Durante una de aquellas esperas, Beslan puso de repente la mano en el brazo de Nalesean.
—Perdona, teariano, pero a ése no le des —gritó para hacerse oír por encima de la algarabía de la gente y la música.
Un hombre harapiento retrocedió hacia la multitud, cautelosamente; huesudo y con las mejillas hundidas, al parecer había perdido las patéticas plumas que hubiese encontrado para su cabello.
—¿Por qué no? —demandó Nalesean.
—No lleva anillo de latón en el meñique —respondió Beslan—. No pertenece al gremio.
—Luz —exclamó Mat—. ¿Es que en esta ciudad un hombre ni siquiera puede mendigar si no pertenece a un gremio?
Quizá fue por su tono, pero el mendigo saltó sobre él al tiempo que en su mano mugrienta aparecía un cuchillo. Instintivamente, Mat asió el brazo del hombre y giró, lanzando al tipo contra la multitud; algunas personas maldijeron a Mat, otras al mendigo despatarrado en el suelo, y otras le echaron monedas.
Por el rabillo del ojo, Mat atisbó a un segundo tipo delgaducho y harapiento que intentaba apartar a Birgitte para llegar hasta él con un largo cuchillo. Era un estúpido error subestimar a la mujer por su vestimenta; de alguna parte, debajo de aquellas plumas, Birgitte sacó un cuchillo y le asestó una puñalada de arriba abajo.
—¡Cuidado! —gritó Mat, pero no hubo tiempo para más advertencias; todavía no había acabado de gritar cuando sacó una daga de la manga y la lanzó al través. El arma pasó casi rozando la mejilla de Birgitte y se hundió profundamente en la garganta de otro mendigo que blandía un cuchillo, antes de que éste tuviese tiempo de clavárselo en las costillas a la mujer.
De repente había mendigos por todas partes armados con cuchillos y porras rematadas con clavos; cundieron los gritos mientras la gente disfrazada intentaba quitarse de en medio sin miramientos. Nalesean asestó un puñetazo a un hombre harapiento, que reculó trastabillando; Beslan atravesó a otro de parte a parte con su espada, en tanto que sus amigotes se enfrentaban a varios.
Mat no tuvo tiempo de fijarse en nada más; se encontró espalda contra espalda con Birgitte y frente a sus propios adversarios. Sentía a la mujer moviéndose detrás, oía sus maldiciones entre dientes, pero apenas era consciente de ello; Birgitte podía cuidar de sí misma y, a la vista de los dos tipos que tenía delante, Mat no estaba muy seguro de ser capaz de hacer lo mismo. El corpulento individuo de sonrisa desdentada sólo tenía un brazo, además de un pliegue fruncido en la cuenca ocular, donde debería haber estado su ojo izquierdo, pero en la mano sostenía un garrote de medio metro, reforzado con bandas de hierro de las que sobresalían puntas aceradas. Su compañero, pequeño y con cara de rata, tenía los dos ojos y varios dientes, y a pesar de las mejillas hundidas y unos brazos que parecían puro hueso, se movía como una serpiente y se lamía los labios mientras se pasaba una daga oxidada de una mano a otra. Mat amagó, primero a uno y luego al otro, con su cuchillo corto, aunque era lo bastante largo para alcanzar los puntos vitales, de modo que los dos tipos se movieron para esquivarlo y cada cual esperó que su compañero tomara la iniciativa.
—Al viejo Dolo no va a hacerle ninguna gracia esto, Fuste —gruñó el corpulento, y el de la cara de rata se adelantó como una flecha sin dejar de pasar la oxidada arma de una mano a otra.
No contaba con el cuchillo que apareció de repente en la mano izquierda de su adversario y que le asestó un tajo en la muñeca. La daga cayó al suelo, pero aun así el tipo se abalanzó sobre él. Chilló cuando el otro cuchillo se hundió en su pecho, sus ojos se desorbitaron y sus brazos se ciñeron en un gesto convulso alrededor de Mat. Se ensanchó la mueca del individuo desdentado, que enarboló el garrote a la par que se adelantaba.
El gesto burlón se borró de su semblante cuando dos mendigos se le echaron encima gruñendo y asestando puñaladas.
Estupefacto por el giro de los acontecimientos, Mat apartó de un empellón el cadáver del asesino que tenía cara de rata. En la calle se había abierto un claro de unos cincuenta pasos alrededor de los combatientes, y por doquier los mendigos rodaban por el pavimento, dos, tres o incluso cuatro apuñalando a otro, asestándole garrotazos o golpeándolo con piedras.
Beslan cogió a Mat por el brazo. El joven noble tenía la cara manchada de sangre, pero sonreía.
—Larguémonos de aquí y dejemos que la Hermandad de la Limosna se ocupe de sus asuntos. No es honroso luchar contra pordioseros y, además, el gremio no dejará vivo a ninguno de esos intrusos. Sígueme.
Nalesean exhibía un gesto ceñudo; obviamente tampoco consideraba honorable enfrentarse a mendigos. En cuanto a los amigos de Beslan, varios tenían torcidos los disfraces, y uno se había quitado la máscara para que otro le restañara la sangre de un corte en la frente; a pesar de la herida también sonreía. Por lo que Mat veía, Birgitte no tenía ni un arañazo, y su disfraz seguía tan impecable como antes de salir de palacio. Escamoteó su daga; era imposible que pudiese esconder el arma bajo aquellas plumas, pero lo hizo.
Mat no puso reparos a que lo alejaran de allí, pero sí rezongó:
—¿Es que los mendigos van por ahí atacando a la gente en esta… ciudad? —Omitió el epíteto «jodida» suponiendo que a Beslan no le gustaría que calificara así a su ciudad.
—Eres ta’veren, Mat —rió el joven noble—, y siempre ocurren cosas emocionantes en torno a los ta’veren.
Mat le devolvió la sonrisa con los dientes prietos. Maldito idiota, maldita ciudad y malditos ta’veren. En fin, si un mendigo le rebanaba el cuello no tendría que volver a palacio para que Tylin lo trinchara como un lechón tierno. Y, ahora que lo pensaba, así era como lo había llamado: «lechoncito». ¡Maldito fuera todo!
También la calle entre la tintorería y La Rosa del Eldar estaba ocupada por los festejadores, si bien eran contados los que lucían disfraces escasos de tela. Al parecer, había que contar con una buena bolsa para ir casi desnudo. No obstante, los acróbatas que actuaban en la esquina, delante de la casa del mercader, le andaban cerca: los hombres iban descalzos, con el torso al aire y polainas ajustadas de colores chillones; las mujeres, con polainas aún más ceñidas y blusas finísimas. Todos lucían unas cuantas plumas en el cabello, al igual que los músicos que tocaban y hacían cabriolas delante del pequeño palacio, en la otra esquina de la calle; el grupo lo componían una mujer con una flauta, otra soplando un tubo negro, largo y retorcido, cubierto de llaves, y un tipo aporreando un tambor a más no poder. La casa que Mat y los otros iban a vigilar estaba cerrada a cal y canto.
El té en La Rosa del Eldar era tan malo como siempre, lo que significaba que su calidad superaba con mucho la del vino. Nalesean se decidió por la amarga cerveza local. Birgitte dio las gracias sin decir por qué, y Mat le restó importancia limitándose a encogerse de hombros; intercambiaron una sonrisa e hicieron chocar sus tazas en un brindis mudo. El sol ascendió en el cielo; Beslan permanecía sentado, con el tacón de una bota apoyado en la puntera de la otra primero, y después al contrario, pero sus compañeros empezaban a impacientarse por muchas veces que él hiciera notar que Mat era ta’veren. Una refriega con pordioseros difícilmente podía considerarse una diversión como era debida, la calle era demasiado estrecha para que pasara ninguna escenografía, las mujeres de allí no eran tan bonitas como en los demás sitios, e incluso mirar a Birgitte dejó de parecerles interesante una vez que comprendieron que la mujer ni siquiera pensaba darles un beso. Lamentando que Beslan no quisiera acompañarlos, se marcharon apresuradamente para buscar diversión en otro lugar. Nalesean dio un paseo hasta el final del callejón que había a un lado de la tintorería, y Birgitte desapareció en el sombrío interior de La Rosa para, según ella, mirar si había algo apropiado para beber escondido en algún rincón olvidado.