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La doncella de cabello canoso y cara cuadrada abrió y la ira se reflejó de repente en su semblante cuando Elayne se retiró la máscara verde.

—¡Tú! ¿Qué haces otra vez aquí…? —La cólera se transformó en una palidez cadavérica cuando Merilille se quitó su máscara, y Adeleas y las demás hicieron otro tanto. La mujer dio un respingo con cada rostro intemporal descubierto, incluso el de Sareitha. Para entonces, quizá vio lo que esperaba ver.

Emitiendo un chillido, la doncella intentó cerrar la puerta, pero Birgitte pasó veloz ante Elayne y con el hombro volvió a abrirla de un empellón. La sirvienta reculó dando traspiés, y entonces pareció reaccionar, pero ya fuera correr o gritar lo que pensaba hacer, Birgitte se le adelantó y la aferró del brazo por debajo del hombro.

—Tranquila —advirtió la arquera en tono firme—. No queremos nada de jaleo ni de gritos, ¿verdad que no?

Daba la impresión de que sólo sujetaba el brazo de la mujer, casi como si la sostuviese, pero la doncella estaba muy derecha y muy quieta. Con los desorbitados ojos prendidos en la máscara de plumas de su captora, sacudió lentamente la cabeza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Elayne al tiempo que todas entraban en el vestíbulo, abarrotándolo. La puerta se cerró y apagó el ruido de la calle. Los ojos de la doncella pasaron velozmente de un rostro a otro, como si fuese incapaz de mirarlos más de un momento.

—C-c-cedora.

—Condúcenos hasta Reanne, Cedora.

En esta ocasión, la doncella asintió; parecía a punto de echarse a llorar.

Cedora las guió escaleras arriba, todavía sujeta del brazo por Birgitte. Elayne se planteó decirle que soltara a la mujer, pero no quería correr el riesgo de que un grito de alarma hiciera salir a todo el mundo huyendo. Tal era la razón de que Birgitte hiciese uso de la fuerza física, en lugar de utilizar ella el Poder. Suponía que Cedora estaba más asustada que dolorida y, al fin y al cabo, todo el mundo iba a asustarse esa tarde, al menos un poco.

—A-ahí —balbuceó la doncella, señalando con un gesto una puerta roja. Era la de la habitación donde Nynaeve y ella habían sostenido aquella infortunada reunión. Abrió y entró en la sala.

Reanne se encontraba allí, sentada de espaldas a la chimenea con los Trece Pecados labrados en la repisa; la acompañaban otras doce mujeres a las que Elayne no había visto antes, ocupando todas las sillas colocadas contra las paredes verde claro, sudorosas por el hecho de tener cerradas las ventanas y las cortinas echadas. La mayoría llevaba vestidos ebudarianos, aunque sólo una de ellas tenía la tez olivácea; casi todos los rostros mostraban arrugas, y las cabezas, al menos un atisbo de canas; desde la primera hasta la última podían encauzar en mayor o menor grado. Siete lucían el cinturón rojo. Elayne suspiró a pesar de sí misma. Cuando Nynaeve tenía razón en algo, no dejaba de recordártelo hasta que te entraban ganas de chillar.

Reanne se levantó como impulsada por un resorte, el semblante enrojecido por la misma ira que Cedora había demostrado, y también sus primeras palabras fueron casi idénticas a las de la sirvienta.

—¡Tú! ¿Cómo te atreves a aparecer…?

Del mismo modo, su voz y su cólera se apagaron por idéntica razón cuando Merilille y las demás entraron pisándole los talones. Una mujer rubia, con el cinturón rojo y un escote exagerado, emitió un débil sonido, los ojos se le pusieron en blanco y cayó de la silla, desmadejada. Nadie movió un dedo para ayudarla. Nadie dirigió una mirada a Birgitte cuando ésta escoltó a Cedora hasta un rincón y la dejó allí. Nadie parecía respirar siquiera. Elayne sintió unas ganas inmensas de gritar «¡bu!» sólo para ver qué pasaba.

Reanne se tambaleó, pálida, e hizo un esfuerzo visible para recobrar la compostura, sin éxito. Sólo tardó un instante en recorrer con la mirada los cinco fríos semblantes Aes Sedai alineados ante la puerta y decidir quién debía de estar al mando. Se encaminó con pasos inestables hacia Merilille y cayó de rodillas, gacha la cabeza.

—Perdonadnos, Aes Sedai. —Su tono era reverente, y sólo un poco más firme que sus rodillas un instante antes. De hecho, balbuceó—: Sólo somos unas pocas amigas. No hemos hecho nada, y menos algo que traiga descrédito a las Aes Sedai. Juro que es así, sea lo que fuere lo que esta chica os haya contado. Os habríamos informado sobre ella, pero teníamos miedo. Sólo nos reunimos para hablar. Tiene una amiga, Aes Sedai. ¿La atrapasteis también? Puedo describírosla, Aes Sedai. Haremos todo cuanto queráis. Lo juro, nosotras…

Merilille se aclaró sonoramente la garganta.

—Creo que te llamas Reanne Corly. —Reanne se encogió y contestó que así era, todavía con la vista prendida en el suelo, a los pies de la Gris—. Me temo que debes dirigirte a Elayne Sedai, Reanne.

La cabeza de Reanne se alzó bruscamente, de un modo muy satisfactorio. Miró a Merilille de hito en hito y luego, centímetro a centímetro, volvió los ojos, grandes como platos, hacia Elayne. Se lamió los labios e hizo una profunda inhalación. Se giró sobre las rodillas para situarse de cara a Elayne y volvió a inclinar la cabeza.

—Os pido perdón, Aes Sedai —dijo torpemente—. No lo sabía. No podía… —De nuevo una lenta y pesarosa inhalación—. Sea cual fuere el castigo que decretéis, lo aceptamos humildemente, por supuesto, pero, por favor, os suplico que creáis que…

—Oh, levántate —la interrumpió Elayne, impaciente. Había deseado hacer que esa mujer la reconociese tanto como había hecho con Merilille o cualquiera de las otras, pero ese arrastrarse y humillarse le daba asco—. No pasa nada. Ponte de pie. —Esperó a que Reanne obedeciera y luego se dirigió hacia el sillón de la mujer y tomó asiento. No era necesaria la actitud servil, pero quería que no quedase la menor duda acerca de quién estaba al mando—. ¿Sigues negando tener conocimiento sobre el Cuenco de los Vientos, Reanne?

—Aes Sedai —dijo cándidamente la mujer a la par que extendía las manos—, ninguna de nosotras usaría jamás un ter’angreal, cuanto menos un angreal o un sa’angreal. —Cándidamente, y tan recelosa como un zorro en una ciudad—. Os lo aseguro, no fingimos ser Aes Sedai en absoluto. Sólo somos estas pocas amigas que veis aquí, unidas por el hecho de haber sido admitidas en la Torre Blanca antaño. Eso es todo.

—Sólo estas pocas amigas —repitió secamente Elayne—. Y Garenia, por supuesto. Y Berowin y Derys y Alise.

—Sí —admitió de mala gana Reanne—. Y ellas.

Elayne sacudió lentamente la cabeza antes de hablar.

—Reanne, la Torre Blanca lo sabe todo sobre tus Allegadas. Lo ha sabido siempre.

Una mujer de tez morena, con aspecto de ser teariana a pesar de llevar un chaleco de seda azul y blanco, con el signo del gremio de orfebres, lanzó un grito ahogado y se apretó la boca con las gordezuelas manos. Una saldaenina canosa y delgada que llevaba el cinturón rojo soltó un suspiro y se desmayó, reuniéndose en el suelo con la mujer de pelo rubio; otras dos más parecieron a punto de seguir su ejemplo.

Por su parte, Reanne miró a las hermanas alineadas ante la puerta buscando la confirmación y, al parecer, la vio. El rostro de Merilille era más gélido que sereno, y Sareitha hizo una mueca de asco antes de poder contenerse. Vandene y Careane tenían los labios prietos, e incluso Adeleas parecía incluida, volviendo la cabeza de un lado a otro para estudiar a las mujeres sentadas a lo largo de las paredes como si fuesen insectos desconocidos para ella hasta ese momento. Por supuesto, lo que Reanne veía y lo que era no tenía semejanza alguna. Todas habían aceptado la decisión de Elayne, pero ni todos los «Sí, Elayne…» del mundo podrían hacer que les gustara. Habrían llegado dos horas antes si no hubiesen perdido el tiempo con montones de «Pero, Elayne…» proferidos. A veces dirigir significaba arrear.