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Los monjes rodearon la iglesia una vez, luego otra y luego salieron, pasaron a través de un portal alto y entraron en un antiguo anfiteatro de piedra que había en el exterior. Allí repitieron la letanía un par de veces más, y luego otro par, mientras formaban un semicírculo a la luz de tres hogueras que ardían en un triángulo circunscrito en una enorme piedra circular; una piedra que era la pieza central del anfiteatro y que tenía la cruz de Aldebarán tallada en el centro.

Demi se acercó con cautela al otro lado de las hogueras, cerca de la zona de asientos del anfiteatro, donde había fácilmente doscientas personas -hombres, mujeres y niños-, desde muy ancianas hasta críos sentados en el regazo de sus madres. Todos llevaban túnicas escarlata iguales a la que llevaba Demi.

Más allá de las hogueras veía el valle que había cruzado para llegar hasta ahí, donde la fina neblina de la mañana se había transformado en una niebla densa que se levantaba como si fuera una bruma marina y empezaba a envolverlos. Por encima de todo se elevaban los altos picos de las montañas, que servían para aislar la iglesia y por encima de los cuales la luna llena se encaramaba por encima de oscuros nubarrones.

De pronto, los cánticos de los monjes se detuvieron y por un largo instante todo quedó en silencio. Luego, una potente voz masculina se levantó desde la oscuridad de detrás. Profunda y melódica, sonaba como si fuera algún tipo de llamada pagana, una breve plegaria a los espíritus recitada en el mismo idioma de los monjes.

De inmediato, los espectadores respondieron como en un coro, repitiendo al unísono lo que se decía.

La voz volvió a sonar como antes, transportada a través de la oscuridad. Entonces una figura envuelta en una túnica negra y encapuchada avanzó a la luz de las hogueras y se situó en el centro del círculo de piedra. Al instante, la figura levantó los brazos y echó la cabeza hacia atrás. Demi se quedó sin respiración: era el reverendo Beck, a quien veía por primera vez desde que habían llegado. De inmediato, se apartó de la congregación y se refugió en las sombras. Con las cámaras levantadas, se puso a fotografiar deliberadamente: a Beck, a la congregación, a los monjes, utilizando una cámara y luego la otra como había hecho antes.

Con la cabeza echada hacia atrás y los brazos levantados, Beck retronaba unas órdenes a los cielos como si su voz alcanzara la luna y más allá para convocar a los espíritus que reinaban en la noche. Luego se volvió hacia la oscuridad entre las hogueras. Otra vez levantó los brazos y profirió la misma orden que acababa de lanzar al cielo. Durante un rato no sucedió nada, y luego una visión de blanco apareció lentamente a través de la oscuridad, avanzando por en medio de las hogueras hasta entrar en el círculo.

Era Cristina.

Beck se volvió hacia la congregación y volvió a hablar, con el brazo derecho extendido, haciendo un gesto hacia el gran círculo de piedra. La congregación respondió, repitiendo lo que él había dicho y añadiendo luego unas palabras que a Demi sólo le sonaban como nombres de estrellas distantes. Había cuatro en total, pronunciados rápida y entrecortadamente, como si convocaran a los dioses.

Con las cámaras disparando sin cesar, Demi se acercó un poco.

Ahora Beck salía de la luz de las hogueras. En su lugar, con tanta rapidez que pareció fruto de un truco de magia, apareció Luciana. Llevaba una túnica dorada y en la mano una varita larga de rubíes. Tenía la abundante melena negra recogida en un moño apretado. El maquillaje de los ojos, igual de oscuro, estaba acentuado con unas teatrales líneas que iban del rabillo de los ojos hasta los lóbulos de las orejas, mientras que unas horribles uñas de al menos veinticinco centímetros habían sido pegadas a sus dedos.

Con un movimiento tan grácil como el de una bailarina, se colocó detrás de Cristina y con la varita dibujó un círculo en el aire por encima de su cabeza. Luego, con la misma delicadeza, se apartó para pasar la varita por la gran piedra circular. Hecho esto, miró a la congregación. Con las maneras de una sacerdotisa, ejercía como tal en la ceremonia. De pronto gritó una frase cargada de poder y certeza, como si acabara de formular un hechizo. Avanzó hasta el borde del círculo, con los ojos moviéndose ferozmente por la congregación, y gritó el hechizo otra vez.

Y otra vez.

Y otra.

114

20.47 h

– ¡Escuche! -dijo Marten antes de detenerse, con la antorcha hecha del palo del pico a medio quemar que iluminaba poco más que una chispa en medio de la oscuridad absoluta del túnel.

– ¿Qué pasa? -Se paró también el presidente.

– No lo sé. Sonaba como algo detrás nuestro.

Se esforzaron por escuchar, pero no se oyó nada más.

– A lo mejor estoy enloqueciendo… -dijo Marten al silencio, y luego-: Ahora. ¿Lo ha oído?

De algún punto detrás de ellos se oyó un chirrido agudo y distante. Duraba unos veinte segundos, paraba, luego volvía.

– Taladran la piedra -dijo el presidente rápidamente-. He excavado los pozos suficientes como para reconocer el sonido.

– Su equipo de rescate ha llegado. Saben que está aquí.

– No. Creen que estoy aquí. Pero están todavía muy por detrás. A más de un kilómetro y medio; tal vez más lejos.

– Al instante, el presidente miró a Marten-. Una vez hayan entrado en el túnel, introducirán material de escucha, tal vez también cámaras de visión nocturna. Por este tipo de galerías el sonido circula casi con tanta nitidez como por debajo del agua.

– ¿Cuántos cree que son?

– ¿Ahí arriba, buscándonos?

– Sí.

– Demasiados. A partir de ahora, ni una palabra más fuerte que un susurro. Y sea cual sea la palabra, que sea cortísima.

Marten lo miró una décima de segundo, luego apuntó la antorcha hacia delante y siguieron avanzando.

20.50 h

La extensión de roca que cruzaban era negra como la noche. Miguel se detuvo y apuntó con la linterna detrás de él, iluminando el camino para que el lastimado Hap Daniels los alcanzara.

– Cuidado con la maldita linterna. Se ve a muchas leguas -protestó Hap con voz ronca mientras andaba.

Ahora llevaba el brazo izquierdo apoyado en un cabestrillo que se había hecho con la corbata, para minimizar los tirones en el hombro.

Tras ellos, una luna llena luchaba contra los densos nubarrones que descendían por las colinas lejanas. Se avecinaba lluvia y ellos lo sabían. Cuándo llegaría, con cuánta fuerza y cuánto tiempo les quedaba antes de que empezara eran preguntas todavía imposibles de responder.

– ¿Está seguro de que quiere seguir? -dijo Miguel, mirando a Hap mientras se acercaba. Era evidente que estaba haciendo esfuerzos y que el dolor le mermaba.

– Sí, maldita sea.

– ¿Quiere descansar un minuto? ¿Tomarse los analgésicos?

– ¿Dónde demonios están los chicos?

– ¡Aquí! -La voz de Armando surgió de entre la oscuridad a una docena de metros por delante de ellos.

Al instante, Miguel apuntó con la linterna hacia un precipicio rocoso que había a siete metros.

– ¡Por Dios bendito! -exclamó Hap, agarrando a Miguel del brazo con su mano buena-. ¿Quiere apagar esto de una vez?

20.52 h

Hap y Miguel miraron hacia una fisura en las rocas de abajo. Cuatro metros más abajo Héctor y José se apiñaban junto a una ancha fractura de la roca, iluminando con las linternas el camino de Armando, que empezaba a descender por ella. Un segundo más tarde desapareció de su vista. José le siguió de inmediato.