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—¡Olver! ¡Olver!

Dos veces más vio una columna de fuego alzándose fugazmente sobre los tejados, y el humo elevándose hacia el cielo en una docenas de sitios distintos. En varias ocasiones oyó aquellos estampidos ensordecedores, ya no en la bahía, sino mucho más cerca, dentro de la ciudad, no le cabía duda, y sintió el suelo sacudiéndose bajo sus pies.

Y entonces la calle volvió a encontrarse casi vacía ya que la gente huía en todas direcciones, por los callejones y en el interior de casas y tiendas; los seanchan se aproximaban en caballos. No todos eran hombres armados; casi a la cabeza del pequeño bosque de lanzas cabalgaba una mujer de tez oscura, con un vestido azul. Mat sabía que las anchas franjas plateadas de la falda y la pechera tenían forma de rayos. Una cadena de plata, reluciente al sol, conectaba su muñeca izquierda con el cuello de una mujer de gris, una damane, que trotaba junto al caballo de la sul’dam como un perro faldero. En Falme, Mat había visto más seanchan de lo que le habría gustado, pero, inconscientemente, hizo un alto en la boca del callejón y observó. Los estampidos y los fuegos eran la prueba de que alguien en la ciudad intentaba al menos presentar resistencia, y ahora iba a ser testigo de uno de esos intentos.

Los seanchan no eran la única razón por la cual la gente se había escabullido. Al otro extremo de la calle, alrededor de un centenar de hombres montados pusieron lanzas en ristre. Vestían anchos pantalones blancos y chaquetas verdes, y entre ellos brillaron los galones dorados del yelmo de un oficial. Con un grito general, el centenar de soldados de Tylin se lanzó contra los atacantes de la ciudad. Superaban en dos a uno a los seanchan que tenían delante.

—Malditos estúpidos —masculló Mat—. Así no. Esa sul’dam os…

El único movimiento entre los seanchan fue el de la mujer con el vestido de franjas en zigzag, que levantó la mano y señaló, como haría un cazador para lanzar al aire a un halcón posado en su muñeca o para azuzar a un perro. La mujer de cabello dorado situada al otro extremo de la correa de plata dio un paso adelante. El medallón de la cabeza de zorro se tornó frío contra el pecho de Mat.

Bajo los cascos de la vanguardia del pelotón ebudariano a la carga, la calle explotó repentinamente y adoquines, hombres y caballos salieron lanzados por el aire en medio de un ensordecedor estampido. La onda expansiva tiró a Mat patas arriba, o tal vez fuera por el modo en que el suelo pareció combarse bajo sus pies. Se incorporó justo a tiempo de presenciar cómo se desplomaba la fachada de una posada de la calle en medio de una nube de polvo; el interior de las habitaciones quedó a la vista.

Hombres y caballos —y trozos de hombres y caballos— yacían por doquier, los que aún vivían sacudidos por violentas convulsiones, alrededor de un agujero que ocupaba la mitad de la calle. Los gritos de los heridos llenaban el aire. Menos de la mitad de los ebudarianos se levantaron con esfuerzo, aturdidos y tambaleándose; algunos agarraron las riendas de caballos tan temblorosos e inestables como ellos, se subieron a las sillas y taconearon a los animales para emprender algo parecido a un galope. Otros se limitaron a correr a pie. Todos alejándose de los seanchan, huyendo. Podían enfrentarse a armas de acero, pero no a eso.

Huir, comprendió Mat, era una buena idea en ese momento. Una ojeada hacia la parte posterior del callejón le descubrió polvo y escombros apilados hasta casi la altura de un piso. Echó a correr calle abajo, delante de los ebudarianos que huían, manteniéndose tan cerca de las paredes como era posible, confiando en que ninguno de los seanchan lo tomara por uno de los soldados de Tylin. No debió ponerse una chaqueta verde esa mañana.

Al parecer, la sul’dam no se había quedado satisfecha con el resultado. La cabeza de zorro se puso fría de nuevo y, a su espalda, otro estampido lo lanzó al suelo al tiempo que el pavimento se combaba y le salía al encuentro. A través del zumbido de los oídos, Mat oyó el crujido de mampostería. Sobre él, la pared de ladrillos estucados empezó a inclinarse.

—¿Qué ocurre con mi jodida suerte? —gritó.

Tuvo tiempo para eso, y también para darse cuenta, mientras ladrillos y vigas se derrumbaban encima de él, de que los dados dentro de su cabeza habían enmudecido de golpe.

40

Lanzas

Las montañas se elevaban en derredor de Galina Casban; algunas, las que tenía a la espalda, eran poco más que colinas altas, pero al frente había picos nevados, y cumbres más altas detrás de aquellas primeras. Las piedras de la ladera le herían los pies descalzos. La mujer jadeaba y respiraba con dificultad; el sol, en lo alto, caía abrasador como venía haciéndolo desde lo que a ella le parecían días interminables, y la hacía sudar a mares. Cualquier cosa más allá de mover un pie y luego otro parecía fuera de su alcance. Qué curioso que transpirando de ese modo tuviera la boca tan seca.

Llevaba casi noventa años de Aes Sedai, aunque su largo cabello negro todavía no tenía canas, pero durante casi veinte años había ocupado el puesto de cabeza del Ajah Rojo —la Altísima, como la llamaban otras Rojas en privado, y considerada por algunas de ellas como una igual de la Sede Amyrlin— y todos esos años, salvo los cinco primeros que llevó el chal, en realidad había pertenecido al Ajah Negro. No con exclusión de sus deberes como Roja, sino con otros aún más importantes. Su puesto en el Consejo Supremo del Ajah Negro era el inmediato inferior al de Alviarin, y era una de las únicas tres personas que conocía el nombre de la mujer que dirigía las reuniones de encapuchadas. Podía pronunciar un nombre cualquiera en esos conciliábulos —incluso uno de un rey— y sabía que ese nombre se contaría entre los de los muertos. Ya había ocurrido con un rey y una reina. Había contribuido a derrocar a dos Amyrlin, a convertir a la mujer más poderosa del mundo en una infeliz que no dejaba de aullar, ansiosa de contar todo cuanto sabía; a hacer que pareciera que una de ellas había muerto mientras dormía y que a la otra se la destituyese y se la neutralizara. Cosas así eran tareas que debía realizar, al igual que exterminar a los hombres con capacidad de encauzar, no actos que le proporcionaran placer más allá de la satisfacción de un trabajo bien hecho, pero sí había disfrutado dirigiendo el círculo que había neutralizado a Siuan Sanche. Sin duda, tales cosas significaban que Galina Casban se encontraba entre las personas más poderosas del mundo. A buen seguro que sí. Tenía que ser así.

Las piernas le flaquearon como muelles que han perdido la elasticidad, y cayó pesadamente, incapaz de sostenerse al llevar los brazos atados a la espalda hasta los codos. La ropa interior, que había dejado de ser blanca y que era la única ropa que le habían dejado, volvió a rasgarse mientras resbalaba sobre las piedras sueltas, de manera que le produjeron arañazos en los verdugones. La frenó un árbol. Con la cara apretada contra el suelo empezó a sollozar.

—¿Cómo? —gimió con un hilo de voz—. ¿Cómo me ha podido pasar esto a mí?

Al cabo de un momento cayó en la cuenta de que no la habían incorporado a la fuerza; por muy frecuentemente que se hubiese ido al suelo, no le habían dado un instante de respiro. Parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos y alzó la cabeza.

Mujeres Aiel cubrían la ladera, varios cientos de ellas repartidas entre los árboles estériles, con sus lanzas y los velos, que podían alzar en cualquier momento, colgando sobre el pecho. Galina sintió ganas de reír. Doncellas; esas monstruosas mujeres se llamaban a sí mismas Doncellas. Ojalá pudiera reírse. Podía dar gracias de que al menos no hubiese hombres presentes. Los varones le ponían carne de gallina, y si uno de ellos pudiera verla ahora, casi desnuda…