o cualquier otra organización periodística importante?

– ¿Quién los avisará? ¿Yo? Me está prohibido usar cualquier tipo de aparato electrónico, y punto. Y también a usted. Ha cogido la llamada de Peter Fadden y ahora tendrán su voz grabada, estarán totalmente atentos a la suya y a la mía. Hubo un momento en el que estuve a punto de confiárselo a la señorita Picard, pero luego decidí no hacerlo por varias razones; la principal es que nadie la creería, y si trataba de explicarlo y los tabloides se enteraban correría como la pólvora la noticia de que el presidente se ha escapado y se ha vuelto totalmente majara. Y eso es lo último que necesitamos.

– ¿Y el propio Fadden? -dijo Marten.

– También lo consideré. Tiene la credibilidad suficiente como para llamar a los secretarios de prensa de ambos mandatarios y pedir que le pasen la llamada. Podría decirles que dispone de información secreta que proviene de las más altas instancias y entonces alertarlos de lo que está previsto en Varsovia. Si lo hiciera así se tomarían la advertencia muy en serio y se asegurarían de que llegaba a los Servicios Secretos. El problema es que no tenemos manera de localizarle, ni siquiera si encontráramos a un tercero que lo hiciera.