A Perrin se le puso de punta el vello de la nuca cuando Rand bajó los ojos, que estaban alzados hacia el techo para mirarlo. Dos pedazos de hielo habrían sido más cálidos y blandos, pero lo que más impresionaba era que lo contemplaban desde un rostro crispado por el dolor.
—Quítate de mi vista, Perrin. ¿Me has oído? ¡Vete de Cairhien! ¡Hoy! ¡Ahora! ¡No quiero volver a verte!
Giró sobre sus talones y salió del salón; los nobles se inclinaron a su paso de tal modo que casi rozaron el suelo.
Perrin limpió el hilillo de sangre que le resbalaba por la comisura de los labios. Durante un instante había tenido la certeza de que Rand iba a matarlo.
Sacudió la cabeza para librarse del recuerdo y, al girar en una esquina del pasillo, casi se dio de bruces con Loial. El Ogier, que llevaba un gran bulto atado a la espalda y un morral al hombro lo bastante grande para que cupiese dentro un cordero, usaba el hacha de mango largo a guisa de bastón. En los amplísimos bolsillos de su chaqueta, muy abultados, se marcaban las formas de libros.
Las orejas copetudas de Loial se irguieron al verlo y luego se hundieron bruscamente. Todo su rostro lo hizo, de modo que las cejas le colgaron sobre las mejillas.
—Me he enterado, Perrin —dijo con su vozarrón, en tono triste—. Rand no debería haber hecho eso. Las palabras precipitadas generan largos conflictos. Sé que lo reconsiderará. Mañana, tal vez.
—No importa —lo tranquilizó Perrin—. De todos modos, Cairhien es demasiado… pulido para mí. Soy un herrero, no un cortesano. Para mañana ya estaré muy lejos de aquí.
—Faile y tú podríais venir conmigo. Karldin y yo vamos a visitar los steddings, Perrin. Todos ellos, por lo de las puertas de los Atajos.
Un joven de cabello claro y cara estrecha, que estaba detrás de Loial, dejó de mirar ceñudo a Perrin para mirar ceñudo al Ogier. También él llevaba un morral y un hatillo, así como una espada a la cadera. A pesar de su chaqueta azul, Perrin lo reconoció como uno de los Asha’man. Karldin no parecía complacido de haber topado con Perrin; además, su olor era frío y colérico. Loial echó una ojeada al pasillo por encima de Perrin.
—¿Dónde está Faile?
—Se… reunirá conmigo en los establos. Tuvimos unas palabras. —Eso era simplificar mucho lo ocurrido. A veces a Faile parecía que le gustaba gritar. Perrin bajó el tono de voz—. Loial, yo que tú no hablaría de eso donde cualquiera pudiera oírme. Me refiero a las puertas de los Atajos.
El Ogier resopló con bastante fuerza como para hacer que un toro brincara sobresaltado, pero aun así también bajó el tono de voz:
—No veo a nadie aparte de nosotros —retumbó. Su comentario no lo habría oído nadie que estuviera a dos o tres metros de distancia. Sus orejas se… sacudieron, era el único término que definía aquel movimiento, como si azotaran el aire, y después se aplastaron hacia atrás en un gesto enfadado—. Todo el mundo tiene miedo de ser visto cerca de ti. ¡Después de todo lo que has hecho por Rand!
—Tenemos que irnos —dijo Karldin al tiempo que le tiraba de la manga y dirigía una mirada funesta a Perrin. En lo que a él concernía, cualquier persona a la que el Dragón Renacido hubiese gritado estaba fuera del círculo, no contaba. Perrin se preguntó si estaría asiendo el Poder en ese momento.
—Sí, sí —dijo Loial agitando una mano grande como un jamón, pero se apoyó en el hacha y frunció el entrecejo, meditabundo—. Esto no me gusta, Perrin. Rand te ahuyenta a ti. A mí me manda lejos. ¿Cómo voy a terminar mi libro si…? —Sus orejas se agitaron y el Ogier tosió—. Bien, eso no viene al caso. Mandó lejos a Mat, sólo la Luz sabe dónde, y ahora nos ha tocado el turno a ti y a mí. La siguiente será Min. ¿Sabes que le rehuyó esta mañana? Me mandó que saliera a decirle que se hallaba ausente. Creo que ella se dio cuenta de que mentía. Planea alejarnos a todos nosotros, Perrin, se quedará sin amigos a su lado y es muy consciente de ello. «Es terrible estar solo», me dijo.
—La Rueda gira según sus designios —respondió Perrin. Loial parpadeó al oír la frase que era un eco de la de Moraine. Perrin había pensando mucho en ella últimamente; la Aes Sedai había sido una influencia determinante para que Rand se refrenara—. Adiós, Loial. Cuídate y no confíes en nadie si puedes evitarlo. —Lo dijo sin mirar directamente a Karldin.
—No hablarás en serio, Perrin. —Loial parecía escandalizado; era confiado por naturaleza—. Venid conmigo, Faile y tú.
—Volveremos a encontrarnos, algún día —le contestó afablemente Perrin, y se apresuró a dejar atrás al Ogier para no tener que añadir nada más. No le gustaba mentir, en especial a un amigo.
En el establo norte las cosas fueron igual que dentro de palacio. Los mozos de cuadra, al verlo entrar, soltaron las horquillas de recoger estiércol y los cepillos de almohazar que estaban utilizando y salieron por las pequeñas puertas que había al fondo. Apagados susurros procedentes del altillo, que podrían haber pasado inadvertidos a otros oídos, revelaron a Perrin que había hombres escondidos allí; también alcanzó a percibir las respiraciones ansiosas, asustadas. Sacó a Brioso de una cuadra de mármol de vetas verdes, le puso la brida y ató las riendas del semental pardo a una argolla dorada. Después fue a coger una manta y una silla de un cuarto de arreos, donde la mitad de las sillas estaban engastadas con oro o plata. El establo encajaba perfectamente en un palacio, con las altas columnas cuadradas y los suelos de mármol, incluso debajo de la paja en las cuadras. Salió sobre su caballo, contento de dejar atrás tanto esplendor.
Al norte de la ciudad siguió la calzada por la que había llegado con Rand, angustiado y desesperado, sólo unos pocos días antes, y cabalgó hasta que las irregularidades del terreno ocultaron Cairhien. Entonces viró hacia el este, donde todavía se alzaba un bosque de tamaño considerable, descendió la ladera de una colina y ascendió por la de la siguiente, más elevada. Unos cuantos metros tras la línea de los árboles, Faile taconeó a Golondrina para reunirse con él, y Aram la siguió en su caballo, como un sabueso. El rostro del joven se alegró al verlo, aunque eso no revelaba gran cosa; simplemente repartía sus leales miradas entre Faile y él.
—Esposo —lo saludó ella no con demasiada frialdad, pero el penetrante olor a ira y a celos seguía mezclándose con el limpio aroma propio de la mujer y de su jabón de hierbas. Iba vestida para viajar, con una fina capa para el polvo colgando a su espalda y guantes rojos que hacían juego con las botas que asomaban bajo la oscura falda pantalón, prenda preferida por Faile. Llevaba al menos cuatro dagas enfundadas metidas en el cinturón.
Un movimiento detrás de la mujer se concretó en las figuras de Bain y de Chiad. Y también de Sulin, con otras doce Doncellas. Las cejas de Perrin se arquearon. Se preguntó qué pensaría Gaul sobre aquello; el Aiel le había contado que ardía en deseos de pillar a solas a Bain y a Chiad. Pero más sorprendente era la otra gente que acompañaba a Faile.
—¿Qué hacen aquí? —Perrin reconoció a Selande, a Camille y a la alta teariana, todas ellas vestidas con ropas de hombre y equipadas con espadas. Un tipo corpulento, que lucía chaqueta de mangas abullonadas y tenía la barba untada y recortada a pico a pesar de llevar el cabello atado en la nuca con una cinta, también le resultaba familiar. No conocía a los otros dos hombres, ambos cairhieninos, pero, aunque sólo fuera por su juventud y la cinta con que ceñían sus cabellos, resultaba fácil deducir que formaban parte de la «asociación» de Selande.
—He tomado a Selande y a unos cuantos de sus amigos a mi servicio. —A pesar de su tono ligero, Faile exhalaba oleadas de cautela—. Se habrían metido en problemas en la ciudad, antes o después. Necesitan que alguien los guíe. Considéralo como un acto caritativo. Me ocuparé de que no representen un engorro para ti.
Perrin suspiró y se rascó la barba. Un hombre listo no le decía a su esposa a la cara que le ocultaba algo. Sobre todo cuando la esposa era Faile; iba camino de convertirse en una mujer tan formidable como su madre, si es que no lo era ya. Y ¿por qué podían representar un engorro? ¿A cuántos de esos… cachorros había tomado bajo su tutela?