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Con los primeros rayos de sol colándose por las ventanas, Seaine mojó la pluma en el tintero, pero antes de que hubiese tenido ocasión de escribir una sola palabra la puerta que daba al pasillo se abrió y la Amyrlin entró majestuosamente. Las oscuras cejas de Seaine se enarcaron; habría esperado a cualquier otra persona, incluso hasta al propio Rand al’Thor, antes que a Elaida. Aun así, dejó la pluma, se levantó sosegadamente de la silla y se bajó las blancas mangas que se había recogido para no mancharlas de tinta. Hizo una reverencia adecuada para la Sede Amyrlin de una Asentada que se encontraba en sus propios aposentos.

—Confío en que no hayáis encontrado a ninguna hermana Blanca ocultando un angreal, madre. —Al cabo de los años, todavía le quedaba un ligero acento lugardeño. Esperaba fervientemente que no hubiese ocurrido tal cosa. La irrupción de Elaida en las habitaciones de las Verdes unas pocas horas antes, mientras la mayoría de las hermanas aún dormía, seguramente estaba provocando todavía gemidos y rechinar de dientes. Que se tuviese memoria, no se había ordenado azotar con vara a nadie por guardar un angreal, y ahora iban a ser dos. La Amyrlin debía de atravesar uno de sus sañudos ataques de fría cólera.

Pero si había sido así, ahora no quedaba rastro de ello. Contempló a Seaine un momento en silencio, fría como un estanque en invierno, y después se dirigió hacia el aparador sobre el que estaban las miniaturas pintadas sobre marfil de la familia de Seaine. Todos llevaban muertos muchos años, pero ella los seguía queriendo, del primero al último.

—No apoyaste mi nombramiento como Amyrlin —dijo Elaida mientras cogía el retrato del padre de Seaine. Lo dejó prestamente y en su lugar tomó el de la madre.

Las cejas de la Blanca casi se enarcaron de nuevo, pero Seaine había intentado hacer una regla de no dejarse sorprender más de una vez al día.

—No se me informó de que la Antecámara se había reunido hasta después, madre.

—Sí, sí. —Elaida dejó las miniaturas y se desplazó hasta la chimenea. A Seaine le encantaban los gatos, y figurillas de todo tipo talladas en madera abarrotaban la repisa, algunas en posturas graciosas. La Amyrlin frunció el entrecejo ante tal despliegue; luego apretó los párpados y sacudió levemente la cabeza—. Pero te quedaste —añadió mientras se giraba rápidamente—. Todas las Asentadas a las que no se avisó huyeron de la Torre y se unieron a las rebeldes, excepto tú. ¿Por qué?

—¿Qué otra cosa podía hacer, madre? —repuso la Blanca mientras extendía las manos—. La Torre debe permanecer íntegra. —«Sin importar quién sea la Amyrlin», añadió para sus adentros. «¿Y qué pasa con mis gatos, si se puede saber?» Esto tampoco lo preguntó en voz alta, desde luego. Sereille Bagand había sido una implacable Maestra de las Novicias antes de ser ascendida a Sede Amyrlin, el mismo año en que Elaida obtuvo el chal, y fue una Amyrlin aún más feroz de lo que la propia Elaida sería teniendo dolor de muelas. A Seaine le habían inculcado las normas demasiado a rajatabla y a fondo como para que tal cosa cambiase en unos pocos años. Al igual que su desagrado por la mujer que llevaba la estola ahora. No era obligatorio que a una le gustase la Amyrlin.

—Sí, la Torre debe permanecer íntegra, indivisa —convino Elaida mientras se frotaba las manos, un gesto nervioso que extrañó a la Blanca. Su talante podía mostrar noventa y nueve facetas distintas, todas duras como un cuchillo y el doble de afiladas, pero el nerviosismo no era una de ellas—. Lo que voy a decirte es sellado para la Llama, Seaine. —Torció la boca con mal gesto, se encogió de hombros e, irritada, se ajustó la estola—. Si supiese cómo dar un carácter más imperativo a esa condición de reserva, lo haría —comentó, seca como el polvo tras un día al sol.

—Guardaré vuestras confidencias en el más absoluto secreto, madre.

—Quiero, o mejor dicho, te ordeno que te ocupes de una investigación. Y debes, desde luego, mantenerla en secreto. Si llega a oídos equivocados, podría significar la muerte y el desastre para toda la Torre.

Seaine frunció las cejas. ¿Muerte y desastre para toda la Torre?

—En el más absoluto secreto —repitió—. ¿Queréis sentaros, madre? —Tal ofrecimiento era correcto al hallarse en sus aposentos—. ¿Os apetece un poco de té? ¿O un ponche?

Elaida rechazó la bebida con un ademán y tomó asiento en el sillón más cómodo, el que había elaborado el propio padre de Seaine como regalo cuando recibió el chal, aunque, naturalmente, los cojines habían sido reemplazados muchas veces desde entonces. La Amyrlin, con su postura enhiesta y su duro continente, hacía que el rústico mueble pareciese un trono. Además, tuvo la descortesía de no dar permiso a Seaine para que se sentara, de manera que la Blanca enlazó las manos ante sí y permaneció de pie.

—He meditado largo y tendido sobre la traición, Seaine, desde que mi predecesora y su Guardiana consiguieron escapar. Desde que se las ayudó a escapar. La traición debe estar detrás de ello, y me temo que sólo una o varias hermanas pudieron llevarlo a cabo.

—Ciertamente sería una posibilidad, madre.

Elaida frunció el entrecejo ante la interrupción.

—Nunca se tiene absoluta certeza de quién alberga la sombra de la traición en su corazón, Seaine. Vaya, pero sí sospecho que alguien arregló las cosas para que se revocara una de mis órdenes. Y tengo razones para creer que alguien se ha puesto en contacto con Rand al’Thor, ignoro con qué fin, pero eso es indiscutiblemente traición contra mí y contra la Torre.

Seaine esperó que añadiese algo más, mas la Amyrlin se limitó a sostenerle la mirada mientras se alisaba la roja falda de manera automática.

—¿Qué investigación queréis que lleve a cabo exactamente, madre? —preguntó con cautela.

Elaida se incorporó como impulsada por un resorte.

—Te encomiendo que sigas el maloliente rastro de la traición sin importar adónde te conduce o hasta qué nivel de jerarquía llega, incluso la propia Guardiana. Lo que quiera que descubras, a quien quiera que te lleven tus indagaciones, deberás informar exclusivamente a la Sede Amyrlin. Nadie más debe saberlo. ¿Me has entendido?

—He comprendido vuestras órdenes, madre.

Era lo único que entendía, pensó una vez que Elaida se hubo marchado aún más tiesa que cuando entró. Tomó asiento en el sillón ocupado antes por la Amyrlin para reflexionar, con la barbilla apoyada en los puños, exactamente la misma postura que su padre había adoptado siempre para pensar. Al final, todo acababa por tener lógica.

Ella no habría secundado la deposición de Siuan Sanche —¡de hecho la había propuesto para Amyrlin!—, pero, una vez consumada, siguiendo las formalidades estipuladas aunque rozando el margen de la legalidad, facilitarle la huida había sido traición, como también lo era revocar deliberadamente una orden de la Amyrlin. Posiblemente, comunicarse con al’Thor también lo era; eso dependía del contenido de la comunicación y de su propósito. Descubrir quién había rectificado una disposición de la Amyrlin resultaría difícil al ignorar de qué orden se trataba. Después del tiempo transcurrido, las posibilidades de identificar al que había ayudado a Siuan a escapar eran tan pocas como las de saber quién podría mantener correspondencia con al’Thor. Eran tantas las palomas que llegaban volando a la Torre y partían desde ella a diario que a veces parecía que llovían plumas del cielo. Si Elaida sabía algo más de lo que había dicho, entonces se había andado con rodeos. Todo aquello no tenía sentido. La traición habría hecho hervir de rabia a Elaida, pero no se había mostrado iracunda, sino nerviosa. Y deseosa de marcharse. Y reservada, como si no quisiera revelar todo lo que sabía o lo que sospechaba. Casi como si le diese miedo de hacerlo. ¿Qué clase de traición pondría nerviosa o asustaría a una mujer como ella? Muerte y desastre para toda la Torre.