«Mi lechoncito, te espero esta noche en mis aposentos para cenar».
No iba firmada, pero a Mat no le hacía falta. ¡Luz! ¡Esa mujer no tenía pizca de vergüenza! Había un cerrojo pintado de rojo en la puerta que daba al corredor; encontró la llave y la echó. Luego, como medida de seguridad, encajó una silla contra el picaporte de la puerta que daba al cuarto de Nerim. Podía pasar sin cenar. Justo cuando estaba a punto de meterse en la cama, el picaporte resonó; fuera, en el pasillo, una mujer rió al encontrar la puerta cerrada con llave.
Tendría que haberse quedado dormido profundamente, pero por alguna razón permaneció despierto, oyendo los gruñidos de su estómago vacío. ¿Por qué hacía eso Tylin? Bueno, sabía por qué, pero ¿por qué él? A buen seguro, la mujer no había decidido arrojar por el balcón todo atisbo de decencia sólo para acostarse con un ta’veren. En cualquier caso, ahora estaba a salvo. Tylin no echaría abajo la puerta, después de todo. ¿O sí? Ni siquiera la mayoría de los pájaros podía pasar a través de las verjas forjadas de los balcones. Además, necesitaría una enorme escalera para llegar tan arriba. Y hombres para transportarla. A menos que se descolgara desde el tejado con una cuerda. O también podría… La noche pasó, su estómago no dejó de sonar, el sol salió y no cerró los ojos un solo momento ni tuvo una sola idea útil. Salvo tomar una decisión. Se le ocurrió un uso para el cuarto de los malos humores. Ciertamente, él nunca se enfurruñaba.
Con las primeras luces salió de sus aposentos y encontró a otro sirviente de palacio a quien conocía, un tipo calvo llamado Madic con aire ufano y una mueca astuta en la boca que evidenciaba que no se sentía satisfecho en absoluto. En resumen, un hombre al que podía comprarse. La expresión sorprendida que pasó fugaz por su rostro cuadrado y la sonrisilla apenas disimulada revelaron que sabía exactamente la razón por la que Mat le ponía oro en la mano. ¡Así se condenara! ¿Cuánta gente estaba al tanto de las intenciones de Tylin?
Al parecer, Nynaeve y Elayne no, gracias le fueran dadas a la Luz. Aunque ello significase que le tomaran el pelo por haberse perdido la cena con la reina, cosa que habían descubierto cuando Tylin les preguntó si se encontraba enfermo. Pero lo peor…
—Por favor —dijo Elayne, sonriendo casi como si no le costase pronunciar esas dos palabras—, debes intentar empezar con buen pie tu relación con la reina. No te pongas nervioso. Disfrutarás pasando una velada con ella.
—Y no hagas nada que la ofenda —murmuró Nynaeve. Con ella no cabía duda que comportarse educadamente le daba de patadas; sus cejas se fruncían en un gesto de concentración, tenía prietas las mandíbulas, y su mano temblaba de ansiedad por asirse la trenza—. Sé considerado por una vez en tu… Quiero decir que recuerdes que es una mujer decente, y no intentes ninguna de tus… Luz, ya sabes a lo que me refiero.
Nervioso. ¡Ja! Una mujer decente. ¡Ja!
A ninguna de las dos parecía preocuparle que él hubiese perdido toda una tarde. Elayne le dio unas palmaditas en el hombro con aire compasivo y le pidió por favor que lo intentase uno o dos días más, lo que, a decir verdad, era mejor que estar pateando el Rahad con este calor. Nynaeve repitió exactamente lo mismo, como hacían las mujeres, pero sin las palmaditas en el hombro. Admitieron sin tapujos que se proponían pasar el día espiando a Carridin con Aviendha, si bien eludieron responder a su pregunta de a quién esperaban reconocer entre las visitas al Capa Blanca. A Nynaeve se le escapó ese detalle, y Elayne le asestó tal mirada que Mat pensó que por una vez vería a la antigua Zahorí recibir una bofetada. Aceptaron sumisamente su admonición de que no perdieran de vista a los hombres de su guardia personal, y también accedieron a mostrarle los disfraces que tenían intención de adoptar. Incluso con la descripción de Thom, ver a las dos convertirse de repente en ebudarianas ante sus propios ojos fue una impresión casi tan grande como la actitud sumisa de las mujeres. Es decir, la fingida sumisión de Nynaeve estuvo a punto de irse al garete cuando comprendió que decía en serio lo de no destacar guardaespaldas para la Aiel porque ella no los necesitaba, pero no hizo mal del todo su papel. Que cualquiera de esas dos entrelazara las manos y le respondiera mansa como una malva lo ponía muy nervioso. Que lo hiciesen las dos —¡con Aviendha asintiendo con aprobación!— bastó para que se sintiese contento de verlas partir. Antes, sin embargo, y sólo para estar seguro, les hizo mostrar sus disfraces a los hombres que las acompañarían, sin dejarse intimidar por su repentino gesto de apretar los labios. Vanin no dejó pasar la oportunidad de ser uno de los guardias de Elayne y se llevó la mano a la frente en un saludo, comportándose como un idiota.
Vanin no había descubierto gran cosa en su turno de vigilancia de la casa de Carridin. Como ocurriera el día anterior, un gran número de personas había ido a visitar al Capa Blanca, incluidas algunas vestidas con seda, pero eso no era prueba de que fueran Amigos Siniestros. En fin de cuentas, ese hombre era el embajador de los Capas Blancas, y probablemente serían más las personas que querían comerciar en Amadicia que se presentaban ante él que ante el embajador del país, fuera quien fuese. Vanin informó que, sin lugar a dudas, dos mujeres habían estado vigilando también el palacio de Carridin —la expresión de su cara cuando de repente Aviendha se transformó en una tercera ebudariana fue todo un poema—, y que creía que también lo había hecho un viejo, un tipo que resultó ser sorprendentemente ágil y espabilado para su edad. Vanin no había logrado echarle un buen vistazo a pesar de localizarlo en tres ocasiones. Una vez que Vanin y las mujeres se hubieron ido, Mat mandó a Thom y a Juilin para ver qué podían descubrir sobre Jaichim Carridin y un viejo encorvado y cano que demostraba interés en los Amigos Siniestros. Si el rastreador era incapaz de hallar el modo de ponerle la zancadilla a Carridin, significaba que no había ninguno; por su parte, Thom parecía tener gran facilidad para aglutinar todas las comidillas y chismes y entresacar la verdad. Todo ello era la parte fácil, naturalmente.
Él se pasó dos días sudando en aquel banco, apartándose de allí sólo para recorrer alguna que otra vez el callejón que había entre la tintorería y la casa vigilada, y el único cambio fue que el sabor del té se volvió malo de nuevo. El vino era tan espantoso que Nalesean empezó a tomar cerveza. El primer día, el tabernero les ofreció pescado para el almuerzo, pero a juzgar por el olor debían de haber capturado los peces la semana anterior. El segundo día les ofreció un guiso de ostras. Mat engulló cinco platos de aquello a pesar de los trozos de concha que había en el caldo. Birgitte declinó ambas comidas.
Mat se había sorprendido cuando, aquel primer día, la mujer los alcanzó a Nalesean y a él cruzando a toda prisa la plaza de Mol Hara. Aunque el sol apenas asomaba sobre los tejados, ya había gente y carros por la plaza.
—Debo de haberme despistado un instante —comentó con una risita—. Os esperaba donde pensé que ibais a salir, para acompañaros. Si no os importa, claro.
—A veces nos movemos muy deprisa —respondió Mat evasivamente. Nalesean lo miró de soslayo; el noble no tenía ni idea del motivo por el que habían utilizado una pequeña puerta lateral, cerca de los establos, para marcharse casi a hurtadillas. No es que Mat pensara que Tylin fuera a abalanzarse sobre él en los pasillos a plena luz del día, pero tampoco venía mal ser precavido—. Tu compañía es bienvenida en cualquier momento. Eh… gracias.
La arquera se limitó a encogerse de hombros y a murmurar algo que Mat no entendió mientras se ponía a su lado. Así fue el comienzo con ella. Cualquier otra mujer, según su experiencia, habría exigido saber por qué le había dado las gracias para, a continuación, explicar que no tenía por qué, extendiéndose sobre el tema hasta el punto de hacerle desear taparse los oídos, o, por el contrario, habría empezado a regañarlo por pensar que debía dárselas, también explayándose largo y tendido, o, a veces, dejando muy claro que esperaba algo más sustancial que unas palabras. Birgitte se contentó con aquel gesto despreocupado y, en el transcurso de los dos días siguientes, a Mat le vino a la cabeza una idea de lo más asombrosa.