—Os la entregaré yo mismo. —Quizá podría arreglarse algo para saciar el ansia de Asunawa durante un tiempo. Algo que asegurara también que Morgase siguiera mostrándose dócil. Valda tiró el trocito de papel sobre el cadáver de Niall. El viejo lobo había perdido la astucia y el coraje con la edad, y ahora estaba en manos de Elmon Valda poner en su sitio a las brujas y su falso Dragón.
Tumbado boca abajo en lo alto de una elevación, Gawyn oteó hacia el escenario del desastre a la luz del sol de la tarde. Los pozos de Dumai estaban kilómetros al sur, a través de llanuras y colinas bajas, pero todavía divisaba el humo que salía de las carretas. Ignoraba lo que había ocurrido allí después de que condujera a todos los Cachorros que pudo reunir en una huida a galope tendido. Por lo visto al’Thor se había hecho con el mando de la situación; él y esos hombres vestidos de negro que parecían poder encauzar, derribando Aes Sedai y Aiel por igual. Ver que las hermanas huían fue lo que le reveló que había llegado el momento de largarse de allí.
Ojalá hubiese podido matar a al’Thor. Por su madre, muerta a manos de ese hombre; Egwene lo negaba, pero no tenía pruebas. Por su hermana. Si Min había dicho la verdad —tendría que haberla obligado a abandonar el campamento con él, ni que hubiese querido ni que no; eran muchas las cosas que tendría que haber hecho de otra manera en ese día—, si Min tenía razón y Elayne amaba a al’Thor, entonces ese horrible destino era razón suficiente para matarlo. Quizá los Aiel habían hecho el trabajo por él, pero lo dudaba.
Con una risa amarga, alzó el tubo de su visor de lentes. En las bandas doradas había una inscripción: «De Morgase, reina de Andor, para su amado hijo, Gawyn. Que sea una espada viva para su hermana y para Andor». Unas palabras amargas, ahora.
No había mucho más que ver aparte de hierba agostada y pequeños sotos dispersos. El viento seguía soplando, levantando nubes de polvo. De vez en cuando, un fugaz movimiento entre los achaparrados cerros indicaba la presencia de hombres moviéndose. Aiel, estaba seguro. Se confundían con el entorno demasiado bien para que fueran Cachorros con sus chaquetas verdes. Quisiera la Luz que hubiesen escapado más de los que él había logrado sacar de aquel infierno.
Era un necio. Tendría que haber matado a al’Thor; tenía que matarlo. Pero no podía. Y no porque fuera el Dragón Renacido, sino porque le había prometido a Egwene no levantar un dedo contra él. La joven Aceptada había desaparecido de Cairhien dejándole sólo una carta que él había leído y releído tantas veces que el papel estaba a punto de romperse por los dobleces; no le sorprendería enterarse de que se había ido para ayudar a al’Thor de un modo un otro. No podía faltar a su palabra, y menos aún si se la había dado a la mujer que amaba. Jamás. Le costara lo que le costara. Confiaba en que ella comprendería el arreglo de compromiso que había hecho con su honor; no había levantado un dedo para hacerle daño, pero tampoco para ayudarlo. Quisiera la Luz que Egwene nunca le pidiera eso. Se decía que el amor volvía idiotas a los hombres, y él era la prueba.
De repente se llevó el visor al ojo cuando una mujer salió a campo abierto galopando en un gran caballo negro. No alcanzaba a distinguir sus rasgos, pero ninguna criada llevaría un vestido con falda pantalón para montar. Así que al menos una Aes Sedai había podido huir. Si algunas hermanas habían salido con vida de la trampa, quizás entonces más Cachorros también lo habrían conseguido. Con suerte, podría encontrarlos antes de que los Aiel los mataran en pequeños grupos. Sin embargo, lo primero era esa hermana. En muchos aspectos habría preferido marcharse sin ella, pero dejarla sola, quizá para que acabara con una flecha clavada, no era una opción acorde con su conciencia. Cuando empezaba a incorporarse para hacerle señales con la mano, no obstante, el caballo tropezó y cayó, y ella se vio lanzada por encima de las orejas.
Gawyn maldijo, y después soltó otro juramento cuando a través del visor vislumbró una flecha clavada en el flanco del negro animal. Hizo una rápida barrida con el visor por las colinas, y contuvo otra maldición a duras penas; unas dos docenas de Aiel, con el rostro velado, se encontraban en lo alto de un cerro a menos de cien pasos de la Aes Sedai, observando al caballo y a la amazona caídos. Giró de inmediato el visor. La hermana se había incorporado y se tambaleaba como una persona ebria. Si conservaba la calma y utilizaba el Poder, los Aiel no podrían hacerle daño, sobre todo si se resguardaba tras el caballo para eludir más flechas. Aun así, Gawyn se sentiría mejor después de haberla recogido y llevado con ellos. Se apartó de la cresta rodando para evitar que los Aiel pudieran descubrirlo, y se deslizó por la ladera opuesta un largo trecho, hasta que resultó seguro ponerse de pie.
Había emprendido ese viaje al sur con quinientos treinta y un Cachorros, casi todos aquellos que estaban bastante entrenados para salir de Tar Valon, pero eran menos de doscientos los que lo aguardaban junto a los caballos al pie del cerro. Antes de que el desastre cayera sobre los pozos de Dumai, Gawyn había tenido la certeza de que había una maquinación para que sus Cachorros y él murieran antes de regresar a la Torre Blanca. No sabía el porqué ni si el ardid era obra de Elaida o de Galina, pero lo cierto es que había tenido bastante éxito, aunque no exactamente del modo que habían pensado quienes lo habían planeado. No era de extrañar que hubiese preferido irse sin la Aes Sedai de haber tenido elección.
Se paró junto a un castrado gris con su joven jinete. Joven, como lo eran todos los Cachorros —muchos no necesitaban afeitarse durante tres o cuatro días, y otros ni siquiera eso—, pero Jisao lucía la torre de plata en el cuello que lo señalaba como un veterano en la batalla disputada cuando se había depuesto a Siuan Sanche, y más cicatrices bajo sus ropas de otras luchas dirimidas desde entonces. Era uno de los que podía olvidar la navaja de afeitar muchas mañanas; aun así, sus oscuros ojos eran los de un hombre treinta años mayor. Gawyn se preguntó qué impresión darían sus propios ojos.
—Jisao, hay una hermana a la que tenemos que…
Los Aiel, alrededor del centenar, que aparecieron corriendo en lo alto de la elevación del oeste se frenaron, sorprendidos, al encontrar a los Cachorros al pie del cerro, pero ni la sorpresa ni el hecho de la superioridad numérica de los Cachorros bastó para frenarlos. En un visto y no visto se cubrieron con los velos y, lanzándose cuesta abajo, arremetieron con las lanzas a caballos y jinetes por igual, actuando por parejas. Con todo, si los Aiel sabían cómo combatir contra hombres montados, los Cachorros habían recibido recientemente lecciones muy duras sobre cómo luchar contra los Aiel, y los que aprendían despacio no duraban vivos mucho tiempo en sus filas. Algunos llevaban lanzas ligeras, rematadas en una punta de acero de cuarenta centímetros, con guarda en cruz para evitar que la hoja penetrara en exceso, además de que todos podían usar sus espadas con tanta destreza como cualquiera salvo un maestro de armas. Combatían en parejas o tríos, guardándose la espalda unos a otros y manteniendo en movimiento a sus monturas para que los Aiel no les cortaran los jarretes. Sólo los Aiel más rápidos lograban penetrar esos círculos de relampagueantes aceros. Los propios caballos, entrenados para la batalla, eran armas; rompían cráneos con sus cascos, asían hombres con los dientes y los sacudían como haría un perro con una rata, las más de las veces desgarrando medio rostro al hombre. Los animales relinchaban al tiempo que luchaban, en tanto que los hombres jadeaban por el esfuerzo y gritaban enardecidos, en ese arrebato que se apoderaba de ellos en la batalla y que proclamaba que estaban vivos y que seguirían estándolo para ver otro amanecer aunque el combate acabara en un baño de sangre. Gritaban al matar y gritaban al morir; no parecía haber gran diferencia.
Gawyn no tuvo tiempo para observar ni para escuchar. Siendo el único Cachorro que estaba a pie, atraía sobre sí la atención. Tres figuras vestidas con cadin’sor se metieron entre los jinetes y se abalanzaron contra él con las lanzas aprestadas. Quizá pensaron que, superándolo en tres a uno, era presa fácil. Los desengañó. Su espada salió de la vaina con fácil ligereza, la misma con que pasó de El halcón se inclina a La hiedra ciñe el olmo y de ésta a La luna se eleva sobre los lagos. Tres veces notó en las muñecas el impacto del acero contra la carne, y con igual rapidez los tres Aiel velados quedaron tendidos en el suelo; dos de ellos se movían un poco, pero estaban fuera de combate como su tercer compañero. El siguiente que se enfrentó a él era harina de otro costal.