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—Majestad, yo…

Tylin le puso una mano en el pecho y lo empujó hasta sentarlo en un sillón de respaldo alto, tras lo cual se acomodó en su regazo. Entre la mujer y los brazos del sillón, se encontraba atrapado. Oh, claro que habría podido levantarla en vilo y ponerla de pie con facilidad. Pero llevaba aquella jodida daga en el cinturón, y dudaba que ese trato desconsiderado por su parte se juzgara tan aceptable como a la inversa. Después de todo, esto era Ebou Dar, donde se consideraba justificado que una mujer matara a un hombre hasta que se demostrara lo contrario. Podría haberla levantado sin dificultad, sólo que…

Mat había visto a los pescaderos de la ciudad vendiendo unos peculiares animales llamados calamares y pulpos —¡de hecho, los ebudarianos se comían esos bichos!—, pero se quedaban cortos comparados con Tylin. La mujer parecía tener diez manos. Mat rebulló y manoteó en un vano intento de frenarla y ella se echó a reír suavemente. Entre beso y beso, Mat protestó, falto de aliento, que alguien podría entrar, y ella se limitó a reír quedamente. Balbuceó sobre su respeto por su corona, y ella volvió a reír. Afirmó estar comprometido con una muchacha allá, en casa, que le había robado el corazón. Entonces sí que Tylin rió con ganas.

—Ojos que no ven, corazón que no siente —murmuró, sin que sus veinte manos se quedaran quietas un momento.

Alguien llamó a la puerta, y Mat, liberando sus labios a la fuerza, gritó:

—¿Quién es? —Porque fue un grito. Un chillido agudo. Al fin y al cabo, le faltaba el aliento.

Tylin se levantó de su regazo y se retiró tres pasos con tanta rapidez que dio la impresión de que se hallaba allí desde el principio. ¡Y además tuvo el descaro de asestarle una mirada de reproche! Y luego le lanzó un beso. Apenas sus labios habían vuelto a su posición normal cuando la puerta se abrió y Thom Merrilin asomó la cabeza.

—¿Mat? Caray, no me parecía tu voz. ¡Oh, majestad!

Para ser un escuálido y viejo juglar con pretensiones, Thom sabía hacer las más elegantes reverencias a pesar de su cojera. No era el caso de Juilin, el cual se quitó el ridículo gorro rojo e hizo lo que estaba en su mano.

—Disculpad, no queríamos interrumpir… —empezó de nuevo el juglar.

—¡Entra, Thom! —se apresuró a atajarlo Mat y, mientras se arreglaba la chaqueta, hizo intención de ponerse de pie, pero entonces se dio cuenta de que, de algún modo, la condenada mujer le había desatado la pretina de los pantalones sin que él lo advirtiera. Esos dos tal vez no repararan en que tenía las lazadas de la camisa desatadas hasta la cintura, pero desde luego no les pasaría por alto que se le cayeran los pantalones. ¡Y encima el aspecto del vestido azul de Tylin era perfecto, en absoluto desarreglado!—. ¡Juilin, entra!

—Me alegra que hayáis encontrado los aposentos de vuestro agrado, maese Cauthon —dijo Tylin, la viva imagen de la dignidad. Salvo sus ojos, en cualquier caso, cuando al volverse hacia él ni Thom ni Juilin pudieron verlos. Aquellas pupilas daban a palabras inocuas un doble sentido—. Estoy deseando disfrutar de vuestra compañía. Será muy interesante tener a un ta’veren al alcance de la mano, a mi disposición. Pero ahora he de dejaros con vuestros amigos. No, no os levantéis, por favor. —Esa última frase iba teñida con un leve timbre de sorna.

—Bueno, chico —dijo Thom mientras se atusaba el bigote con el nudillo del índice, una vez que Tylin hubo salido—, qué suerte la tuya, ser recibido con los brazos abiertos por la mismísima reina.

Juilin pareció de repente muy interesado en su gorro. Mat los miró receloso, como retándolos mentalmente a que dijeran una sola palabra más —¡una sola!—, pero cuando preguntó por Nynaeve y Elayne dejó de preocuparle lo que pensaran sobre la reina y él. Las dos mujeres no habían regresado. Estuvo a punto de levantarse de un brinco, aunque se le cayeran los pantalones. ¡De modo que ya empezaban a soslayar el acuerdo al que habían llegado! Tuvo que explicar a qué se refería entre las exclamaciones de incredulidad de los dos hombres y sus propias opiniones sobre la maldita Nynaeve al’Meara y la condenada Elayne, heredera del trono. No parecía probable que hubiesen ido al Rahad sin él, pero las creía perfectamente capaces de haber salido a la caza de Carridin. Elayne era de las que exigiría una confesión y esperaría que el hombre se viniera abajo. Por su parte, Nynaeve intentaría sacársela a golpes.

—Dudo que anden detrás de Carridin —dijo Juilin mientras se rascaba la parte posterior de la oreja—. Creo que son Birgitte y Aviendha las que lo están vigilando, por lo que he oído. No las vimos marcharse. Me parece que no tienes que preocuparte de que ese hombre sepa a quién está viendo aunque se dé de bruces con ellas.

Mientras se servía una copa de vino dulce que Mat había encontrado esperándolo al entrar, Thom se ocupó de explicárselo. Mat se cubrió los ojos con una mano. Disfraces hechos con el Poder; no era de extrañar que se hubiesen escabullido como serpientes cada vez que querían. Esas dos causarían un gran problema; era lo que mejor se les daba a las mujeres. En realidad no le sorprendió enterarse de que Thom y Juilin sabían tan poco como él sobre el dichoso Cuenco de los Vientos.

Después de que los dos hombres se hubieron marchado para prepararse a fin de hacer una visita al Rahad, Mat tuvo tiempo de poner en orden sus ropas antes de que Nynaeve y Elayne regresaran. Y también lo tuvo para ver cómo le iba a Olver, que ocupaba una habitación un piso más abajo. El cuerpo descarnado del chico se había llenado un poco a costa de la comida que Enid y el resto del personal de la cocina de La Mujer Errante le habían metido, pero siempre sería bajo, incluso para un cairhienino, y aunque sus orejas y su boca se redujeran a la mitad de su tamaño, con su nariz seguiría estando lejos de ser atractivo. Tres sirvientas se ocupaban de él haciendo muchos aspavientos mientras él permanecía sentado en la cama, cruzado de piernas.

—Mat, ¿a que Haesel tiene unos ojos preciosos? —dijo Olver, sonriendo a la joven de enormes ojos que Mat había conocido la última vez que había visitado el palacio. La muchacha sonrió a su vez y le revolvió el cabello al chico—. Oh, pero Alis y Loya son tan cariñosas que no podría elegir entre ellas. —Una mujer de mediana edad, entrada en carnes, alzó la vista del equipaje de Olver que estaba deshaciendo y le sonrió, y una joven esbelta de labios turgentes dio unas palmaditas a la toalla que acababa de poner en el lavabo y luego se lanzó sobre la cama para hacerle cosquillas a Olver hasta que el chico no pudo controlar las carcajadas.

Mat resopló. ¡Bastante mal criado tenían al chico Harnan y su pandilla para que ahora esas mujeres le dieran más alas! ¿Cómo demonios iba a aprender a comportarse si las mujeres actuaban así? Olver tendría que estar jugando en la calle como cualquier crío de diez años. A él nunca se le había echado encima una sirvienta en su cuarto. Tylin era la responsable de aquello, no le cabía duda.

No sólo tuvo tiempo de comprobar cómo le iba a Olver, sino también a Harnan y a los demás Brazos Rojos, que compartían una habitación larga en la que se alineaban las camas, no muy lejos de los establos. Y de acercarse a las cocinas, para tomar un poco de carne y pan, pues había sido incapaz de ingerir las gachas de avena de la posada. Nynaeve y Elayne aún no habían regresado. Finalmente, echó un vistazo a los libros que había en su sala de estar y se puso a leer Los viajes de Jain el Galopador, aunque no se enteró de lo que leía a causa de la preocupación. Thom y Juilin entraron justo en el momento en que, por fin, las dos mujeres irrumpieron en la sala y lanzaron exclamaciones al verlo allí, como si pensaran que no cumpliría su palabra. Cerró lentamente el libro y lo dejó con suavidad sobre la mesa que tenía junto a la silla.