Выбрать главу

Marten no reaccionó.

El presidente permaneció delante de él, con la cara pegada a la suya:

– Lo está matando, ¿me entiende? Si no es que lo ha hecho ya.

Marten recuperó lentamente la compostura.

– Lo siento -dijo, finalmente-. Lo siento.

El presidente se quedó donde estaba todavía un momento, luego se volvió hacia Foxx. Tenía la cabeza ladeada, los ojos todavía hacia arriba debajo de los párpados. De la nariz le salía mucosidad y agua mineral que se desparramaban por encima del banco. Emitió un ronquido, tratando de coger aire y al mismo tiempo expulsar el líquido que le quedaba en las fosas nasales.

Al instante, Harris se inclinó encima de él y le sacó la servilleta de la boca. Se oyó un fuerte jadeo al llenársele los pulmones de aire.

– ¿Me oye, doctor? -dijo el presidente.

No hubo respuesta.

– Doctor Foxx, ¿me oye?

Durante un momento largo no pasó nada, y luego vieron que el doctor hacía un leve asentimiento con la cabeza. El presidente le puso bien la cabeza y los ojos de Foxx aparecieron por debajo de los párpados para mirar a Harris.

– ¿Me reconoce?

Foxx asintió, con un gesto casi imperceptible.

– ¿Puede respirar?

Otra vez asintió. Esta vez más fuerte. Como su respiración.

– Quiero saber lo que están planeando para Oriente Próximo. Cuándo va a pasar, exactamente dónde, y quién más está involucrado. Si no me lo dice tendremos que repetir el tratamiento.

Foxx no respondió. Estaba allí inmóvil, mirando al presidente. Luego, con una lentitud infinita, sus ojos se desplazaron hasta Marten y su mirada se quedó allí.

– ¿Qué está planeando para Oriente Próximo? -repitió el presidente-. ¿Cuándo va a pasar? ¿Exactamente dónde? ¿Quién más está involucrado?

Fox permanecía en silencio e inmóvil, mirando a Marten. Luego su mirada volvió hacia Harris y sus labios se movieron:

– Está bien -resopló-. Se lo diré.

El presidente y Marten intercambiaron una mirada cargada de emoción. Finalmente, después de todo, obtendrían una respuesta.

– Cuéntemelo todo, todos los detalles -le exigió el presidente-. ¿Qué planean para Oriente Próximo?

– Muerte -dijo el doctor Foxx, sin ninguna emoción en absoluto.

Luego, con una mirada aguda a Marten, mordió con fuerza, haciendo rechinar los dientes.

– ¡Cójalo! -gritó Marten, moviéndose hacia Foxx-. ¡Cójalo! ¡Ábrale la boca!

Marten apartó a un presidente estupefacto a un lado, agarró a Foxx por las mandíbulas y trató de separárselas. Pero fue demasiado tarde. Fuera lo que fuese, había actuado con una rapidez extrema. Merriman Foxx estaba muerto.

94

24.25 h

Hap Daniels adelantó con su Audi marrón oscuro de alquiler a un autocar de turistas y aceleró por la empinada carretera que llevaba al monasterio benedictino de Montserrat. Una vez en el monasterio le tocaría buscar una aguja en un pajar, abrirse paso entre una masa de turistas para identificar a John Henry Harris sin peluquín y a Nicholas Marten, a quien sólo había visto una vez en persona, y muy brevemente.

Al mismo tiempo intentaría encontrar a una atractiva y joven fotógrafa francesa llamada Demi Picard que, como le había dicho el recepcionista del Regente Majestic, llevaba el pelo corto y vestía una chaqueta y pantalones azul marino. Y que probablemente iba acompañada de un hombre de mediana edad de raza negra y una mujer mayor de facciones europeas. A eso había que añadir el hecho de que se estaba basando en una retahíla de información que consideraba correcta pero que no tenía manera de verificar, y que se dirigía a un lugar en el que no había estado nunca antes. Por no recordar que se sostenía a base de una taza de café, adrenalina y veinte minutos de sueño.

Adelantó a otro autocar, a varios coches y luego viró por una curva cerrada. Al hacerlo levantó un segundo la mirada hacia los acantilados que tenía delante y tuvo una visión pasajera del monasterio y de la ladera sobre la que estaba construido. No sabía cuántas curvas más le quedaban o cuánto le faltaba por llegar.

Había llegado hasta aquí por la historia que le había contado a su adjunto, Bill Strait: el director adjunto del Servicio Secreto, Ted Langway, que todavía estaba en Madrid y trabajaba para la embajada de Estados Unidos, «lleva toda la mañana pidiéndome un informe detallado [lo cual era cierto]. Acaba de volver a llamarme [lo cual no lo era], así que no tengo más opción que hablar con él. Iré al hotel, me ocuparé de él y tomaré una ducha y una siesta de verdad, un par de horitas. Llámame al móvil si me necesitas».

Con esto puso a Strait oficialmente al mando, se aseguró de que las cosas quedaran coordinadas entre su equipo del Servicio Secreto y él vicepresidente, para la llegada de este último a la una del mediodía al aeropuerto de Barcelona, y luego se marchó al hotel Colón, donde el Servicio Secreto tenía reservadas una serie de habitaciones. Una vez en su habitación se dio una ducha rápida, se cambió de ropa, se armó y salió por una puerta lateral. Al cabo de quince minutos estaba en su Audi marrón de alquiler saliendo de Barcelona en dirección al monasterio de Montserrat. Para entonces pasaban siete minutos de la una del mediodía. Siete minutos desde que el vicepresidente de Estados Unidos, Hamilton Rogers, había aterrizado en suelo barcelonés.

14.28 h

– Una píldora de suicidio. Una cápsula de veneno escondida en un molar superior derecho -dijo Marten, mientras se volvía hacia Harris después de examinar el cuerpo de Merriman Foxx-. Lo único que ha tenido que hacer es morder con fuerza para activarlo, y eso ha hecho. Ya había pensado en algo así, pero no se me ocurrió que podría llevarlo como implante permanente.

– Si alguna vez tuve dudas de lo comprometida que está esta gente, ahora ya no tienen sentido -dijo el presidente con tristeza-. Es lo mismo que debió de ocurrir en los campos nazis durante la segunda guerra mundial. Hitler, Goebbels, Himmler y el resto retronando con su cruzada genocida, mientras el doctor Mengele iba haciendo sus horribles experimentos en los campos de exterminio. ¿Quién sabe lo que habría ocurrido si alguna vez los hubiera podido aplicar a gran escala?

– La diferencia es que ahora nuestro doctor Mengele está muerto.

– Pero su plan no está muerto. Ni tampoco el de ellos -dijo Harris, de pronto-. Y nosotros no tenemos ni idea de cuál es. Nada de nada. -Apartó la vista abruptamente para quedarse ahí, distante y silencioso. Obviamente, pensaba en qué hacer a continuación.

Marten lo miraba. Se había excedido con Foxx y lo sabía. El presidente tenía razón, se había dejado llevar por sus emociones. Por Caroline, por todo lo que había significado para él durante tanto tiempo de su vida, había encauzado surabia hacia aquel que la había asesinado. Por otro lado, estaba claro que el sudafricano estaba preparado desde hacía tiempo para quitarse la vida si era necesario. Era un profesional en el terreno del dolor humano y probablemente fuera muy consciente de su propio umbral de dolor, de cuánto era capaz de soportar sin hundirse, y ésta había sido la razón y el motivo de su implante; no era el miedo a la muerte sino el miedo de soltar información que pudiera perjudicar a su causa. Eso convertía el comentario del presidente sobre el grado de compromiso de aquella gente en algo aterrador. No eran un puñado de fanáticos; eran miembros de un movimiento altamente organizado, bien financiado y tremendamente peligroso.

– Presidente -dijo Marten de pronto-. Creo que podemos dar por sentado, sin mucho miedo a equivocarnos, que Foxx habrá confirmado su presencia aquí a sus «amigos» de Washington -dijo, mientras recogía la BlackBerry que Foxx se había sacado del bolsillo y luego soltó cuando Marten lo atacó-. Apuesto a que intentaba ponerse en contacto con ellos cuando lo he tirado al suelo. Si no tienen pronto noticias de él, van a venir rápido a buscarle. Es lo que le he dicho antes: hay que avisar a Miguel y salir pitando de aquí. Volver a la zona de turistas y escondernos en alguna parte hasta que venga.