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—¡Todos! ¡Las Poses del Cisne!

Los hombres y mujeres jóvenes que se encontraban arrodillados junto a la pared se incorporaron con presteza y se unieron a Thera en una fila, ejecutando sus mismos movimientos con exactitud ante el sillón de Suroth. Sólo la mirada del lopar seguía pendiente de la presencia de Morgase, que pensó que jamás en su vida la habían despedido de manera tan tajante. Recogiendo los vuelos de su falda a la par que hacía lo mismo con lo que le quedaba de dignidad, se marchó.

No llegó muy lejos sola, desde luego. Los soldados de armaduras rojas y negras aguardaban en la antesala cual estatuas con sus lanzas adornadas con borlones bicolores, los semblantes impasibles bajo los cascos lacados, los duros ojos mirando fijamente tras lo que parecían las mandíbulas de insectos monstruosos. Uno de ellos, no mucho más alto que Morgase, se situó junto a su hombro sin pronunciar palabra y la escoltó de vuelta a sus aposentos, donde dos taraboneses, equipados con espadas y petos de acero pintados a rayas horizontales, flanqueaban la puerta. Hicieron una profunda reverencia, con las manos apoyadas en las rodillas, y Morgase creyó que el gesto de respeto iba dedicado a ella hasta que su escolta habló por primera vez:

—Saludo visto. Firmes —dijo en tono áspero, y los taraboneses se irguieron sin dirigir una sola mirada a Morgase hasta que el seanchan añadió—: Vigiladla bien. No ha prestado el Juramento.

Los oscuros ojos de los guardias se desviaron fugazmente hacia ella tras las mallas de acero, pero sus leves inclinaciones de asentimiento estuvieron dirigidas al oficial seanchan.

Procuró entrar sin apresuramiento, pero una vez que la puerta se cerró a sus espaldas se recostó contra la hoja e intentó poner orden al torbellino de ideas. Seanchan y damane, emperatriz y juramentos y gente que era una posesión. Lini y Breane se encontraban en medio de la habitación y la observaban.

—¿Qué has descubierto? —inquirió impaciente Lini, en un tono muy parecido al que antaño utilizaba para preguntar a una Morgase niña sobre un libro que había leído.

—Pesadillas y locura —musitó Morgase. De repente se puso erguida y miró en derredor con ansiedad—. ¿Dónde está…? ¿Dónde están los hombres?

—Tallanvor fue a ver qué podía descubrir —contestó Breane a la pregunta no formulada con un timbre entre seco y burlón. Estaba puesta en jarras y la expresión de su semblante se tornó mortalmente seria—. Lamgwin lo acompañó, y también maese Gill. ¿Qué descubristeis vos? ¿Quiénes son esos… seanchan? —Pronunció el nombre con torpeza mientras frunció el entrecejo—. De eso también nos hemos enterado nosotras. —Fingió no advertir la intensa y dura mirada de Lini—. ¿Qué vamos a hacer ahora, Morgase?

Morgase pasó entre las dos mujeres y se dirigió a la ventana más cercana. No tan angosta como las de la sala de audiencias, se asomaba al patio, seis metros por encima de los adoquines del pavimento. Una columna de hombres abatidos, destocados y despeinados, algunos con vendajes manchados de sangre, cruzaba el patio arrastrando los pies bajo la atenta mirada de taraboneses que portaban lanzas. Había varios seanchan en lo alto de una torre cercana, oteando a lo lejos entre las almenas. Uno de ellos lucía un yelmo adornado con las tres finas plumas. Una mujer se asomó a una ventana, al otro lado del patio, y contempló ceñuda a los prisioneros Capas Blancas; la cenefa roja con el bordado de relámpagos resultaba claramente visible sobre su pecho. Aquellos hombres tambaleantes parecían estupefactos, incapaces de creer lo que había ocurrido.

¿Qué iban a hacer? Morgase sabía que debía tomar una decisión y eso la aterraba. Tenía la impresión de que todas las decisiones que había tomado desde hacía meses, por nimias que fueran, sólo habían conducido al desastre. Una elección, había dicho Suroth. Ayudar a esos seanchan a apoderarse de Andor o… Un último servicio que podía hacer para Andor. El final de la columna apareció, seguida por más taraboneses a los que se unían sus compatriotas a medida que pasaban. Una caída de seis metros y Suroth habría perdido su palanca. Quizá fuera la salida de un cobarde, pero ella ya había demostrado serlo. Con todo, la reina de Andor no debería morir de ese modo.

En un susurro, casi para sí, pronunció las palabras irrevocables que sólo se habían utilizado dos veces en los dos mil años de historia de Andor:

—Con la Luz por testigo, dimito como Cabeza Insigne de la casa Trakand a favor de mi heredera, Elayne. Con la Luz por testigo, renuncio a la Corona de la Rosa y abdico del Trono de León en favor de Elayne, Cabeza Insigne de la casa Trakand. Con la Luz por testigo, me inclino ante Elayne de Andor como su obediente súbdita. —Nada de eso convertía en reina a Elayne, cierto, pero despejaba el camino.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Lini.

—Pensaba en Elayne. —Morgase se volvió lentamente. No creía que su antigua niñera hubiese estado lo bastante cerca para oír lo que nadie tenía por qué oír.

Los ojos de la anciana se abrieron de par en par, sin embargo, y la mujer dio un respingo.

—¡Apártate de ahí ahora mismo! —espetó, y llevando a cabo sus palabras la agarró del brazo y tiró de ella, retirándola de la ventana.

—¡Lini, te estás propasando! ¡Dejaste de ser mi nodriza hace…! —Morgase inhaló hondo y suavizó el tono. Contemplar aquellos ojos espantados no resultaba fácil, porque no había nada que asustase a Lini—. Lo que hago es por el bien de todos, créeme —añadió afablemente—. No queda otra alternativa…

—¿Que no queda otra alternativa? —intervino furiosa Breane, asiendo su falda con tanta fuerza que las manos le temblaban. Saltaba a la vista que habría preferido cerrarlas en torno al cuello de Morgase—. ¿Qué sarta de tonterías estáis farfullando? ¿Y si esos seanchan creen que os hemos matado?

Morgase apretó los labios; ¿tan transparente se había vuelto?

—¡Cállate, mujer! —Lini tampoco se enfadaba nunca ni levantaba la voz, pero entonces hizo ambas cosas mientras sus arrugadas mejillas enrojecían de ira. Alzó su huesuda mano—. ¡Cuidado con lo que dices o te soltaré una bofetada que te dejará más estúpida de lo que ya eres!

—Abofetéala a ella si quieres pegar a alguien —replicó a gritos Breane, tan rabiosa que al hablar escupía gotitas de saliva—. ¡La reina Morgase! ¡Acabará enviándonos a ti, a mí, a mi Lamgwin y hasta a su precioso Tallanvor al cadalso, y todo porque tiene menos agallas que un ratón!

La puerta se abrió para dar paso a Tallanvor y puso bruscamente fin a la escena. Nadie tenía la menor intención de chillar delante de él. Lini fingió estar examinando la manga de Morgase como si hiciera falta remendarla, mientras maese Gill y Lamgwin entraron en pos del oficial. Breane mostró una sonrisa radiante y se arregló los pliegues de la falda. Los hombres, claro está, no se dieron cuenta de nada.

Morgase sí reparó en ciertos detalles. Para empezar, Tallanvor llevaba ceñida una espada a la cintura, al igual que maese Gill e incluso Lamgwin, aunque la de éste era corta. Morgase siempre había tenido la impresión de que el hombre se sentía más cómodo luchando con sus puños que con cualquier otra arma. No obstante, antes de que le diera tiempo a preguntar cómo las habían conseguido, el hombrecillo bajo y delgado que cerraba la marcha atrancó la puerta a sus espaldas.

—Majestad —dijo Sebban Balwer—, disculpad la intrusión.

Hasta su reverencia y su sonrisa eran secas y escuetas como él. Sin embargo, mientras sus ojos pasaban rápidamente de ella a las otras mujeres, Morgase tuvo la certeza de que si bien los demás hombres no habían notado la tensión en el ambiente, el otrora secretario de Pedron Niall sí lo había advertido.

—Me sorprende veros, maese Balwer —contestó—. Tenía entendido que había habido ciertas tiranteces entre Elmon Valda y vos.