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Era el único término que se le ocurrió a Min para describir aquellos movimientos fluidos y deslizantes, en tanto que las hojas de madera giraban y chocaban en golpes relampagueantes. Había visto practicar a Rand con los mejores espadachines que podía encontrar, a menudo contra dos, tres o cuatro a la vez, pero aquello no tenía nada que ver con lo de ahora. Era tan hermoso y resultaba tan fácil de olvidar que si aquellos manojos de tablillas hubiesen sido acero habría corrido la sangre. Salvo que ninguna hoja, ya fuese de acero o de madera, tocaba carne. Bailaron atrás y adelante, girando el uno en torno al otro, las espadas ora tanteando, ora arremetiendo, Rand ora atacando, ora defendiéndose, y cada movimiento acompañado y resaltado por aquellos golpes fuertes y secos.

Caraline asió fuertemente el brazo de Min sin apartar los ojos de la contienda.

—También es un maestro de esgrima —susurró—. Debe serlo. ¡Míralo!

Min lo miraba, y estrechaba contra sí el cinturón y el arma envainada de Rand como si fuera a él a quien abrazaba. Aquella hermosa danza continuó atrás y adelante y, pensara lo que pensara Rand, para entonces Toram estaba deseando que su hoja fuera de acero. Una fría ira se plasmaba en su rostro y arremetió con más y más empeño. Ninguna de las hojas había dado en el blanco todavía, aunque ahora Rand retrocedía constantemente, defendiéndose, y Toram avanzaba, atacando, con los ojos relucientes con una furia gélida.

Fuera gritó alguien; fue un aullido de terror desmedido y, de repente, la gigantesca tienda salió lanzada hacia arriba, en el aire, y desapareció en la densa lobreguez que ocultaba el cielo. La espesa niebla bullía por doquier, rebosante de chillidos y gritos distantes. Delgados zarcillos flotaron hacia el cuenco invertido de aire despejado que había dejado la tienda. Todo el mundo los contempló subyugado, estupefacto. O, mejor dicho, casi todos.

La hoja de tablillas de Toram se descargó contra el costado de Rand con un sonido a huesos rotos, haciéndolo doblarse.

—Estás muerto, primo —se mofó Toram mientras levantaba la espada muy alto para golpear otra vez. Pero se quedó paralizado, contemplando de hito en hito cómo parte de la densa niebla gris suspendida en lo alto se… solidificaba. Podría describirse como un tentáculo de niebla, un grueso brazo de tres dedos que descendió y acabó cerrándose alrededor de la corpulenta hermana Roja, tras lo cual la alzó bruscamente hacia arriba antes de que nadie tuviese ocasión de moverse.

Cadsuane fue la primera en reaccionar, sobreponiéndose al pasmo. Levantó los brazos, echando hacia atrás el chal, sus manos hicieron un giro y una bola de fuego pareció salir disparada hacia lo alto desde cada palma para alcanzar de lleno a la niebla. Arriba algo estalló en llamas repentinamente, formando un violento abombamiento que desapareció al instante, y la hermana Roja reapareció mientras se precipitaba sobre el suelo, cayendo en las alfombras con un golpe sordo, boca abajo. Al menos, estaría boca abajo si no hubiese tenido la cabeza girada ciento ochenta grados, de manera que sus ojos muertos miraban sin ver la niebla.

Aquello acabó con la poca compostura que pudiera quedar en la zona de la tienda. ¡La Sombra se había encarnado! La gente huyó en todas direcciones gritando a pleno pulmón, derribando mesas, los nobles apartando a empellones a los sirvientes y viceversa. Zarandeada, Min se abrió paso hasta donde estaba Rand con codos y puños, utilizando su espada como un garrote.

—¿Te encuentras bien? —preguntó mientras lo ayudaba a ponerse de pie. Se sorprendió al ver a Caraline al otro lado, también prestándole ayuda. De hecho, la misma noble parecía sorprendida de su reacción.

Él sacó la mano de debajo de la chaqueta y, afortunadamente, sus dedos no estaban manchados con sangre. Aquella cicatriz sin curar del todo, todavía tierna, no se había abierto.

—Creo que es mejor que nos movamos —dijo al tiempo que cogía el cinturón de la espada—. Tenemos que alejarnos de aquí. —El cuenco invertido de aire claro se había reducido a ojos vista. Casi todos los demás ya habían escapado. De la niebla salían gritos, la mayoría de ellos cortados de golpe, pero enseguida reemplazados por otros nuevos.

—Estoy de acuerdo, Tomás —dijo Darlin. Espada en mano, se plantó de espaldas a Caraline, entre ella y la niebla—. La pregunta es, ¿en qué dirección? Y también, ¿hasta dónde tenemos que alejarnos?

—Esto es obra suya —espetó Toram—. De al’Thor. —Tiró la espada de entrenamiento, caminó hacia donde estaba la chaqueta que se había quitado y se la puso calmosamente. Podría ser acusado de cualquier cosa, pero no de cobarde—. ¿Jeraal? —gritó hacia la niebla mientras se ceñía el cinturón de la espada—. Jeraal, así la Luz te abrase, hombre, ¿dónde te has metido? ¡Jeraal!

Mordeth —Fain— no respondió, y Toram siguió llamándolo a voces. Las únicas que continuaban allí eran Cadsuane y sus dos compañeras, éstas con los semblantes calmos pero sus manos se deslizaban nerviosamente sobre los chales. En cuanto a Cadsuane, habríase dicho que se preparaba para dar un paseo.

—Opino que hacia el norte —intervino—. La pendiente está más cerca en esa dirección, y ascender puede que nos lleve por encima de esto. ¡Deja de dar aullidos, Toram! O tu hombre ha muerto o no te oye. —Toram le dirigió una mirada feroz, pero dejó de gritar. Cadsuane no pareció advertirlo o no le importó, dado que se había callado—. Hacia el norte, pues. Nosotras tres nos ocuparemos de cualquier cosa que vuestras espadas no puedan solucionar.

Miró directamente a Rand cuando dijo eso último, y él respondió con un ligerísimo asentimiento antes de abrocharse el cinturón de la espada y desenvainar el arma. Intentando que los ojos no se le saliesen de las órbitas por la estupefacción, Min intercambió una mirada con Caraline; ésta tenía los ojos como platos. La Aes Sedai sabía quién era y no pensaba compartir su secreto con nadie.

—Ojalá no hubiésemos dejado a nuestros Guardianes en la ciudad —comentó la delgada hermana Amarilla. Unas minúsculas campanillas de plata que adornaban su cabello tintinearon cuando sacudió la cabeza. Casi poseía el mismo aire autoritario de Cadsuane, el suficiente como para que a primera vista no se apreciara lo hermosa que era, sólo que aquel modo de sacudir la cabeza resultaba… bueno, un tanto enfurruñado, de niña malcriada—. Ojalá tuviese a Roshan conmigo.

—¿Hacemos un círculo, Cadsuane? —preguntó la Gris. Girando la cabeza a un lado y otro para escudriñar la niebla, recordaba un gorrión gordo con su afilada nariz y sus inquisitivos ojos. No un gorrión asustado, pero sí uno a punto de levantar el vuelo—. ¿Nos coaligamos?

—No, Niande —respondió la Verde—. Si ves algo, tienes que ser capaz de atacarlo sin esperar a señalármelo. Samitsu, deja de lamentar la ausencia de Roshan. Tenemos tres espadachines estupendos con nosotras, dos de ellos con la marca de la garza, por lo que veo. Servirán.

Toram enseñó los dientes al ver la garza grabada en la hoja de la espada que Rand acababa de desenvainar. Si su mueca era una sonrisa, no había regocijo alguno en ella; su propia arma llevaba también una garza. No así la de Darlin; el teariano dedicó a Rand y a su espada una mirada aquilatadora, seguida de una respetuosa inclinación de cabeza que era considerablemente más pronunciada que la que había ofrecido a un simple Tomás Trakand, miembro de una rama secundaria de una casa.

La Verde de cabello canoso se había hecho con las riendas de la situación, obviamente, y no las soltó a despecho de las protestas de Darlin, quien, como muchos otros tearianos, no parecía fiarse mucho de las Aes Sedai, y de Toram, al que por lo visto no le gustaba que nadie diera órdenes excepto él. De hecho, lo mismo le ocurría a Caraline, pero Cadsuane hizo tan poco caso de su gesto ceñudo como de las protestas expresadas en voz alta por los dos hombres. A diferencia de ellos, Caraline parecía darse cuenta de que protestar no serviría de nada. Y, maravilla de maravillas, Rand dejó sumisamente que lo situara a la derecha de Cadsuane cuando la Verde colocó en su lugar a cada uno. A decir verdad, no tan sumisamente —miró a la mujer desde su imponente altura de un modo que Min lo habría abofeteado si se lo hubiese hecho a ella, aunque Cadsuane se limitó a sacudir la cabeza y a musitar algo que lo hizo enrojecer—, pero al menos mantuvo cerrada la boca. Tal como estaban las cosas, Min imaginó que sería capaz de decir quién era, y quizás esperaría que la niebla se disipara por miedo al Dragón Renacido. Él le sonrió como si la niebla fuera algo normal con ese tiempo de persistente sequía, incluso una niebla que había arrancado de cuajo tiendas y se había llevado con ella a muchas personas.