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Igual que una peonza, así le daba vueltas la cabeza.

—¿Que me amas? —instó con incredulidad—. ¿Cómo sabes lo que sienten por mí Elayne o Aviendha? ¡Luz! Mandelain puede hacer lo que le dé la gana, Min, pero yo no soy Aiel. —Frunció el entrecejo—. ¿Y qué es eso que has dicho sobre contarme sólo parte de tus visiones? Creía que me contabas todo. Y entérate: a ti también te mandaré lejos, a un lugar donde estés a salvo. ¡Y deja de encoger la nariz así! ¡No huelo mal!

Retiró bruscamente la mano con la que se rascaba por debajo de la chaqueta. Las cejas arqueadas de Min hablaban por sí solas, pero, aun así, su lengua no renunció a poner su granito de arena.

—¿Te atreves a usar ese tono? ¿Como si no lo creyeses? —De repente empezó a subir el timbre de voz con cada palabra y le hincó el índice en el pecho como si intentara traspasarlo con él—. ¿Crees que me acostaría con un hombre al que no amo? ¿Lo crees? ¿O es que piensas que no mereces que te amen? ¿Es eso? —Emitió un ruido como el de un gato al que le pisan la cola—. De modo que soy una especie de casquivana sin pizca de cerebro, enamorada de un patán inútil, ¿no? Te sientas ahí, boquiabierto como un buey atontado y menospreciando mi inteligencia, mis gustos, mi…

—Si no te calmas y dejas de decir tonterías —gruñó él—, ¡juro que te daré de azotes! —Sus últimas palabras salieron sin saber cómo, seguramente el producto de noches en vela y confusión, pero antes de que tuviese tiempo de discurrir una disculpa, Min sonrió. ¡Sonrió!

—Por lo menos ya no estás enfurruñado —comentó—. No vuelvas a compadecerte y a lloriquear, Rand; no se te da bien. Bueno, vamos a ver. ¿Quieres sentido común? Te amo, y no voy a marcharme. Si intentas alejarme, les diré a las Doncellas que me deshonraste y ahora me das de lado. Se lo diré a todo el que quiera escucharme. Les contaré…

Rand alzó la mano derecha y examinó la palma, donde resaltaba claramente la marca de la garza, y después la miró a ella. Min echó una ojeada a la mano del joven, con cautela, y rebulló en sus rodillas; luego hizo caso omiso, ostentosamente, de todo salvo su rostro.

—No me iré, Rand —repitió en tono quedo—. Me necesitas.

—¿Cómo lo consigues? —suspiró él mientras se recostaba prestamente en el sillón—. Incluso cuando me llevas la contraria y me calientas la cabeza, logras que mis problemas disminuyan.

—Te hace falta que te lleven la contraria más a menudo —repuso ella con un resoplido—. Bueno, dime. Esa Aviendha, supongo que no tendremos la suerte de que sea tan huesuda y marcada de cicatrices como Nandera.

Rand se echó a reír a despecho de sí mismo. Luz, ¿cuánto hacía que no reía con ganas?

—Min, podría decirte que es tan hermosa como tú, pero ¿acaso pueden compararse dos bellos amaneceres?

Durante unos segundos se quedó mirándolo, con una sonrisa apuntando en sus labios como si no supiera si reaccionar con sorpresa o deleite.

—Eres un hombre muy peligroso, Rand al’Thor —murmuró al tiempo que se inclinaba lentamente hacia él. Rand pensó que podría sumergirse en sus ojos y perderse en ellos. Todas esas ocasiones en las que se había sentado en sus rodillas y lo había besado, todas esas veces que él pensó que sólo se burlaba de un chico de campo, casi se había vuelto loco de ganas por besarla y no parar nunca. Ahora, si lo besaba de nuevo…

La agarró firmemente por los brazos, se puso de pie y la soltó en el suelo. La amaba, y ella le correspondía, pero tenía que recordar que deseaba besar a Elayne cuando pensaba en ella, y también a Aviendha. Dijera lo que dijera Min sobre Rhuarc o cualquier hombre Aiel, había hecho un mal negocio el día que se enamoró de él.

—Hablaste de parte de las visiones, Min. ¿Qué es lo que no me has contado? —preguntó en tono tranquilo.

La mujer lo miró con lo que podría interpretarse como frustración, salvo que, por supuesto, eso no podía ser.

—Estás enamorada del Dragón Renacido, Min Farshaw, y más te vale que lo recuerdes —rezongó ella—. Y también será mejor que lo recuerdes tú, Rand —añadió mientras se apartaba. Él la soltó de mala gana. O con gusto; no habría sabido discernirlo—. Hace media semana que regresaste a Cairhien y aún no has hecho nada con respecto a los Marinos. Berelain pensó que quizás intentarías dar largas al asunto otra vez. Me dejó una carta en la que me pedía que te lo recordara sin descanso, sólo que tú no me permitiste… En fin, dejemos eso. Berelain cree que son importantes para ti de algún modo; dice que eres la realización de cierta profecía que tienen.

—Sé todo eso, Min. Yo… —Se había planteado no involucrar a los Marinos con él; en las Profecías del Dragón no había mención sobre eso que él hubiese visto. Pero, si iba a dejar que Min se quedase a su lado, que corriera el riesgo… La mujer había ganado, comprendió. Se le había partido el alma al ver marcharse a Elayne. El corazón se le puso en un puño cuando se separó de Aviendha. No podría pasar por lo mismo otra vez. Min seguía esperando a que hablara—. Iré a su barco. Hoy. Los Marinos podrán arrodillarse ante el Dragón Renacido en todo su esplendor. Supongo que en ningún momento hubo otra opción. O son míos, o están contra mí. Así es como parece ocurrir siempre. Y ahora, ¿querrás hablarme de esas visiones?

—Rand, deberías informarte de sus costumbres y de cómo son antes de ir…

—Las visiones, Min.

Ella se cruzó de brazos y lo miró ceñuda. Se mordisqueó el labio inferior, dirigió una ojeada malhumorada hacia la puerta. Sacudió la cabeza y rezongó algo entre dientes.

—En realidad es sólo una —dijo por fin—. Estaba exagerando. Te vi a ti y a otro hombre. No distinguí ninguno de los dos rostros, pero sabía que uno eras tú. Os tocabais y parecía que os fundíais el uno en el otro, y… —Su boca se puso tensa en un gesto preocupado; cuando habló, casi lo hizo en un susurro—. Ignoro lo que significa, Rand, excepto que uno de vosotros muere y el otro, no. Yo… ¿Por qué sonríes? No tiene ninguna gracia, Rand. No sé cuál de vosotros muere.

—Sonrío porque me has dado una noticia muy buena —contestó él mientras le acariciaba la mejilla. El otro hombre tenía que ser Lews Therin. «No estoy loco ni oigo voces que no existen», pensó, jubiloso. Uno vivía y el otro moría, pero sabía desde hacía mucho tiempo que él iba a morir. Al menos no había perdido la razón. O no tanto como había temido. Seguía quedando el genio que controlaba a duras penas—. Verás, yo…

De repente cayó en la cuenta de que había pasado de rozarle la mejilla a tomar su cara con las dos manos. Las retiró como si se hubiese quemado. Min apretó los labios y le asestó una mirada de reproche, pero Rand no estaba dispuesto a aprovecharse de ella. No sería justo para la mujer. Por suerte, su estómago sonó ruidosamente en ese momento.

—Necesito comer algo si voy a ir a reunirme con los Marinos. Vi una bandeja en…

Más que aspirar por la nariz con desdén, Min resopló mientras se daba media vuelta y se encaminaba hacia las altas puertas.

—Lo que necesitas es un baño si vamos a visitar a los Marinos.

Nandera se mostró encantada, asintió enérgicamente e impartió órdenes a las Doncellas, que salieron corriendo. Se inclinó hacia Min para hablar.

—Debería haberte dejado entrar el primer día. Habría querido darle de patadas, pero eso no se hace al Car’a’carn. —Por su tono, habría que haberlo hecho. Habló en voz baja, pero no tanto como para que él no la oyera. Rand estaba seguro de que era a propósito; la mirada que le lanzó era demasiado cortante para interpretarla de otro modo.