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Se refería a los nobles, los únicos que se permitían el lujo de jugar, salvo los mercaderes acaudalados que no lo serían durante mucho tiempo si empezaban a tomar parte en las apuestas que se cruzaban entre los nobles. Nalesean se frotó las manos con entusiasmo mientras Lopin intentaba colocarle bien las puntillas; hasta su barba parecía ansiosa.

—Sábanas de seda —musitó.

¿Sábanas de seda? En su vida había oído hablar de ellas. Mat sintió que los recuerdos de un pasado remoto pugnaban por acudir a su memoria, pero se negó a prestarles atención.

—Lleno de nobles —gruñó Vanin en la planta baja mientras fruncía los labios como si fuese a escupir. Su ojeada buscando a la señora Anan era ya automática; en lugar de escupir, decidió echar una trago del tosco vino que era su desayuno—. Sin embargo, será bueno volver a ver a lady Elayne —musitó. Su mano libre se alzó como si fuera a tocarse la sien en un saludo; no parecía ser consciente del gesto. Mat gimió. Esa mujer había echado a perder a un buen hombre—. ¿Queréis que vuelva a vigilar la casa de Carridin? —prosiguió, como si lo demás no tuviese importancia—. Esa calle está tan atestada de mendigos que cuesta trabajo ver algo, pero recibe un montón de visitas.

Mat le dijo que le parecía bien. No era de extrañar que a Vanin le importara poco si en el palacio había nobles y Aes Sedai a espuertas; se pasaría todo el día sudando bajo el sol y recibiendo empujones de la multitud. Un panorama mucho más agradable.

No tenía sentido tratar de prevenir a Harnan y a los restantes Brazos Rojos. Todos estaban engullendo gachas de avena y pequeñas salchichas negras mientras se daban codazos en las costillas unos a otros y bromeaban sobre las criadas de palacio, a quienes, según habían oído, se las elegía por su belleza y eran notablemente libres en lo tocante a conceder sus favores. Y ése era un hecho demostrado, se repetían sin cesar.

Las cosas no mejoraron precisamente cuando Mat fue a la cocina en busca de la señora Anan a fin de liquidar la cuenta. Caira estaba allí, pero su malhumor de la noche anterior había pasado a ser un genio de mil demonios. Frunció los labios al verlo y le asestó una mirada fulminante, tras lo cual salió por la puerta que daba a los establos frotándose la parte posterior de la falda, o quizás el trasero. Tal vez pasaba un mal momento o se había metido en algún problema, pero que lo culpara por ello escapaba a la comprensión de Mat.

Por lo visto, la señora Anan no se encontraba en la posada —siempre estaba organizando comidas de beneficencia para refugiados o acometiendo cualquier otra buena obra—, pero Enid agitaba un largo cucharón de madera en dirección a sus atareados asistentes y no tuvo inconveniente en tender su ancha mano para recoger el dinero.

—Apretáis demasiados melones para probar su madurez, mi joven señor, y no debería sorprenderos si uno pasado se os rompe en las manos —fue su incomprensible comentario—. O dos —añadió al cabo de un momento mientras asentía con la cabeza. Se acercó más a él y ladeó la redonda y sudorosa cara al tiempo que lo miraba con intensidad—. Si contáis algo, lo único que conseguiréis será meteros en problemas. No lo haréis, ¿verdad? —Aquello no sonaba en absoluto como una pregunta.

—Ni una palabra —dijo Mat. ¿De qué demonios hablaba? Sin embargo, aquella respuesta pareció ser la adecuada, ya que la cocinera asintió antes de alejarse agitando el cucharón con el doble de energía que antes. Por un instante Mat temió que fuera a atizarlo con él. La pura verdad era que todas las mujeres, no sólo algunas, tenían una vena de violencia.

Entre unas cosas y otras, fue un alivio cuando Nerim y Lopin se enzarzaron a voces en una discusión con respecto a qué equipaje de cuál señor sería transportado en primer lugar. Aplacarlos requirió su buena media hora por parte de Nalesean y de él. Un mayordomo fuera de sí podía hacer un infierno de la vida de su señor. Después tuvo que ocuparse de solventar con los Brazos Rojos quiénes de ellos se encargaban de transportar el cofre con el oro al otro lado de la plaza y quiénes se ocupaban de llevar los caballos. En fin, así se retrasaba el momento de meterse en el condenado palacio de Tarasin.

Sin embargo, una vez instalado en sus nuevos aposentos, casi olvidó sus problemas; al principio. Tenía una amplia sala de estar, un pequeño reservado, el cuarto de malos humores, como lo llamaban por aquellos lares, y un inmenso dormitorio con la cama más enorme que había visto en su vida, cuyas columnas tenían talladas guirnaldas de flores encarnadas, nada menos. La mayor parte del mobiliario era de un intenso color rojo o un intenso color azul, cuando no dorado. Una puerta pequeña, próxima al lecho, comunicaba con un cuartito de servicio para Nerim, quien pareció considerarlo excelente a pesar de la estrecha cama y de la ausencia de ventana. Los aposentos de Mat contaban con altos ventanales en arco que daban a balcones con enrejados forjados y pintados de blanco, asomados a la plaza de Mol Hara.

Las lámparas de pie eran doradas, como también lo eran los marcos de los espejos; había dos en el cuarto de malos humores, tres en la sala de estar y cuatro, nada menos, en el dormitorio. El reloj —¡un reloj!— sobre la repisa de mármol de la chimenea, en la sala de estar, también era de resplandeciente oro. La jofaina y el aguamanil del lavabo eran de porcelana roja de los Marinos. Casi se sintió defraudado cuando descubrió que el orinal del dormitorio era de sencilla cerámica blanca. En la sala de estar había incluso un estante con más de una docena de libros. Tampoco es que él leyera mucho.

Aun con los colores desentonados de paredes, techos y baldosas del suelo, las habitaciones traslucían riqueza. En cualquier otro momento, Mat se habría puesto a bailar una giga. En cualquier otro momento en que no hubiese sido consciente de que una mujer cuyas habitaciones se encontraban justo al final del pasillo quería sumergirlo en agua hirviente y atizar el fuego con el fuelle. Eso, si es que Teslyn o Merilille u otra de esa pandilla no se las ingeniaban para hacerlo antes a pesar de su medallón. ¿Por qué habían dejado de rodar los malditos dados en su cabeza en el momento en que Elayne mencionó esas jodidas habitaciones? Curiosidad. Se lo había oído decir a varias mujeres, allá en casa, generalmente cuando había hecho algo que en su momento le pareció divertido: «Los hombres enseñan a los gatos la curiosidad, pero los gatos se reservan el sentido común para sí mismos».

—Pues yo no soy un jodido gato —rezongó mientras salía del dormitorio a la sala de estar. Tenía que saberlo, eso era todo.

—Pues claro que no —dijo Tylin—. Un tierno y suculento lechoncito, eso es lo que eres.

Mat dio un respingo de sobresalto y miró de hito en hito a la mujer. ¿Tierno y suculento? ¡Y lechoncito! Tylin apenas le llegaba al hombro. Indignado o no, Mat se las arregló para hacer una elegante reverencia. Al fin y al cabo, era la reina; no debía olvidarlo.

—Majestad, gracias por estos aposentos maravillosos. Me encantaría charlar con vos, pero he de salir y…

Sonriente, la mujer cruzó el suelo de baldosas rojas y verdes acompañada del frufrú de las blancas enaguas y con los grandes y oscuros ojos prendidos en él. Mat no sentía el menor deseo de mirar el Cuchillo de Esponsales que reposaba sobre el inicio de los generosos senos. Ni la daga de mayor tamaño, incrustada de gemas, que llevaba metida en un cinturón también recamado de piedras preciosas. Mat retrocedió.

—Majestad, tengo que atender un importante…

La mujer empezó a tararear entre dientes. Mat reconoció la melodía, ya que él mismo la había canturreado últimamente a la vista de unas cuantas chicas. Era lo bastante avispado para no entonarla en voz alta y, además, la letra que acompañaba a la melodía en Ebou Dar habría hecho que le ardieran las orejas. Aquí se titulaba Te besaré hasta dejarte sin aliento.

Con una risa nerviosa, intentó poner entre ellos una mesa incrustada de lapislázuli, pero de algún modo ella la rodeó antes sin que diera la impresión de incrementar la velocidad de sus pasos.