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—¿Equilibrio? —murmuró Rand, enarcando las cejas.

—He leído algo de los libros de maese Fel —comentó con un hilo de voz. No quería que nadie pensara que pretendía hacerse pasar por una filósofa.

Lady Caraline sonrió con los ojos prendidos en la alta silla de montar y jugueteó con las riendas. ¡Esa mujer se reía de ella! ¡Iba a enseñarle qué la hacía reír a Min Farshaw!

De pronto un enorme castrado negro, con aspecto de caballo de batalla, apareció abriéndose paso entre la maleza montado por un hombre de mediana edad, con el cabello muy corto y barba puntiaguda. Vestía una chaqueta teariana de color amarillo y las mangas arracadas, con cuchilladas de satén verde. Unos ojos de un azul increíblemente hermoso resaltaban en su tez morena y sudorosa como zafiros pulidos. No era un hombre particularmente atractivo, pero aquellos ojos compensaban la nariz demasiado larga. Llevaba una ballesta en una mano enguantada y un virote en la otra.

—¡Esto me pasó a pocos centímetros de la cara, Caraline, y tiene tus marcas! Sólo porque no haya caza no es razón para que… —En ese momento reparó en la presencia de Rand y Min y su ballesta apuntó hacia ellos—. ¿Están extraviados, Caraline, o es que has sorprendido a unos espías de la ciudad? Jamás creí que al’Thor fuera a dejarnos tranquilos.

Otra media docena de jinetes apareció detrás de éclass="underline" hombres sudorosos en sus chaquetas de mangas arrocadas con cuchilladas de satén, y mujeres transpirando bajo sus trajes de montar con anchos y fruncidos cuellos de encaje. Todos portaban ballestas. El último de ellos no había acabado de detenerse mientras los caballos cabeceaban y pateaban el suelo, cuando otros doce aparecieron abriéndose paso entre los arbustos desde una dirección distinta y se agruparon detrás de Caraline; éstos eran hombres y mujeres de tez pálida y constitución más pequeña, vestidos de oscuro con franjas de colores que a veces llegaban más abajo de la cintura. También todos ellos iban armados con ballestas. Detrás venían sirvientes a pie, jadeando por el calor, que eran los encargados de preparar y cargar cualquier pieza de caza abatida. Al parecer poco importaba que ninguno de ellos tuviese nada más que un cuchillo de desollar para realizar su tarea. Min tragó saliva y, de manera inconsciente, empezó a enjugarse las mejillas con el pañuelo de forma más enérgica. Si sólo uno de ellos reconocía a Rand antes de que él tuviera tiempo de reaccionar…

—Nada de espías, Darlin —contestó lady Caraline sin la menor vacilación mientras volvía su caballo hacia los recién llegados. ¡El Gran Señor Darlin Sisnera! Sólo faltaba que apareciese lord Toram Riatin. Min deseó que la atracción ta’veren de Rand fuese un poco menos eficaz—. Son un primo mío y su esposa —prosiguió Caraline—, que vienen de Andor para verme. Te presento a Tomás Trakand, de una rama secundaria de la casa, y a su esposa Jaisi.

Min casi la fulminó con la mirada; la única Jaisi que conocía era ya una vieja pasa antes de que hubiese cumplido los veinte años y, por si fuera poco, con un carácter avinagrado y muy mal genio. La mirada de Darlin pasó sobre Rand de nuevo y se detuvo un momento en Min. Bajó la ballesta e inclinó la cabeza menos de un centímetro, como correspondía a un Gran Señor hacia un noble de segunda fila.

—Sed bienvenido, lord Tomás. Hay que ser un hombre valiente para reunirse con nosotros en las circunstancias actuales. Al’Thor podría soltar a sus salvajes contra nosotros cualquier día de éstos.

Lady Caraline le lanzó una mirada exasperada que él hizo como si no viera. Sin embargo, reparó en que la inclinación de cabeza con la que Rand le respondió era tan superficial como la suya, y frunció el entrecejo. Una mujer atractiva de su séquito masculló furiosamente entre dientes —tenía un rostro alargado y de rasgos duros, acostumbrado a mostrar ira—, y un tipo corpulento, ceñudo y sudoroso, con una chaqueta de color verde claro con cuchilladas rojas, taconeó a su caballo haciéndolo adelantarse unos cuantos pasos como si se propusiera atropellar a Rand.

—La Rueda gira según sus designios —repuso fríamente Rand, como si no se hubiese dado cuenta de nada. El Dragón Renacido era lo que era para… Para casi cualquiera. Arrogancia en la cima de una montaña—. Poco es lo que sucede como esperamos o planeamos. Por ejemplo, me contaron que estabais en Tear, en Haddon Mirk.

Min deseó ser capaz de hablar, de atreverse a decir algo para tranquilizarlo. Se conformó con acariciarle el brazo, como sin darle importancia. Una esposa —vaya, ésa era una palabra que de repente sonaba muy bien—, una esposa que daba palmaditas inadvertidamente a su esposo. Ésa era otra palabra que también sonaba muy bien. Luz, ¡qué difícil era ser justa! Pero tampoco era justo tener que ser justa.

—El Gran Señor Darlin casi acaba de llegar en un bajel fluvial con unos cuantos de sus amigos más íntimos, Tomás. —El tono ronco de Caraline no varió un ápice, pero su castrado cabrioleó de repente, sin duda a causa de un fuerte taconazo, y, aprovechando como excusa su fingido intento de recobrar el control del animal, le dio la espalda a Darlin y asestó a Rand una fugaz mirada de advertencia—. No molestes al Gran Señor, Tomás.

—No me importa, Caraline —manifestó Darlin mientras colgaba la ballesta en una correílla de la silla. Aproximó su caballo un poco más y apoyó el brazo en el alto arzón de la silla—. Un hombre debe saber dónde se está metiendo. Puede que hayáis oído rumores de que al’Thor iba a la Torre, Tomás. Vine porque las Aes Sedai se pusieron en contacto conmigo hace unos meses, sugiriendo que tal cosa podría ocurrir, y vuestra prima me informó de que con ella habían hecho lo mismo. Pensamos que podríamos ponerla en el Trono del Sol antes de que Colavaere pudiera ocuparlo. En fin, al’Thor no es un necio; nunca cometáis el error de creer eso. En mi opinión, engañó a la Torre dándole largas. Colavaere ha muerto colgada, él permanece seguro tras las murallas de Cairhien, y apostaría que sin un dogal Aes Sedai, por mucho que digan los rumores, y, hasta que hallemos un modo de salir del peligro, estamos en la palma de su mano, esperando que cierre el puño.

—Si os trajo un barco, otro puede llevaros lejos de aquí —sugirió Rand, lacónico.

De repente, Min cayó en la cuenta de que él le palmeaba suavemente la mano que reposaba en su brazo. ¡Intentaba tranquilizarla!

Inopinadamente, Darlin echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír. Muchas mujeres olvidarían su nariz por aquellos ojos y aquella risa.

—Sí me llevaría, Tomás, pero he pedido a vuestra prima en matrimonio. Aún no ha respondido ni sí ni no, pero un hombre no puede abandonar a la que podría ser su esposa a merced de los Aiel, y ella no quiere marcharse.

Caraline Damodred se irguió en la silla; la frialdad de su rostro no tenía nada que envidiar a la de una Aes Sedai, pero de repente unos halos rojo y blanco centellearon alrededor de ella y de Darlin, y Min supo el significado. Los colores nunca parecían tener importancia, pero no le cabía duda de que se casarían; eso sí, después de que Caraline se hiciera mucho de rogar. Y hubo algo más; ante sus ojos apareció de repente una corona en la cabeza de Darlin, una sencilla diadema dorada con una espada ligeramente curva colocada en horizontal, encima de la frente. La corona de rey que llevaría algún día, aunque Min ignoraba de qué país. Tear estaba regida por Grandes Señores, no por un monarca. Imagen y halos desaparecieron al tiempo que Darlin hacía girar a su caballo para mirar a Caraline.