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Reanne no se desmayó, pero el miedo asomó a su rostro y la mujer alzó las manos en un gesto suplicante.

—¿Os proponéis destruir a las Allegadas? ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo? ¿Qué hemos hecho para castigarnos en este momento?

—Nadie va a destruiros —dijo Elayne—. Careane, ya que nadie parece dispuesta a ayudar a esas dos, ¿te importaría ocuparte de ellas? —Hubo brincos de sobresalto y enrojecimiento de mejillas por toda la sala, y antes de que Careane tuviera ocasión de moverse, dos mujeres se agachaban junto a cada una de las desmayadas para incorporarlas y ponerles sales bajo la nariz—. La Sede Amyrlin desea que todas las mujeres capaces de encauzar estén conectadas con la Torre —prosiguió la joven—. La oferta es válida para cualquiera de las Allegadas que desee aceptarla.

Si hubiese tejido flujos de Aire alrededor de cada una de aquellas mujeres, no las habría dejado tan paralizadas como con sus palabras. Si hubiese apretado al máximo dichos flujos, no habría logrado que sus ojos se desorbitaran tanto. Una de las mujeres desmayadas inhaló de repente y tosió mientras apartaba el frasquito de sales que le habían dejado plantado debajo de la nariz demasiado tiempo. Aquello dio rienda suelta a un aluvión de preguntas.

—¿Podemos convertirnos en Aes Sedai, después de todo? —inquirió, excitada, la teariana del chaleco de los orfebres.

—¿Nos dejarán aprender? —quiso saber una mujer de cara redonda, con el cinturón rojo al menos el doble de largo que los de las demás.

—¿Volverán a enseñarnos? —preguntaron un montón de voces dolorosamente ansiosas.

—¿Podemos de verdad…? —corearon varias.

—¿De verdad nos dejarán…? —se oyó por todas partes.

Reanne se giró hacia ellas con ferocidad.

—¡Ivara, Sumeko, todas vosotras, habéis perdido el control! ¡Estáis hablando a unas Aes Sedai! ¡Estáis ante unas Aes Sedai! —Se pasó una mano temblorosa por la cara.

Se produjo un silencio avergonzado, los ojos se agacharon y las mejillas enrojecieron. A pesar de todas las arrugas de esos rostros, de tanto cabello canoso, a Elayne le recordaban un grupo de novicias sorprendidas por la Maestra de las Novicias haciendo una pelea de almohadas después del toque de la Postrera. Vacilante, Reanne se dirigió a ella hablando tras las puntas de los dedos.

—¿De verdad se nos permitirá regresar a la Torre? —balbuceó.

—Sí —asintió Elayne—. Las que puedan aprender a ser Aes Sedai, tendrán la oportunidad, pero habrá un lugar para todas. Para cualquier mujer capaz de encauzar.

Las lágrimas brillaron en los ojos de Reanne. Elayne no estaba segura, pero creyó oír que musitaba: «Podré ser una Verde». Le costó un gran esfuerzo no correr hacia ella y abrazarla.

Ninguna de las otras Aes Sedai dieron señales de ceder a las emociones, y Merilille, ciertamente, era de una pasta mucho más dura.

—Con tu permiso, Elayne, querría hacer una pregunta. Reanne, ¿cuántas de… vosotras aceptaréis?

Sin duda, aquella pausa podría traducirse por: «cuántas espontáneas y mujeres que no lo consiguieron la primera vez». Si Reanne lo notó o lo sospechó, hizo caso omiso o no le importó.

—No puedo creer que alguna de nosotras rechace la oferta —respondió, falta de aliento—. Puede que se tarde cierto tiempo en avisarles a todas. Nos mantenemos dispersas, ¿comprendéis? —Rompió a reír, en un atisbo de nerviosismo que no distaba mucho de las lágrimas—. Para que las Aes Sedai no repararan en nosotras. Actualmente hay mil setecientos ochenta y tres nombres en la lista.

La mayoría de las Aes Sedai aprendían a ocultar una impresión con una exhibición de calma, y sólo Sareitha dejó que sus ojos se abrieran más de lo normal. También articuló palabras silenciosas, pero Elayne la conocía lo suficiente para leerle los labios: «¡Dos mil espontáneas! ¡La Luz nos ayude!». Elayne hizo toda una exhibición de arreglarse los pliegues de la falda hasta tener la seguridad de que su rostro no dejaba traslucir nada. Sí, Luz, ayúdalas. Reanne interpretó mal el silencio.

—¿Esperabais que fuesen más? Todos los años ocurren accidentes, o muertes naturales, como le pasa a cualquiera, y me temo que el número de Allegadas ha menguado en el último milenio. Tal vez hayamos sido demasiado precavidas a la hora de acercarnos a las mujeres cuando se marchaban de la Torre Blanca, pero siempre existió el miedo de que una de ellas pudiese informar si era interrogada, y… y…

—No estamos decepcionadas en absoluto —le aseguró Elayne a la par que hacía gestos tranquilizadores. ¿Decepcionadas? Pero si tenía que hacer un gran esfuerzo por no soltar una risa histérica. ¡Había casi el doble de Allegadas que Aes Sedai! Egwene jamás podría decir que no había hecho su parte en llevar mujeres que pudieran encauzar a la Torre. Pero si las Allegadas rechazaban a las espontáneas… en fin, debía ceñirse al asunto; reclutar a las mujeres del Círculo sólo había sido un hecho accidental—. Reanne, ¿crees que ahora podrías recordar por casualidad dónde está el Cuenco de los Vientos?

—Jamás los hemos tocado, Elayne Sedai. —Reanne se puso roja como la grana—. Ignoro por qué están agrupados. Nunca oí hablar de ese Cuenco de los Vientos, pero hay un almacén como el que describisteis…

En ese momento una mujer encauzó en el piso de abajo. Alguien gritó de puro terror.

Elayne se puso de pie en un santiamén, como todas las demás. De algún rincón en aquel vestido de plumas, Birgitte sacó un cuchillo.

—Ésa debe de ser Derys. Es la única que está aquí —comentó Reanne.

Elayne se adelantó rápidamente y la cogió del brazo cuando ya se encaminaba hacia la puerta.

—Todavía no eres una Verde —murmuró, y fue recompensaba con una sonrisa, que marcó hoyuelos encantadores, sorprendida, complacida y tímida a la vez—. Nosotras nos ocuparemos de esto, Reanne.

Merilille y las demás se desplegaron a ambos lados, listas para seguir a Elayne fuera de la sala, pero Birgitte llegó a la puerta antes que nadie y sonrió mientras ponía la mano en el pomo. Elayne tragó saliva y no dijo nada. Tal era el privilegio del Guardián, según los Gaidin: el primero en entrar y el último en salir. Aun así, se llenó de saidar, presta para aplastar cualquier cosa que amenazase a su Guardián.

La puerta se abrió antes de que Birgitte tuviese tiempo de accionar el tirador.

Mat entró sin prisa, empujando ante sí a la esbelta doncella que Elayne recordaba.

—Imaginé que os encontraría aquí —sonrió con insolencia, sin hacer el menor caso de las miradas fulminantes de Derys, antes de continuar—, al ver un gran montón de Guardianes bebiendo en la taberna que ocupa el último lugar en mis preferencias. Acababa de volver tras seguir a una mujer al Rahad. Al piso alto de una casa en la que no vive nadie, para ser preciso. Después de que se marchara, entré, y el suelo tenía tanto polvo que vi de inmediato a qué cuarto se había dirigido. Hay un condenado cerrojo, grande y oxidado, pero apostaría mil coronas contra una patada en el trasero a que vuestro Cuenco se halla tras esa puerta. —Derys le lanzó una patada y Mat la apartó de un empujón al tiempo que sacaba un cuchillo del cinturón y lo hacía saltar en la mano—. ¿Querría alguna de vosotras, por favor, decirle a esta gata salvaje de qué lado estoy? Últimamente, las mujeres con cuchillos me ponen nervioso.

—Ya estamos enteradas de todo eso, Mat —puntualizó Elayne. Bueno, estaban a punto de enterarse cuando él irrumpió en el cuarto. Y su expresión estupefacta era divertidísima. Percibió algo de Birgitte. La otra mujer la miraba de un modo inexpresivo, pero aquel pequeño nexo emotivo en el fondo de su mente irradiaba desaprobación. Seguramente Aviendha tampoco tendría muy buena opinión del asunto. Abrir la boca fue una de las cosas más difíciles que Elayne había hecho en su vida—. Sin embargo, he de darte las gracias, Mat. Es gracias a ti exclusivamente que hemos encontrado lo que buscábamos. —Su gesto de pasmo casi mereció la agonía de pronunciar esas palabras.