Выбрать главу

– No hay de qué, señor -respondió él.

En aquel momento, una ancha y magnífica sonrisa se dibujó en el rostro de Miguel, como un brillante rayo de sol. Era consciente de que acababa de entrar a formar parte para toda la vida del exclusivo y muy reducido «club de los primos».

Marten miró a través del vagón mientras éste se encaramaba rápidamente hasta la estación superior. Con el sombrero de Demi inclinado hacia un lado, el presidente Harris estaba solo al otro lado del vagón, mirando por la ventana, como un turista un poco excéntrico de los que suben cada día, y con media docena de turistas más que, como él, tenían los rostros pegados a la ventana, contemplando cómo la estación de abajo se convertía rápidamente en poco más que un punto lejano.

86

12.20 h

Demi sintió cómo se le aceleraba el pulso cuando el monovolumen del monasterio benedictino de Montserrat llegaba al final de la larga carretera de montaña y trazaba una curva cerrada para entrar en la zona restringida del aparcamiento. Por la ventana veía ahora con claridad el grupo de edificios de color arena que antes había visto desde lejos. Incluso a tamaño real, le seguía pareciendo una fortaleza aislada, inalcanzable encima del acantilado de ochocientos metros de altitud; formada, entre otras edificaciones, por su famosa basílica, un museo, un restaurante, un hotel y unos cuantos apartamentos privados.

La puerta del vehículo se abrió de pronto y un joven cura apareció al otro lado contra la intensa luz del sol.

– Welcome to Montserrat -les dijo, en inglés.

En unos instantes los guiaba a través de una plaza llena de turistas y luego por unas escaleras que llevaban a la basílica. Beck llevaba una pequeña bolsa de viaje; la bruja, Luciana, su bolso negro y grande; Demi, una pequeña maleta de material fotográfico en la que llevaba una bolsa más pequeña con neceser y ropa interior, más dos cámaras profesionales colgadas del hombro: una Nikon de 35 mm y una Canon digital.

El cura los llevó por debajo de un arco de piedra hasta el patio interior de la basílica, en el que había también muchos turistas. El reloj de la torre de la basílica indicaba las 12.25 h. Habían llegado con la máxima puntualidad. En aquel momento Demi pensó en los primos Jack y Harold; se preguntó dónde estarían -si seguirían con el chófer de la limusina y estaban de camino, o…- y sintió que se le encogía el estómago. ¿Y si habían sido detenidos en alguno de los controles? ¿Entonces qué? ¿Qué haría ella? ¿Y qué haría Beck?

– Por aquí, por favor. -El cura los guiaba por un pasillo largo y porticado, a través de una serie de arcos de piedra con símbolos heráldicos grabados y lo que parecían inscripciones religiosas escritas en latín. Entonces lo vio y el corazón se le subió a la garganta: incrustada en uno de los últimos paneles estaba la escultura en piedra de un antiguo cruzado cristiano. Tenía la cabeza y el cuello cubiertos por malla metálica y descansaba el brazo en un escudo triangular. En el escudo había grabado el signo de Aldebarán, la cruz con bolas en las puntas. Era la primera vez que lo veía fuera de los libros, o los dibujos, o los tatuajes en los pulgares izquierdos de los miembros de la secta. Se preguntó cuánto tiempo debía de tener aquel relieve y quién más, a lo largo de los años o los siglos, lo había visto y reconocido y comprendido su significado.

– Por aquí -les dijo otra vez el cura, mientras los hacía entrar por otro pasillo, éste más estrecho y alineado de velas votivas de luz parpadeante. Donde antes hubo un buen número de turistas, ahora había ya sólo unos pocos. A cada paso se alejaban más y más del centro de la actividad.

Demi oyó el tintineo de sus cámaras chocando entre ellas y, al mismo tiempo, sintió un escalofrío helado en la nuca y en los hombros. Recordó entonces el sonido de la voz de su padre, como si le susurrara la advertencia que le había escrito tantos años antes: «bajo ningún concepto intentes descubrir qué le ocurrió».

Miró hacia atrás presa del pánico. Excepto por la hilera de llamas de las candelas votivas, el pasadizo estaba vacío.

Cinco pasos más y el cura se detuvo ante una puerta maciza de madera en forma de arco. Al instante, se volvió hacia un panel de madera instalado en el marco de piedra que había junto a la puerta y lo deslizó hacia atrás: tras él había un teclado electrónico. Marcó un código de cuatro dígitos, apretó la tecla de obertura y luego volvió a cerrar el panel y abrió el pomo de hierro de la puerta. Se abrió con facilidad y entonces les hizo un gesto para que pasaran. Lo hicieron y allí los dejó, cerrando la puerta detrás de él.

Comparado con la luz clara del mediodía que había en el exterior, el lugar parecía desmesuradamente oscuro. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a él. Estaban en una especie de despacho, con una serie de butacas de madera ornamentada de respaldo alto dispuestas a lo largo de una pared y una inmensa estantería en la pared de enfrente. Una enorme mesa de despacho de madera con una butaca de piel completaban el mobiliario y estaban colocadas cerca de una puerta cerrada que había al fondo. El techo era alto y en forma de bóveda, mientras que las paredes parecían ser de la misma piedra antigua que el resto de edificaciones del monasterio. El suelo era igual, pulido y brillante en algunos lugares por el paso de las personas y del tiempo.

– Espere aquí, por favor, Demi -dijo Beck en voz baja, y luego llevó a Luciana por la puerta que había al fondo de la estancia. Al llegar a ella dio unos golpecitos, entraron y Beck cerró la puerta detrás de ellos.

87

22.35

Demi aguardó a solas en la penumbra y el silencio; la puerta por la que habían entrado estaba cerrada; la del fondo por la que habían salido Luciana y el reverendo, también cerrada. Si habían ido a buscar al doctor Foxx o a hacer algo totalmente distinto, lo ignoraba.

De nuevo miró a su alrededor, por la estancia a oscuras. El techo alto y abovedado, las butacas de madera contra la pared, la gran mesa de despacho, las paredes de piedra, el suelo de piedra desgastada… había mucha historia. La mayor parte, antigua.

Toda ella cristiana. Se preguntó si su madre habría estado aquí, tantos años atrás; si alguna vez habría permanecido en esta sala en la que ella estaba ahora. En esta estancia, en esta oscuridad.

Esperando.

¿A qué?

¿A quién?

22.40 h

De nuevo volvió a oír la advertencia de su padre. Y algo más, el recuerdo de una persona que había luchado mucho tiempo por mantener alejada de su cabeza: un académico octogenario, calvo y sin brazos, al que conoció seis años atrás, al principio de su carrera profesional, cuando trabajaba para Associated Press en Roma.

Un reportaje fotográfico la llevó hasta Umbría y la Toscana. En un día libre que pasó en Florencia tuvo oportunidad de recorrer librerías de viejo, algo que siempre hacía cuando viajaba por Italia, en busca de material sobre brujería italiana, en especial de cualquier cosa relativa a un boschetto o aquelarre, pasado o presente, que hubiera adoptado como signo la cruz de Aldebarán. Era una búsqueda que hasta la fecha no había producido ningún fruto. Pero entonces, en una librería diminuta cerca del Ponte Vecchio, encontró un breve y andrajoso libro, de más de cincuenta años, que hablaba de la brujería florentina. Lo hojeó y se detuvo abruptamente en el capítulo cuarto: la página amarillenta en la que figuraba el título la dejó prácticamente sin respiración. El capítulo se titulaba «Aradia», y debajo de la palabra impresa había una ilustración inconfundible: la cruz de bolas de Aldebarán. Con el corazón acelerado, compró el libro de inmediato y se lo llevó a la habitación de su hotel. El capítulo, al igual que el resto del libro, era breve, pero al leerlo se enteró de la existencia de un antiguo y muy secreto boschetto de brujas italianas, las streghe de las que le había hablado a Nicholas Marten. Llamadas Aradia en honor a una sabia del siglo XIV que resucitó la vecchia religione, la religión antigua, el boschetto resucitó una serie de tradiciones antiguas -un cuerpo no escrito de leyes, ritos y doctrinas- y las llevó a la práctica en el norte y el centro de Italia durante los siglos XV y XVI. Aquí acababa el capítulo. El significado de la cruz de Aldebarán no se mencionaba, ni tampoco volvía a aparecer la palabra Aradia en ningún otro lugar del libro.