Alzó las manos pero, en el momento en que el fuego compacto salía disparado, se produjo un movimiento repentino a su alrededor y la Renegada, sobresaltada, dio un respingo. Moridin había venido, estaba allí y la… Miró de hito en hito a las palomas que se alejaban volando. ¡Palomas! Faltó poco para que vomitara. Al volver la vista hacia el río lanzó un gruñido.
Al haber brincado por el sobresalto, el fuego compacto, que supuestamente debería haber atravesado la cabina y la pasajera que iba en ella, había cortado diagonalmente el centro de la embarcación, más o menos donde habían estado los remeros y los guardaespaldas. Puesto que los remeros habían sido borrados del Entramado antes de que el fuego compacto se descargara, las mitades de la embarcación se encontraban ahora unos cien metros corriente arriba. Por otro lado, quizá no hubiese sido un desastre total. Como la parte central del barco había desaparecido al mismo tiempo que los remeros, el río había dispuesto de varios minutos para penetrar en el interior, y ahora las mitades se hundían bajo el agua en medio de un borbollón espumajoso, arrastrando a su pasajera hacia el fondo.
De repente tomó conciencia de lo que había hecho. Ella siempre se había movido a la sombra, siempre se había mantenido oculta, siempre… Cualquier mujer en la ciudad que pudiese encauzar sabría ahora que alguien había absorbido una gran cantidad de saidar, aunque ignorase con qué fin, y todos los ojos que estuviesen mirando hacia el río habrían visto aquel haz de fuego líquido surcando, abrasador, el aire de la tarde. El miedo le dio alas. Miedo, no. Terror.
Se recogió la falda y corrió escaleras abajo, cruzó la sala, irrumpió en el establo, propinando empellones a la gente que intentaba apartarse de su camino; salió a la calle demasiado asustada para pensar, utilizando manos y codos para abrirse paso entre la multitud.
—¡Partid! —chilló mientras se lanzaba al interior del palanquín. Se pilló la falda con la puerta y liberó la tela de un tirón, desgarrándola—. ¡Corred!
Los porteadores emprendieron un rápido trote que la zarandeó, pero no le importó. Se agarró a las celosías talladas de las ventanas, sacudida por unos temblores incontrolables. Él no le había prohibido eso. Tal vez la perdonara, o incluso pasara por alto que hubiera obrado según su propio albedrío, si llevaba a cabo sus instrucciones rápida y eficazmente. Ésa era su única esperanza. ¡Haría que Falion e Ispan se arrastraran como insectos!
31
Mashiara
Mientras la embarcación se alejaba del embarcadero, Nynaeve tiró la máscara sobre el banco acolchado y se recostó bruscamente, cruzada de brazos y con la coleta firmemente agarrada, la mirada ceñuda prendida en el vacío. O prendida en todo. Su don de Escuchar el Viento seguía anunciándole una terrible tormenta, de esas que arrancaban tejados y derribaban graneros, y ella casi deseó que el río empezara a agitarse con enormes olas en ese mismo instante.
—Si no es un temporal, Nynaeve —parodió— entonces debes ser tú quien vaya. La Señora de las Barcos podría sentirse insultada si no enviamos a la más fuerte de nosotras. Saben que las Aes Sedai dan mucha importancia a eso. ¡Bah! —Eran palabras de Elayne, salvo el «¡bah!». Lo que pasaba era que su amiga creía que aguantar las tonterías de Merilille sería preferible a enfrentarse de nuevo a Nesta. Cuando se tenía un mal principio con alguien, resultaba difícil cambiarlo; o, si no, ahí estaba Mat Cauthon para demostrarlo. Y si hubiese ido peor con Nesta din Reas Dos Lunas, las tendría a todas ellas de recaderas—. ¡Qué mujer tan horrible! —rezongó mientras rebullía en el mullido asiento. Y con Aviendha no había ido mejor cuando le sugirió que la acompañara a visitar a los Marinos; esa gente se había sentido fascinada por la Aiel. Puso un tono de voz penetrante y remilgado, en absoluto parecido al de Aviendha, pero que encajaba bien con su estado de ánimo en ese momento—: Si surge el problema, entonces le haremos frente, Nynaeve al’Meara. Entre tanto, quizás hoy descubra algo vigilando a Jaichim Carridin. —Si no fuese por el hecho de que no había nada que asustara a la Aiel, habría pensado que Aviendha, al manifestar tanto interés en vigilar a Carridin, tenía miedo. Pasarse el día en una calle, con calor y recibiendo empellones de la muchedumbre, no era divertido, y hoy sería peor, con el festival. Por ello Nynaeve había creído que la Aiel vería con agrado la perspectiva de un agradable y fresco paseo en barco.
La embarcación dio un bandazo. Un agradable y fresco paseo por el río, se dijo para sus adentros. La refrescante brisa de la bahía. Una brisa húmeda, no seca. La embarcación cabeceó.
—¡Oh, mierda! —gimió. Consternada, se tapó la boca con la mano y empezó a dar taconazos contra la parte delantera del banco en un arranque de justificada indignación. Si seguía aguantando a esos Marinos mucho tiempo, acabaría soltando por la boca tantas palabrotas como Mat. No quería pensar en él. Un día más contemporizando con ese… monicaco, y se arrancaría la coleta de cuajo. Y no es que hubiese exigido nada poco razonable hasta el momento, pero seguro que acabaría haciéndolo antes o después. ¡Y qué modales!
»No —dijo firmemente—. Quiero que mi estómago se calme, no alborotarlo más.
La embarcación había empezado a mecerse suavemente, y Nynaeve intentó concentrarse en su atuendo. No tenía tanta obsesión con la ropa como Elayne, pero pensar en seda y puntillas resultaba relajante.
Hasta el último detalle se había escogido para impresionar a la Señora de los Barcos, para tratar de recobrar parte del terreno perdido, si es que tal cosa servía de algo. La falda, de seda verde, llevaba cuchilladas amarillas, mientras que las mangas y el corpiño estaban bordados con oro; también era dorado el encaje que remataba el repulgo, las bocamangas y el escote. Tal vez éste debería haber sido más alto para que la tomaran en serio, pero en su guardarropa no había ninguno de ese estilo. Habida cuenta de las costumbres de los Marinos, podía considerarse muy recatado. Nesta tendría que aceptarla como era; Nynaeve al’Meara no cambiaba su modo de ser por nadie.
Las horquillas de ópalos amarillos prendidas en la trenza eran suyas —un regalo de la Panarch de Tarabon, nada menos— pero Tylin le había proporcionado el collar de oro, con esmeraldas y perlas abriéndose en abanico sobre su pecho. Una joya como jamás había soñado poseer; un regalo por llevar a Mat a palacio, en palabras de Tylin, lo que no tenía sentido alguno, pero quizá la reina pensó que necesitaba una excusa para hacerle un regalo tan valioso. Los dos brazaletes de oro y marfil eran de Aviendha, que tenía una pequeña colección de joyas sorprendente para una mujer que rara vez llevaba algo más que una gargantilla de plata. Nynaeve le había pedido que le prestara un bonito brazalete de marfil tallado con rosas y espinas; sin embargo, la Aiel lo había cogido bruscamente, apretándolo contra su pecho, como si fuese su más preciada posesión, y Elayne empezó a consolarla. A Nynaeve no le habría sorprendido ver que las dos rompían a llorar, abrazadas la una a la otra.
Ahí pasaba algo raro, y si no supiera que ambas eran demasiado sensatas para caer en semejante tontería, habría sospechado que la causa era un hombre. Bueno, Aviendha era sensata; Elayne todavía añoraba a Rand, aunque no podía culpársela por…
De repente notó ondas de saidar casi encima de ella, en enormes cantidades, y…
Se encontró braceando en el agua, luchando para salir a flote y coger aire, con la falda enredándose en sus piernas. Su cabeza emergió a la superficie y aspiró profundamente en medio de cojines que flotaban, sin salir de su asombro. Al cabo de un instante reconoció la forma inclinada que había encima como uno de los asientos de la cabina, así como un trozo de la pared de ésta. Se encontraba en una bolsa de aire. No muy grande; podría tocar los lados sin extender del todo los brazos. Pero ¿cómo…? Un golpe sordo anunció el fondo del río; la cabina volcada al revés se sacudió y se ladeó. A Nynaeve le pareció que la bolsa de aire menguaba un poco.