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Rand asintió. Los Marinos eran suyos, o como si lo fuesen. ¿Qué más daba si el Cuerno de Valere se hallaba en la Torre Blanca? Era ta’veren. Era el Dragón Renacido y el Coramoor. Al brillante sol aún le quedaba un buen trecho para llegar a su cenit.

—El día todavía es joven, Min. —Podía hacer cualquier cosa—. ¿Te gustaría verme poner en su sitio a los rebeldes? Te apuesto mil coronas contra un beso a que son míos antes del ocaso.

35

En el bosque

Sentada con las piernas cruzadas en la cama de Rand, Min lo observaba mientras él, en mangas de camisa, rebuscaba entre las chaquetas colgadas en el enorme armario. Se preguntó cómo podría dormir en ese cuarto con aquel mobiliario negro y agobiante. Una parte de su mente pensó en sacarlo todo y reemplazarlo por otros muebles tallados y adornados con un ligero toque dorado que había visto en Caemlyn, así como cortinas, colgaduras y ropas de cama de colores pálidos que no le resultaran tan agobiantes. Qué curioso; ella nunca se había preocupado por los muebles ni las ropas de la casa. Pero aquel tapiz en particular, el del espadachín solitario, rodeado por enemigos y a punto de ser arrollado, tenía que desaparecer del dormitorio sin falta. A pesar de tales cavilaciones casi inconscientes, su atención se dirigía principalmente a observarlo, sin más.

Reparó en la expresión de intensa concentración que había en sus ojos azul grisáceos y en el modo en que la blanquísima camisa se ajustaba sobre su ancha espalda cuando se volvió para rebuscar más al fondo del armario. Tenía unas piernas bonitas y unas fantásticas pantorrillas que se marcaban perfectamente en las ajustadas polainas oscuras y que dejaban ver las botas vueltas hacia abajo. A veces fruncía el entrecejo y se pasaba los dedos por el cabello rojizo oscuro; por mucho que se lo peinara nunca conseguiría domarlo; siempre se le rizaba un poco alrededor de las orejas y en la parte de la nuca. Ella no era una de esas mujeres estúpidas que echaban su caletre además de su corazón a los pies de un hombre. Lo que pasaba era que a veces, cuando lo tenía cerca, le resultaba un poquitín difícil pensar con claridad. Eso era todo.

Chaqueta tras chaqueta de seda bordada salieron del armario y se fueron amontonando sobre la que había llevado en la visita a los Marinos. ¿Las negociaciones seguirían por tan buen camino sin su presencia ta’veren? Min deseó haber tenido una visión realmente útil de los Marinos. Como siempre, ante sus ojos surgían imágenes y aureolas de colores alrededor de Rand, en su mayoría demasiado fugaces para distinguirlas bien, y todas, salvo una, carecían de sentido para ella de momento. Esa visión iba y venía cientos de veces al día, y siempre que Mat o Perrin se hallaban presentes también los incluía, así como a otras personas de vez en cuando. Una vasta sombra se cernía sobre él y engullía miles y miles de lucecitas minúsculas, como luciérnagas, que se lanzaban contra ella en un intento de llenar la oscuridad. En ese día, parecía haber cientos de miles de ellas, pero la sombra, a su vez, también parecía más grande. De algún modo esa visión representaba su batalla contra el Oscuro, pero Rand casi nunca quería saber cómo marchaba. Tampoco ella habría podido decirlo realmente, excepto que la sombra parecía ganar siempre en mayor o menor medida. Suspiró con alivio cuando la visión desapareció.

Una ligera sensación de culpabilidad la hizo rebullir sobre la colcha. No había mentido realmente cuando contestó a su pregunta sobre qué visiones no le había contado. No había sido mentir exactamente. ¿De qué le serviría saber que, casi con toda seguridad, fracasaría sin una mujer que ya había muerto? Tal como estaban las cosas, ya se sumía en la depresión con demasiada facilidad. Tenía que mantenerlo animado, hacerlo reír. Sólo que…

—No me parece una buena idea, Rand. —Decir eso podría ser un error. Los hombres eran criaturas raras en muchos sentidos; en cierto momento aceptaban un consejo sensato y al siguiente hacían justo lo contrario. De manera deliberada, al parecer. Sin embargo, por alguna razón se sentía… protectora para con aquel hombre alto que seguramente sería capaz de alzarla en vilo con una sola mano. Y sin necesidad de que encauzara.

—Es una idea estupenda —repuso él mientras tiraba al montón una chaqueta azul con bordados en hilo de plata—. Soy ta’veren y hoy parece que esa circunstancia trabaja a mi favor, para variar. —Otra chaqueta, esta vez con bordados en oro, fue a parar al suelo.

—¿No preferirías consolarme otra vez?

Él se quedó repentinamente inmóvil y la miró de hito en hito, olvidada una chaqueta roja y plateada que tenía en las manos. Min confió en no haberse puesto colorada. Consolarse. ¿De dónde demonios habría sacado esa idea?, se preguntó para sus adentros. Las tías que la habían criado eran mujeres dulces y afables, pero tenían unas ideas estrictas acerca de lo que era un comportamiento correcto. No les gustó que vistiera pantalones ni que trabajara en el establo, la ocupación que a ella más le gustaba ya que estaba en contacto con los caballos. No cabía duda de lo que pensarían sobre «consolarse» con un hombre con el que no estaba casada. Si alguna vez llegaban a enterarse, cabalgarían todo el camino desde Baerlon sólo para arrancarle la piel a tiras. Y a él también, desde luego.

—Eh… debo moverme mientras tengo la seguridad de que sigue funcionando —respondió lentamente Rand, y luego se giró con rapidez hacia el armario otra vez—. Ésta servirá —dijo mientras sacaba una chaqueta lisa y sencilla, de paño verde—. No sabía que la tuviese aquí.

Era la que había llevado puesta en el viaje de regreso de los pozos de Dumai, y Min vio que le temblaban las manos al recordarlo. Procurando adoptar una actitud despreocupada, se levantó de la cama y al llegar a su lado lo abrazó, aplastando la chaqueta entre los dos mientras apoyaba la cabeza en su pecho.

—Te amo —fue todo cuanto dijo. A través de la tela de la camisa percibía la cicatriz redonda y sin acabar de curar que tenía en el costado. Recordaba el modo en que había sufrido esa herida como si hubiese ocurrido el día anterior. Aquélla había sido la primera vez que lo tuvo abrazado contra sí mientras él yacía inconsciente, con la vida pendiente de un hilo.

Las manos de Rand se apretaron contra su espalda y la estrecharon con fuerza, dejándola sin aliento, pero después, de manera decepcionante, aflojaron la presión y se apartaron. Le pareció que murmuraba entre dientes algo así como «injusto». ¿Acaso pensaba en los Marinos mientras ella lo abrazaba? En realidad, debería hacerlo. Merana era una Gris, pero se decía que los Atha’an Miere eran capaces de hacer sudar a una mercader domani. Sí, debería pensar en ese asunto, pero… Tuvo ganas de darle una patada en el tobillo. Suavemente, él la apartó y empezó a ponerse la chaqueta.

—Rand, no puedes estar seguro de que surtirá efecto sólo por el hecho de que haya sido así con Harine —argumentó en tono firme—. Si tu condición de ta’veren influyera en todo, tendrías a todos los dirigentes arrodillados a tus pies a estas alturas, y también a los Capas Blancas.

—Soy el Dragón Renacido —replicó altivamente—, y hoy puedo hacer cualquier cosa. —Cogió el cinturón de la espada y se lo ciñó a la cintura. Ahora llevaba una sencilla hebilla de latón. La dorada con forma de dragón se encontraba sobre la colcha. Unos guantes negros de cuero fino cubrieron las cabezas leoninas impresas en el dorso de sus manos, así como las garzas grabadas en sus palmas—. Pero no lo parezco vestido así, ¿verdad? —Extendió los brazos y sonrió—. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde.

Min no levantó las manos, exasperada, merced a un gran esfuerzo.

—Tampoco pareces estúpido —replicó, y que lo entendiera como quisiera. El muy idiota la miró con recelo, como si no lo tuviese claro—. Rand, tan pronto como vean a los Aiel saldrán corriendo o lucharán. Si no quieres llevar a ninguna Aes Sedai, al menos haz que te acompañen esos Asha’man. ¡Un flechazo, y habrás muerto, da igual si eres el Dragón Renacido o un cabrero!