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– ¡Espere! -gritó-. ¡Espere! -La puerta se volvió a abrir justo cuando él llegaba a la parada.

En un santiamén subió a bordo, la puerta se cerró y el autobús se puso en movimiento.

75

Manchester, Inglaterra. Finca rural de los Banfield, Halifax Road, 9.43 h

Una bruma densa cubría los verdes parajes de la zona. A lo lejos se veían nubes cargadas de lluvia por encima de las colinas. Desde la cima en la que se encontraba Ian Graff se podía ver el río y, si se daba la vuelta, la magnífica casa que los Banfield acababan de construirse: mil y pico metros cuadrados de cristal, acero y piedra: ninguno de los cuales tenían nada que ver ni con la historia de Inglaterra ni con el paisaje rural en el que estaba ubicada. Pero a Fitzsimmons & Justice se les pagaba por diseñar el paisaje, no la casa. Era a este lugar, en esta mañana de sábado tan húmeda, donde había vuelto una vez más, con los planos enrollados debajo del brazo, para comprobarlos una vez más antes de presentarlos -sin ninguna ayuda de Nicholas Marten- a Robert Fitzsimmons, quien a su vez los presentaría otra vez a los muy jóvenes, muy nuevos ricos, recién casados y muy caprichosos señores Banfield.

Graff se subió el cuello del abrigo para protegerse de la humedad y estaba justo girando los pies enfundados en botas de agua en dirección a la casa principal cuando vio el Rover sedán azul marino aparcado debajo de la colina y dos hombres con gabardinas que se dirigían por el fangoso sendero hacia él.

– Señor Ian Graff -lo llamó el primero de ellos, un tipo bajo y fornido, de pelo negro con las sienes plateadas.

Era la voz de la autoridad; sabían quién era.

– ¿Sí?

El segundo de los hombres era alto y tenía el pelo gris. Hurgó en el bolsillo de su gabardina a medida que se le acercaba y sacó una pequeña cartera de piel. La abrió y se la mostró:

– John Harrison, Servicio de Seguridad. Este es el agente especial Russell. Hace una hora y veinte minutos ha hecho usted una llamada desde su despacho al móvil de Nicholas Marten.

– Sí. ¿Por qué? ¿Tiene algún problema?

– ¿Por qué ha hecho la llamada?

– Soy su supervisor en la empresa de arquitectura paisajística Fitzsimmons & Justice.

– Responda a la pregunta, por favor -insistió el agente Russell, acercándose un poco más a él.

– Le he llamado porque él me lo pidió. Si miran a su alrededor verán los acres que estamos a punto de diseñar. Entre las muchas especies que hay que plantar están las azaleas. Él estaba trabajando en la planificación y me pidió que le leyera toda la lista de azaleas porque se le había olvidado una especie en concreto que quería utilizar. Yo he cogido la lista, le he llamado y le he recitado los nombres.

– ¿Y qué más?

– La línea se ha cortado. He intentado volver a llamarle pero no he tenido suerte.

– Dice que él le pidió que lo llamara -volvió a hablar el agente Russell-. ¿Quiere decir que él lo ha llamado y le ha pedido que lo llamara usted?

– Por así decirlo, sí. Ha llamado a mi casa pensando que, al ser sábado, estaría en casa. Mi asistenta ha cogido el teléfono y me ha pasado el mensaje al despacho.

– Su asistenta.

– Sí, señor. Aunque no estoy muy seguro de por qué ha llamado a casa. Él sabía que yo estaba en el despacho, llevamos mucho retraso en un proyecto importante. Éste -dijo Graff, señalando a la casa y el terreno a su alrededor.

El agente Harrison miró un momento más a Graff y luego miró al paisaje que lo rodeaba.

– Es un buen trozo de tierra. Pero la casa no me gusta, el estilo no pega nada.

– Estoy de acuerdo con usted.

– Gracias por su tiempo, señor Graff.

Y así, los agentes Harrison y Russell dieron media vuelta y volvieron a su coche por el camino enfangado.

– ¿Está en apuros? -preguntó Graff, en voz alta-. ¿Tiene el señor Marten algún problema con el gobierno?

No hubo respuesta.

76

Madrid, 10.15 h

Peter Fadden recorrió en el autobús metropolitano dos paradas más, luego bajó, anduvo media manzana, tomó un callejón y se metió en un café en el que había unos cuantos clientes desayunando. Se dirigió de inmediato al baño de hombres. Al cabo de un rato volvió a salir, miró a la cocina que había al final de un pasillo y dedujo que había una entrada por detrás que podía servirle de salida en caso de necesidad. Satisfecho, volvió a la sala principal, se sentó a una mesa desde la que se veía la puerta y pidió un café solo.

Llevaba la cartera, el pasaporte, la BlackBerry y, al menos, de momento, conservaba la vida y la libertad. El resto -la maleta y el maletín con el ordenador portátil- lo había dejado en el taxi y eran los objetos que ahora mismo estarían en manos de los hombres que habían ido a buscarle. Era el ordenador lo que más le preocupaba: en su disco duro estaban todas sus notas: sus entrevistas con el personal del hotel Ritz, su recopilación de información sobre Merriman Foxx, la doctora Lorraine Stephenson, la clínica de Washington DC a la que llevaron a Caroline Parsons antes de que la ingresaran en el Hospital Universitario y sus sospechas sobre la cacería de Barcelona y el posible paradero del presidente.

El problema ahora era qué hacer con todo aquello.

En estos momentos deseaba desesperadamente ponerse en contacto con su editor en el Washington Post, pero sabía que eso, como mínimo, sería problemático. La única manera que los hombres que lo persiguieron podían saber su identidad era porque habrían pinchado la frecuencia del móvil de Marten. Significaba que habrían escuchado su conversación, probablemente hasta la tendrían grabada. Y lo peor era que ahora tenían el número de su BlackBerry, lo cual era sin duda el motivo por el que lo encontraron en el hotel y probablemente la razón por la cual el primer taxi se había marchado sin recogerlo: porque el segundo tenía un chófer que trabajaba para ellos e iba a obedecer órdenes. Era la razón por la cual se metió por la calle secundaria y luego aparcó en la acera y salió corriendo.

Ahora que tenían la frecuencia de su BlackBerry, probablemente la tendrían monitorizada, de modo que no podía utilizarla sin desvelar su localización. Además, como había dicho lo que sabía del presidente y del comité de Mike Parsons y Merriman Foxx, podía estar seguro de que los números de teléfono y direcciones de e-mail de la agenda de su BlackBerry -prácticamente todos sus conocidos en Washington y en las oficinas del Post de todo el mundo- estarían también bajo vigilancia. No tenía ni idea de quién estaba detrás de todo esto, pero debía de ser desde muy altas esferas si tenían controlado el móvil de Marten y, con tan poco margen de tiempo, le habían mandado a aquellos tipos con pinta militar a cazarlo. Lo que había pasado con los taxis quería decir que no los habían mandado sencillamente para tener una pequeña conversación con él; eso lo podían haber hecho en el hotel.

Y para colmo de males estaba el factor tiempo. Todo estaba sucediendo con mucha rapidez. Si el presidente estaba en peligro, era en ese preciso instante. Eso significaba que Fadden debía encontrar a alguien que estuviera fuera del circuito. Alguien que tuviera el prestigio suficiente como para ser escuchado y en quien él pudiera confiar incondicionalmente tenía que saber la verdad lo antes posible.

20.22 h

Fadden entró en un pequeño estanco que había cuatro puertas más abajo del café. Miró a su alrededor y luego se dirigió a la única persona que había en el establecimiento, el fornido propietario del mismo, sentado tranquilamente detrás del mostrador.